La presencia de Enrique Peña Nieto en la ceremonia de entronización del Papa Francisco es un hecho relevante que va más allá de una visita protocolaria. Mientras los diferentes jefes de Estado priistas se habían resistido a asistir a cultos públicos, Peña Nieto es el primer presidente priista que asiste a una ceremonia de tal relevancia. Se ha sacudido viejos estigmas e indica, según él, cómo ha cambiado el mundo en tan sólo unos años. Sin embargo, su presencia puede tener otras lecturas. Una de ellas es la del presidente muy católico que quiere hacer de la Iglesia una asociada incondicional en su mandato y un factor básico de gobernabilidad. Pareciera que Peña Nieto rescata las viejas tesis que el binomio Prigione-Salinas estableció en los años ochenta.
La elección del Bergoglio tiene consecuencias no sólo religiosas sino políticas. Francisco es el primer pontífice latinoamericano y el peso del Vaticano puede tener diferentes incidencias políticas en la región. Si el Papa actúa como Bergoglio en Argentina, la Iglesia será no únicamente crítica sino intransigente frente al debate por alcanzar una mayor diversidad, flexibilidad y pluralidad en las opciones sociales; es decir, la moral católica se dejará sentir en temas como aborto, mujeres, sexualidad y rechazo homosexual. Bergoglio cuestionó las políticas “populistas” del kirchnerismo; potencialmente el Papa Francisco puede convertirse en un nuevo polo de gravitación en el área. Así lo entendieron los mandatarios que se dejaron ir de manera copiosa a la ceremonia religiosa de inicio del pontificado y breves encuentros que sostuvieron con el nuevo Papa, entre ellos Rafael Correa, de Ecuador; Cristina Fernández, de Argentina; Dilma Rousseff, de Brasil; Laura Chinchilla, de Costa Rica, y Sebastián Piñera, de Chile; Federico Franco, de Paraguay; Porfirio Lobo, de Honduras; Ricardo Martinelli, de Panamá, y Enrique Peña Nieto, de México.