¿Y los altos mandos?
Edomex bajo fuego
Gracias a Jorge Saldaña
Julio Hernández López / Astillero
La evidente desproporción entre atacar a jóvenes estudiantes de una normal rural o hacerlo contra otros jóvenes presuntamente miembros de una banda del crimen organizado (así se le llama de manera generalizada) ha permitido a la masacre de Tlatlaya, estado de México, mantenerse en un segundo plano respecto de la de Iguala, Guerrero, aunque los ribetes de la ejecución de 22 supuestos delincuentes pudieran resultar incluso peores en cuanto a responsabilidad directa y sostenida del gobierno federal encabezado por Enrique Peña Nieto, por cuanto significaron la confirmación extrema de una política (también criminal, también organizada) de ‘‘limpieza social’’ practicada por las fuerzas armadas del país y exhibieron una sancionable red de complicidades entre élites políticas (incluyendo a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, cuyo titular busca tranquilamente un nuevo periodo de consumo presupuestal).
En Tlatlaya se cometió otro crimen de Estado, pero las circunstancias han permitido a dos mexiquenses, Eruviel Ávila y Enrique Peña Nieto, administrar la crisis e ir arrojando retazos expiatorios para aparentar medidas justicieras. Ayer se informó que la Procuraduría General de la República ‘‘cumplimentó’’ órdenes de aprehensión contra siete elementos de tropa acusados de diversos delitos, tres de esos militares específicamente acusados de homicidio calificado. Pero, a pesar del revoloteo documental que puedan armar la PGR y los jueces civiles, los presuntos culpables están en prisión militar y sujetos a las disposiciones administrativas o discrecionales de los altos mandos castrenses. Ante las dimensiones de esa barbarie, cuya difusión también ha rebasado las fronteras, el ocupante actual de Los Pinos y el general a cargo de la Secretaría de la Defensa Nacional han hecho discursos impecables para proclamar respeto apasionado a los derechos humanos y resplandor inequívoco del imperio del estado de derecho.