viernes, julio 06, 2012

Una elección en la que votaron pocos

Primera Parte

Mario Rechy Montiel, 2 de julio de 2012.


A las once quince de la noche se adelantó media hora la declaración de Valdés Zurita, presidente del IFE, para hacer el anuncio del cómputo que llevaba la institución. Se había dicho que el anuncio tendría lugar a las once cuarenta y cinco. Pero como el candidato Andrés Manuel López Obrador había salido de su casa de campaña y se dirigía a céntrico hotel a hacer la declaración correspondiente a la jornada electoral, el presidente del IFE cambió el horario de su aparición en cadena nacional. Inmediatamente los noticieros de la televisión hicieron del conocimiento del teleauditorio que terminando la trasmisión de Valdés Zurita, hablaría el presidente de la República.

Llamó la atención de la declaración de Valdés en algunos puntos, que por cierto ya habían mencionado algunos comunicadores de la televisión. A mí, en lo personal, me sorprendió que se dijera que los partidos que representaban al candidato Andrés Manuel, hubieran registrado representantes en el 99 % de las casillas. Y me llamó la atención, porque un mes antes, en algunos estados de la federación, me habían dicho mis amigos de la corriente de Andrés Manuel, que estaban muy preocupados y angustiados porque sólo se reunían alrededor de 60% de representantes de las casillas. Incluso había yo enviado repetidos correos a través de la red a todo aquél que creí tenía poder o capacidad de convocatoria para conseguir que esa cobertura se ampliara. Y francamente me pareció un dato muy difícil de creer cuando lo escuché en boca del representante del IFE. Eso requería una reflexión. Pero en principio, me dije, si es cierto qué bueno, si no es cierto significa que su divulgación pretende darle legitimidad a esta contienda.

Pero ya me había sorprendido minutos antes de la declaración del presidente del IFE la aparición en público de Josefina Vázquez Mota que, en el auditorio del edificio nacional del Partido Acción Nacional, había pronunciado un discurso muy bien redactado, muy bien pensado, muy bien concebido, en el que admitía su derrota, reconocía el triunfo del PRI, y además de agradecer a todos sus correligionarios, colaboradores, familiares e instituciones, explicaba la continuidad de su participación en esta nación plena de democracia. Como uno de mis oficios, en los que ciertamente he sido muy valorado como colaborador, ha sido el diseño y la redacción de los discursos importantes de los políticos. Y como me ha tocado participar o redactar algunos de los discursos más importantes de ocasiones como la que estaba viviendo, me percaté de que el discurso de la candidata no sólo no era una improvisación, ni se había escrito de último momento. Era una pieza magistralmente concebida, más que para admitir una derrota, para legitimar un proceso y un triunfador. Pero me di cuenta también de que este punto no lo vería el común escucha, pues forma parte del efectismo indirecto que se pone en una alocución, y solo sabemos leerla quienes nos hemos dedicado a eso.

En ese contexto, observé al presidente del IFE. No parecía estar leyendo. Pero la secuencia de su declaración, el estricto orden en que fue abordando los puntos, la ponderada forma de hacer sus afirmaciones y el cuidadoso apego a los procedimientos y requisitos que aludió o cumplió en sus referencias y cifras, me hicieron pensar lo mismo: ese discurso no lo estaba improvisando, ni lo acababa de hacer. Tenía detrás un trabajo muy laborioso y profesional que estaba cuidando hasta el último detalle.

Tres horas antes había yo hablado por teléfono con alguien que estaba en el primer círculo del poder y solo le había yo dicho: “tú ya debes saber cuál es el resultado real de la votación”, y él me había contestado: “sí, claro, ganó Peña, con aproximadamente un siete por ciento de ventaja, y Josefina quedó en tercero con aproximadamente cuatro puntos abajo del segundo lugar”. A continuación le había dado las gracias y me había despedido.

Tuve que procesar estos detalles. Pero en medio de la tarde hubo todavía dos acontecimientos inesperados. El primero fue que todas las encuestas de twiter y de los organismos que venían difundiendo hacía meses cifras de ventaja para el candidato del PRI, habían estado difundiendo cifras de la encuesta de salida que colocaban a Josefina muy por encima de lo que mi contacto me acababa de decir, es más, incluso varias encuestas, difundidas entre las catorce y las dieciséis horas, habían colocado a Josefina en primer lugar.

Desde Guadalajara, una persona amiga mía del primer círculo de poder me había puesto reiterados mensajes de teléfono preguntándome y provocándome para que dijera cuál era el registro que yo tenía de los preliminares, y cuál era mi percepción. Evidentemente él ya tenía datos, pero no me daba información, me pedía información y opiniones. Yo le dije que según el gobierno Peña ganaba por siete puntos, pero que había que esperar la declaración del IFE, pensando yo que las encuestadoras y el IFE tendrían que contrastar.

En los noticieros de la televisión, que miraba yo simultáneamente o alternativamente, me llamó poderosamente la atención, justo después de la declaración de Valdés Zurita, un comentario de Ruíz Healy. Ésta había dicho que Valdés apareció en la pantalla apenas se había anunciado que iba a adelantar su declaración, y que parecía un video. Efectivamente, volví a pasar la declaración del funcionario, y observé tratando de confirmar que era un video. Esto es, un video filmado quién sabe cuánto tiempo antes.

Me acordé de una declaración de un periodista que había publicado dos semanas antes un artículo que tituló: ¿De cuál fumaron? La filiación de este periodista era ampliamente conocida, pues ha sido un mercenario del poder, que pasó de ser empleado bancario a asesor del PRD, para terminar como filopriísta. Pero yo había escogido tres párrafos de su artículo y lo había pegado en mi página de Facebook como alerta. Y los había mandado por internet a todos los responsables de cuidar la elección. Los párrafos decían: “Me llama la atención la compartida preocupación por el supuesto "fraude" que podría tener lugar el día de la jornada electoral, a través de una pretendida manipulación o adulteración del conteo rápido y del sistema de resultados preliminares del IFE (PREP) para declarar el triunfo del candidato presidencial del PRI.
La "lógica" de tal escenario es la siguiente: la noche de 1o. de julio, "las televisoras" darían a conocer los resultados de los exit poll (encuestas a la salida de casillas) otorgando un margen suficiente de ventaja a Enrique Peña Nieto; con esos datos, "el IFE" ajustará los del conteo rápido a su cargo, para que coincidan; una vez difundido lo anterior, "las televisoras" darán a conocer sus propios conteos rápidos, que coincidirán con los del IFE, que a su vez habrá dispuesto lo necesario para que, a través de un "algoritmo" introducido en el PREP, ese sistema "ajuste" los resultados en el número de casillas que sean necesarias, hasta garantizar que el resultado final del PREP coincida con los resultados de los exit poll y los conteos rápidos.
La etapa final del siniestro plan consistiría en la adulteración de actas y boletas, ya sea en las casillas o en los consejos distritales del IFE, para hacerlas coincidir con los datos que el "algoritmo" dentro del PREP haya establecido; tal operación, que supone miles de casillas y un elevado número de distritos electorales, estaría respaldada por la sustitución de funcionarios de casilla, la compra de representantes de partidos políticos en las mismas y de funcionarios electorales en los consejos del IFE.”

Me acordé de esta cita, de ese artículo, porque parecía yo estar frente a un mecanismo anunciado. No necesariamente porque hubiera o existiera un algoritmo. Tal vez no era necesario. Pues si la oposición no tenía representantes en un número dado de casillas, que podían ser siete mil o cuarenta mil, pues no podría probar lo que hubiera pasado en ellas.

Por esta razón me pareció de sabia prudencia la declaración escueta y sobria del supuesto perdedor que casi en simultaneidad con la declaración del Presidente Calderón, había dicho que tenía otros datos, y que actuaría de manera responsable, esperaría el resultado de los distritos y entonces haría una declaración.

Andrés Manuel había hecho un llamado, al mismo tiempo, para que todos los que tuvieran información o actas las hicieran llegar a su destino, y desde luego a las oficinas de la oposición.

Para esos momentos ya habían triunfado los candidatos del PRD en los estados de Morelos y Tabasco. Pero la televisión lo silenció. En Morelos la ventaja para el PRD era de siete puntos. Horas antes, como percibiendo cuál era la dinámica de los informadores y el gobierno, el Presidente del PRD, Jesús Zambrano, había procedido, media hora antes del plazo legal, a hacer una declaración en la que según los reportes que mandaban sus militantes desde siete estados, entre ellos, Zacatecas, Oaxaca, y los dos que acabo de citar donde triunfaron, los votantes parecían favorecer al PRD. En esos estados, explicó Zambrano, el padrón suma más del 50% del electorado.

Con estos datos y siguiendo estos hechos me atreví a pensar que estábamos ante un acuerdo entre el gobierno de Felipe Calderón y el PRI. Es decir, ante un acuerdo del sistema. Un acuerdo que se había tomado hacía mucho tiempo. Y que había seguido un plan detallado, comprendiendo las encuestas difundidas a lo largo de más de un año, en las que se reiteró, machaconamente, que Peña tenía una ventaja de veinte, luego quince, luego once puntos. Y que, como me había dicho mi amigo Alfredo Ríos Camarena, viejo militante del PRI, iba a terminar en unos ocho puntos.

Las encuestas habían tenido una doble función. En primer lugar dejar claro en la población cuál iba a ser el resultado final inalterable. En segundo lugar, desalentar a la oposición, confundir a los indecisos y provocar el abstencionismo.

A lo largo de esta contienda se habían intentado sumar otros complementos. En primer lugar la guerra sucia, pintando a López Obrador como otro Chávez que no respetaría las instituciones ni la democracia. Pero inventando también todo género de calumnias que habían ido difundiéndose entre la población. Calumnias que iban desde recordatorios de palabras sacados de contexto; como aquellas en las que López Obrador expresaba respeto por quienes habíamos optado en otro tiempo por la vía de las armas, hasta la difusión de que López iba a meter en las casas grandes a las familias necesitadas.

Para el sistema, es decir, para quienes han diseñado esta campaña, la persuasión o confusión de la ciudadanía, y las condiciones de la aceptación de estos resultados, eran prioritarios, pues lo que estaba en juego eran sus intereses. No los intereses de la población. Los de la población eran el contexto que tenían que cuidar. Pero lo que han estado salvaguardando son los suyos.

Procede por ello caracterizar al actor principal, es decir al sistema. Y describir luego cuáles son sus intereses y el modo operandi del poder que detentan.

El sistema pretende domesticar a los ciudadanos

El sistema en México, como el big brother de la novela de Orwell, no está contenido en un partido o en una ideología. Es el instrumento del poder; y está fundado en un conjunto de intereses que controlan la información, que diseñan estrategias de “persuasión” o de franco engaño. No se cimentan en principios morales ni en valores éticos, sino en una fría condición mental, ajena al “romántico ideal de la democracia” y claramente orientada a dirigir la continuidad de las instituciones que mantienen el orden y la distribución del ingreso nacional. El sistema, por decirlo de manera gráfica, no es un partido; porque los partidos agrupan a demasiada gente, y en ellos actúan o se mueven fuerzas que emanan o representan a grupos ciudadanos e intereses doctrinarios. Y en cambio, en el sistema, la nomenklatura que lo constituye hace mucho que se ha erigido en un ente distinto a la ciudadanía, regido por un conjunto de procedimientos poco escritos pero estrictamente aprendidos, en los que el pragmatismo del control y la frialdad de las decisiones son la primera norma, y en el que las doctrinas pasaron a ser parte del material ideológico que se utiliza para difundir, de manera seleccionada para la ocasión de que se trate, entre la ilusa multitud anónima.

Hace tiempo, que no acotaré, porque en esta dimensión de la vida de un país nuestro horizonte temporal como personas es irrelevante, me había convocado Beatriz Paredes a un intercambio de puntos de vista. En ese entonces yo cumplía funciones de asesoría, como lo he estado haciendo a lo largo de más de siete lustros para algún funcionario gubernamental con el que creí tener, o realmente tuve, coincidencias políticas. En esa entrevista, cordial y pausada, me había interrogado sobre mi visión del Estado y mi concepción del poder público.

Dos cosas llamaron poderosamente mi atención en nuestro diálogo. Cuando yo dije que la política buscaba el bienestar de los ciudadanos, ella me corrigió diciendo que eso no debía abordarse como una norma ética del Estado sino un objetivo tangencial de quienes lo dirigen, pues había que comprender que el bienestar se avizoraba o alcanzaba a ver de manera distinta, no solo en cuanto a lo que lo significaba o constituía, sino también en cuanto a la vía o camino para llegar a él. Yo había tratado de argumentar citando el texto constitucional, en su artículo tercero, donde se ha definido el desarrollo como el mejoramiento constante de las condiciones de vida y convivencia. Pero ella me dijo que los preceptos constitucionales, bellos como eran, requerían una mediación para cumplirse, que no siempre podían ponerse en práctica de manera directa o inmediata, y que por ello existían las leyes reglamentarias de los artículos constitucionales, y por eso existían las instituciones que eran responsables de la aplicación de la ley, y por eso existían los jueces que la interpretaban y velaban por su observancia. Me pareció que era darle demasiadas vueltas para no reconocer la preminencia del principio constitucional.

Pero cuando me preguntó cómo concebía yo el poder, y le contesté que el servicio público, apegado al interés de la mayoría, y en cumplimiento de los principios de la Paideia que tutelaba a los desvalidos o necesitados, me dijo que tenía que superar mi noción romántica, porque el poder tenía una dimensión descarnada, que no requería muchas vueltas, y que podía resumirse en la capacidad de decidir sobre la vida de la gente. Me pareció muy pobre y muy peligrosa definición. Pero no me daba entonces cuenta cabal de que ella describía el poder del sistema.

En estos muchos años de mi paso por la administración pública, en el que estuve cerca y nunca dentro del círculo del poder, y en el que dialogué, discutí y cuestioné, muchas decisiones importantes de los actores del Estado, he terminado por convencerme de que el poder no lo ejercen los miembros o representantes de los partidos, y que la vía o acceso al círculo del poder sigue caminos diferentes a los que se pueden observar a simple vista. Pues no tiene escalafón o rutas definidas, ni se cimenta en una meritocracia de contenido académico o de servicios prestados. Requiere sí de capacidades especiales, pero no morales ni éticas, sino como esas que me describió un día Beatriz Paredes.

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