viernes, mayo 04, 2012

Narco y la banalidad del mal

Carlos Ramírez / Indicador Político

La prisa por aprobar la Ley General de Víctimas se dio fuera del contexto de la realidad de la dialéctica cárteles del narco-aplicación de la ley de la delincuencia organizada. En todo caso, por el impulso de una organización sustentada en el “anarquismo católico” de Javier Sicilia, esa nueva ley va a enredar más el objetivo buscado y beneficiará a las organizaciones criminales.

Los pocos avances de la ley radican en la visibilización de la víctima civil y en la construcción de una estructura jurídica para defender a los afectados; hasta ahora las organizaciones institucionales de los derechos humanos se dedicaban a proteger los derechos de los delincuentes, pero sin atender del efecto del acto criminal en las víctimas. La ley de víctimas resultó, a la postre, en un reclamo a la deficiente actuación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y de las comisiones estatales. La creación del abogado de la víctima fue un avance.

El problema central de la violencia criminal no radica en la acción del Estado en su tarea de imponer el imperio del derecho en espacios territoriales de la soberanía del Estado mexicano expropiados por los cárteles, sino en la repuesta de resistencia de las bandas criminales y sobre todo en la disputa entre las mismas bandas por el control de territorios provocando lo que se llama rivalidad delincuencial.

En este contexto, por ejemplo, el pasado martes 2 de mayo, dos días después de aprobarse la ley de víctimas en la Cámara de Diputados, se informó que dos cárteles están comenzando a disputarse el territorio de Joaquín “El Chapo” Guzmán en Sinaloa, además de que la lucha entre organizaciones criminales detonaron la violencia criminal en Nuevo León y Tamaulipas para pelearse la plaza. Asimismo, se encuentran los registros de que buena parte de los indocumentados centroamericanos que pasaban por Tamaulipas rumbo hacia los Estados Unidos fueron cobardemente asesinados. Aproximadamente el 90% de los muertos registrados oficialmente estuvieron en el rango de la “rivalidad delincuencial” y otra parte fueron criminales muertos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad.

¿Por qué la sociedad que se victimiza no condena a los narcos y se la pasa tratando de amarrar al Estado en su lucha contra el crimen organizado? El grito de “ni un muerto más” de los grupos promotores de la ley no se dirigió a las bandas criminales que tienen la iniciativa en hechos de violencia y que se han matado entre sí, sino al Estado que enfrenta la respuesta de violencia de quienes no quieren regresarle al Estado los espacios territoriales bajo control criminal.

En este escenario la ley de víctimas no aportó un diagnóstico de la violencia ni estableció diferenciaciones en las víctimas. Al contrario, peligrosamente incluyó el concepto de “no criminalización” señalando que “las autoridades no deberán agravar el sufrimiento de la víctima, ni tratarla en ningún caso como sospechosa o responsable de la comisión de hechos que denuncie” y que “ninguna autoridad o particular (¿la prensa?) podrá especular públicamente sobre la pertenencia de las víctimas al crimen organizado o su vinculación con alguna actividad delictiva”.

A ello se agrega el artículo 4: “Se denominarán víctimas directas (a) aquellas personas que directamente hayan sufrido algún daño o menoscabo económico, físico, mental, emocional o en general cualquier puesta en peligro o lesión a sus bienes jurídicos o derechos como consecuencia de la comisión de un delito o violaciones a sus derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte”.

Lo malo de esta conceptualización es que no deslinda a los ciudadanos que sufren la violencia criminal de los delincuentes involucrados en actos ilícitos, sobre todo si se protegen con la “no criminalización” lo mismo a víctimas que a delincuentes.

La ley de víctimas se aplicará a los casos de personas afectadas en actos de violencia en las acciones de las fuerzas de seguridad contra el crimen organizado. Sin embargo, se han dejado de lado otras víctimas que no tienen que ver con la violencia de grupos criminales pero que igual resultan afectadas por imprudencias homicidas. Cada año murieron en el periodo 2007-2011 diez mil personas dentro del escenario de la lucha contra el crimen organizado, pero mueren 24 mil personas al año por accidentes de automóviles en calles y carreteras, incluyendo niños y mujeres, y sus familiares carecen de defensa y de alguna ley para ajustar indemnizaciones y castigos.

Si la ley de víctimas beneficia a los afectados en operaciones de combate contra el crimen organizado y constituye un instrumento de defensa ciudadana, entonces el mismo congreso le debe a las fuerzas de seguridad la Ley de Seguridad Nacional para tener mayor claridad jurídica su función en la estrategia de lucha contra el crimen organizado. Ante esa pasividad y temor legislativo, el Gobierno federal tuvo que instrumentar un conjunto de protocolos jurídicos para transparentar la acción judicial pero las Fuerzas Armadas aún carecen de la certeza jurídica de una nueva ley de seguridad nacional.

El problema del enfoque del “anarquismo católico” siciliano sobre los derechos ciudadanos es que de muchas maneras banaliza el mal y lo reduce a una práctica con menor control legal y penal que la acción del Estado. Al disminuir el enfoque crítico sobre la criminalidad de bandas, el “anarquismo católico” disminuye el papel del Estado en la seguridad de los ciudadanos. El problema no radica en el hecho de que obviamente se tiene que controlar el poder de la fuerza del Estado --en una democracia no existen estas preocupaciones--, pero lo que busca el “anarquismo católico” es paralizar la acción del Estado contra la delincuencia al asumir a los delincuentes como “pecadores” dignos de consuelo. En esa lógica, El Chapo debería ser condenado no a prisión perpetua sino a rezar cinco Padres Nuestros y cinco Aves Marías.

Lo que se encuentra en el trasfondo de la lucha social del “anarquismo católico” es el objetivo de acotar al Estado permitiendo la mayor actividad del crimen organizado.

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