miércoles, marzo 28, 2012

Las elecciones de Juárez

Otto Schober / La Línea del Tiempo

Juárez, triunfante sobre Maximiliano, sobre los conservadores y sobre el ejército imperial, fue todo menos que un presidente demócrata.

El país azorado veía que el presidente se había ido convirtiendo en dictador. El azoro creció al ver que pensaba reelegirse otra vez. Juárez no vio que si en 1861 pudo justificar su elección para continuar en el poder y que si en 1867 su defensa de la república le daba legitimidad a su reelección, en 1871 no podía esgrimir ni un solo argumento para empeñarse en su nueva reelección.

Pretendía ignorar que, si ganaba las elecciones, sumaría 18 años en el poder. Su terquedad ciega propiciaba indignación y amenazas de levantamientos armados. El 26 de junio de 1871 se celebraron las elecciones.

Los candidatos eran Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. Después de todo el proceso electoral se declaró la victoria de Juárez. “Ni los mismo juaristas se encuentran satisfechos de la farsa electoral del domingo” escribía Ignacio Ramírez en el periódico El Mensajero. Varios periódicos capitalinos señalaban la intromisión del Ejército en los comicios.

Pero tal vez la mejor editorial fue la de Emilio Velasco, en el periódico El Siglo XIX: “A no ser tan profunda nuestra fe en las instituciones, cualquiera habría encontrado en las elecciones motivo suficiente para proclamar que la soberanía del pueblo es el dogma de unos cuantos ilusos, y que la humanidad está condenada a la servidumbre... Fue un día lúgubre en la Ciudad de México.

Por todas partes se encontraba el aparato de la fuerza: las alturas estaban tomadas; las calles de la ciudad eran recorridas por patrullas; su aspecto era el de una plaza amenazada por un formidable enemigo. Ese enemigo era el pueblo, usando los derechos del sufragio”.

El editorial terminaba dirigiéndose a Juárez: “Habéis caído de vuestro elevado pedestal para confundiros con el vulgo de los hombres; erais el hombre de la ley; sois el hombre de la ambición”.

El que había “merecido bien de las Américas”, como había dicho antes el congreso de Colombia, era ahora quien tan mal había merecido de la democracia, al grado de que, en noviembre de ese año, su más destacado general en la guerra contra el imperio lo tachaba de haberse hecho un adicto incurable a la presidencia: “La reelección indefinida, forzosa y violenta del ejecutivo federal ha puesto en peligro las instituciones nacionales”; acusaba a Juárez de haber suprimido la soberanía de los estados y la
autonomía del congreso, que había convertido en “una cámara cortesana, obsequiosa y resuelta a seguir siempre los impulsos del ejecutivo”.

Lo acusaba también de malos manejos de las rentas federales. Decían que Juárez y su gente: “Han relajado todos los resortes de la administración buscando cómplices en lugar de funcionarios pundonorosos. Han derrochado los caudales del pueblo para pagar a los falsificadores del sufragio.

Han conculcado la inviolabilidad de la vida humana, convirtiendo en práctica cotidiana asesinatos horrorosos, hasta el grado de ser proverbial la funesta frase de ‘ley-fuga”.

Luego acusa al presidente de que al Ejército, creado para defender a la patria, lo había hecho represor del pueblo. (Extractado del periódico Público del 6 de febrero de 2004 rubricado por el historiador y académico de la Universidad de Guadalajara, Jesús Gómez Fregoso)

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