domingo, junio 12, 2011

¿Quién le teme a Javier Sicilia?

Juan Carlos Canales F.

Prácticamente todo el mes de mayo y lo que va de junio, la prensa nacional se ha visto asediada, intermitentemente, por un sin fin de opiniones en torno a la marcha nacional por la paz con justicia y dignidad a la que convocó Javier Sicilia, el pasado 8 de mayo, y a la viabilidad y destino del movimiento que encabeza el poeta. Descartar, de entrada, y sin argumentos, posición alguna sobre el tema, sólo atentaría contra el más básico principio de la vida democrática que estamos construyendo: reconocer al otro como sujeto de opinión. Sin embargo, hay que cuidarse de aquéllos que, empujados por lo mismo que intentan cuestionar -el simplismo-, descalifican o condenan el movimiento por la paz, como es el caso de Ciro Gómez Leyva, Jaime Calixto Albarrán y Carlos Ramírez- reunidos, casualmente, en torno al periódico Milenio. En el mismo talante se encuentran algunos políticos que, al sentir amenazados sus intereses por la convocatoria de Sicilia, intentan subestimar la importancia de la marcha y el movimiento. Distinta es la posición de figuras como Christopher Domínguez, Miguel Ángel Granados Chapa, Enrique Krauze, Francisco Segovia y Hugo Vargas, con quienes se puede estar o no de acuerdo, pero no dejar de reconocer que sus posiciones intentan sostenerse en argumentos mínimos, y desde ellos, abrirse a un debate más amplio sobre el país en su conjunto. Al mismo tiempo, los argumentos de estos últimos se ofrecen como un documento privilegiado para analizar la posición del intelectual mexicano, durante las últimas décadas, a partir de la crisis del socialismo real, y de eso que confusamente llaman el fin de las ideologías, el fin de las utopías o el fin de la historia; No es el objetivo de este artículo analizar la condición del intelectual mexicano en el contexto ideológico contemporáneo, o en el espacio más acotado de la crisis del Estado de bienestar o la debacle el ogro filantrópico, luego de la transformación política de México desde la década de los 80s, pero parece que una constante caracteriza a los intelectuales mexicanos( y que conste que toda generalización es peligrosa) desde el siglo XIX hasta nuestros días: el temor, o por lo menos, escepticismo, que todo movimiento social les provoca, máxime en un momento en el que cualquier manifestación de simpatía por un movimiento social se confunde con añoranza autoritaria o resabio redentorista.

Por obvio que parezca, antes que la elaboración de juicios sumarios, o de rígidas prospectivas, deberíamos proponernos la tarea de comprender los fenómenos sociales y los significados explícitos e implícitos que conllevan, aunque bien sabemos que es imposible plantear dicha tarea en términos químicamente puros. En todo análisis se juegan tanto intereses racionales como inconscientes, e incluso, límites paradigmáticos bien precisos, que determinan tanto nuestra relación como la valoración del objeto. La tesis anterior no implica ni la renuncia a la objetividad, ni la defensa a ultranza de alguna forma de relativismo, pero sí la convicción en la doxa como la forma privilegiada de relación con los otros en el espacio público, sostenida, antes que nada, por la solidez argumentativa.

Resulta admirable la cantidad de, prejuicios valoraciones parciales, e incluso, sobreinterpretaciones, que un acontecimiento como el movimiento por la paz ha podido desencadenar. Pese a ello, hay que aplaudir, en principio, que el movimiento encabezado por Sicilia haya sacudido, bien o mal, la conciencia nacional, y luego, haber llevado la propia sociedad a la recuperación del espacio público y a la elaboración de una agenda común en torno a la situación general del país. Es cierto que esta agenda tiene como tema nodal el del crimen organizado y el narcotráfico. Pero a diferencia de la posición gubernamental que los reduce a un mero conflicto militar, intenta repensar, desde un marco mucho más amplio, la multitud de de factores que intervienen en el problema, siendo el primero y más obvio, la incapacidad de la clase política en general y, en particular, el gobierno de Calderón, para darle una salida efectiva y eficiente.

Querámoslo reconocer o no, la marcha por la paz ha sacado a este país del marasmo en el que se encontraba, al menos, desde que el movimiento zapatista empezó a desdibujarse del espacio nacional a mediados del 2001; marasmo que, por demás, nos acerca peligrosamente al espacio de la apoliticidad. La irrupción de la sociedad civil no es condición suficiente para perfilar un movimiento verdaderamente democrático, como ocurrió en la Alemania nazi, o en Irán a la caída del Sha, pero sí, una condición necesaria.

Como lo señaló Miguel Ángel Granados Chapa, en su Plaza Pública, el pasado 15 de mayo, los asistentes a la marcha del 8 de mayo, fatigados por la caminata, doloridos por las causas que los condujeron a ella, sonrientes a pesar de ella porque se vieron en múltiples espejos y supieron que no están solos sino que comparten impulsos y avizoran metas comunes, no volvieron a su casa, después de la intensa jornada dominical, de nuevo a la rutina de la impotencia. Encontraron juntos que pueden ejercer un poder, y se disponen a utilizarlo para que México no siga siendo escenario de matanzas que generan desasosiego y terror.

Llama la atención, la desconfianza que genera en muchos comentaristas, que sea el dolor el principal articulador y eje del movimiento, como si ése le restará legitimidad y posibilidades al mismo. Debemos advertir, sin embargo, y en primera instancia, que el reconocimiento de ese núcleo afectivo es lo que le otorga a Sicilia un liderazgo singular. El asesinato de Juan Francisco Sicilia Ortega es el acontecimiento por el cual Javier Sicilia articula y proyecta, al mismo tiempo, una formación teórica de origen eminentemente católico y un proyecto político de raigambre pacifista, presentes en el poeta desde hace muchos años. Quizá, lo que Sicilia nos esté proponiendo, entre otras cosas, sea comprender nuestra historia como una historia passionis, y no sólo como una historia definida por las transformaciones del pacto político, aunque su propuesta no excluya la revisión del último. Contrariamente a lo que muchos opinan sobre la carencia de un entramado teórico que sostenga y articule el movimiento, me parece que Sicilia nos está proponiendo otra clave de lectura para comprender nuestra condición pública. Retomando la línea de Reyes Mate para el caso de Auschwitz, y sostenida a su vez en Adorno, hay que entender que La memoria no consiste tanto en recordar el pasado en cuanto pasado como en reivindicar esa historia passionis como parte de la realidad. “Dejar hablar al sufrimiento es el principio de toda verdad”. La memoria tiene una pretensión de verdad, es decir, es una forma de razón que pretende llegar a un núcleo oculto de realidad inaccesible al raciocinio.

Gracias a ello, gracias al reconocimiento del dolor, es que también, el movimiento encabezado por Sicilia, incorpora, cada vez más, sectores sociales, tradicionalmente excluidos o marginados del debate político y le otorga al mismo tiempo, la posibilidad de introducir valores derivados del mundo religioso ¿No acaso, temas como el perdón, la memoria, la confesión, entendida como reconocimiento de la responsabilidad sobre un acto, de origen eminentemente religioso y particularmente aquéllos provenientes de las religiones del Libro, se cuelan a la sociedad moderna para constituir piezas claves de la vida política? Tras el asesinato de su hijo, Sicilia, sin pretenderlo, se ofrece como el espejo en que nos empezamos a mirar cada vez más mexicanos, porque si algo nos identifica, hoy día, además de los agravios económicos y políticos, y la desconfianza en la clase política, es la experiencia de una vida cada vez más amenazada, más herida.

Por otra parte, no es menos revelador de la posición de un sector intelectual, la suspicacia que provoca la variopinta participación de distintos actores en la marcha del 8 de mayo, como lo expresa Ch. Domínguez en su artículo Javier Sicilia y su causa:

Entre quienes se han manifestado tras Sicilia hay un componente muy variado de ciudadanos. Están los jóvenes antisistema, una multitud desorganizada cuya actividad es un rito de pasaje por fuerza irritante y por fuerza saludable. No han faltado, junto a los grandes poetas, los artistas incapaces de desperdiciar una oportunidad de hacer vida mundana al aire libre.

De suerte, que Christopher parece defender, sin proponérselo, o incluso contra él mismo, alguna especie de principio racional que legitime a un grupo particular como vanguardia de la historia. De eso a la consideración del partido o del proletariado o del filósofo-político, como sedes de la racionalidad histórica, y de la ecuación entre razón y verdad, no hay más que un paso. En el caso de Christopher, se tratará nada más que de un equívoco, o del constante retorno de lo reprimido de su pasado comunista? Hay que subrayar, sin embargo, que no todos los agentes están orientados por principios racionales; que en un movimiento social intervengan factores irracionales, metas ajenas, o subsidiarias de la principal, e incluso, rituales de paso -como los califica el propio Ch. Domínguez-, elementos lúdicos y hasta orgiásticos, no disminuye, en conjunto, la calidad moral del mismo. Parece que Christopher Domínguez observa la marcha por la paz desde la óptica del imperativo categórico del deber ser, y no desde lo que es. Sin embargo, hay que subrayar que la subjetividad no se reduce a la autoconciencia, ni el cuidado de sí se funda sólo en principios racionales. Quererlo ver de otro modo, sólo puede ser consecuencia de asentar la mirada en una abstracción. La realidad impone siempre su veredicto, decía el viejo Freud, y la realidad de este país es la de una clase política, corrupta, ineficaz y ineficiente; la de una clase intelectual oportunista advenediza y camaleónica; la de una líder magisterial como Elba Ester Gordillo; la del duopolio televisivo que cada vez más delinea la educación sentimental del país y la de una sociedad sumida en la ignorancia y la ignominia. Por suerte el país no es todo eso, pero la pregunta sigue siendo, cómo reconstruirnos, o salvarnos, con lo que tenemos.

El punto más álgido del debate se alcanza al problematizar el destino del movimiento y la necesidad de su incidencia efectiva en la vida política. Haz que esto dure- le pide Krauze a Sicilia. Tanto Krauze como Vargas encuentran, expresa o tangencialmente, la opción en la partidización; Domínguez no contempla alternativa alguna. Hasta ahora, Sicilia ha desechado la vía partidista y nadie cree que la resistencia pacífica sea una alternativa sólida. Es difícil, de cara al espectro político actual, elegir un camino, pero las condiciones de éste no condenan de antemano al movimiento y, mucho menos, lo sujetan a las opciones inmediatas del sistema. El movimiento por la paz puede abrir vías alternativas a la vida política mexicana. Si la condición de lo público es la aparición de lo nuevo, el “nacimiento”, cara idea de H. Arendt, tomada de San Agustín. Toda democracia implica riesgos; incluso, el riesgo, es consustancial a la vida democrática. Quizá ha llegado el momento de pensar sin fundamento; abandonar el magro suelo de nuestras certezas y fracturar la continuidad de nuestras estructuras imaginarias, empezando por las del mismo lenguaje político. G. Simmel, en uno de sus más entrañables textos, Sobre la aventura, propone que ésta, en su sentido específico, es independiente del antes y del después; sus límites se determinan sin referencia a éstos. Justo cuando la continuidad de la vida es rechazada tan por principio, o cuando ni siquiera necesita ser rechazada porque existe de antemano una extrañeza, una alteridad, un estar-al margen, es cuando hablamos de aventura. No creo, entonces, que la posición de Sicilia y el movimiento por la paz sea nada más que rollos autocomplacientes, confusos, vindicativos, militantes, retóricos, dogmáticos, puños cerrados, pancartas fáciles y simples exclamaciones de hartazgo u odio( Krauze), sino la de una radical alteridad, la de una estar-al margen de las prácticas políticas tradicionales. Por extraño que parezca, esa posición es, a la vez, su mayor debilidad y su mayor fortaleza pero, quién puede valorarlo de antemano.
Día a día, el movimiento tendrá que reelaborar sus estrategias, en función de las estrategias que elabore la clase política, y las de otros actores sociales- el poder no es una monada, ni una identidad inamovible-, sin que ello signifique la renuncia a los principios básicos que el movimiento por la paz defiende, y desde los cuales habrá que construir una agenda más amplia y precisa.

No es menos preocupante la confusión de algunos comentaristas entre la legalidad y la legitimidad de las acciones del gobierno y el estado contra el crimen organizado. Si es cierto que el estado concentra el uso legal de la fuerza, esto no le autoriza a sobrepasar el marco jurídico en el que esa se encuadra, y atentar, ya no como daño colateral, sino como parte inherente de la propia estrategia, contra los más básicos derechos humanos y jurídicos de la población civil, en primer término y, luego, contra los de los involucrados directamente en el conflicto. Tampoco le permite al gobierno tomar decisiones unilaterales, cuando éstas competen al estado en su conjunto. Planteamiento que no implica ni la igualación de la responsabilidad jurídica, ni moral, de todos los involucrados. Que el contexto social sea uno de los elementos que explica el perfil de los criminales, no justifica sus acciones y, mucho menos, que evadan su responsabilidad ante la ley. Bien decía H. Arendt que, donde todos son responsables, no hay responsables. Empecemos entonces a pensar, en serio, un marco jurídico que contemple las nuevas formas de criminalidad y los distintos grados de responsabilidad que se desprendan de ella. Pero también que, ante el fracaso de la lucha contra el crimen organizado, se señale, con la misma precisión, los distintos grados de responsabilidad de todos aquéllos que han diseñado y llevado a la práctica esa lucha. Lo obvio no se juzga: 40,000 muertos, 200,000 desplazados y 10,000 huérfanos. ¿Y qué decir de los 30 mil millones de dólares del crimen organizado que corren, a trasiego, en los sistemas bancario y económico, mexicanos. ¿Por qué el presidente Calderón no ha emprendido acciones contundentes que disminuyan ese flujo? Ante estos datos, difícilmente podemos avalar las acciones emprendidas por el gobierno y el estado mexicanos para abatir el crimen organizado.

Como ya ha sido señalado, tenemos que diseñar una política de seguridad que contemple el conflicto de modo integral, y no reduzca el tema de las drogas a su carácter meramente punitivo. Hasta el momento, ni ha disminuido la violencia directa que genera el crimen organizado, ni la violencia indirecta que cada vez más, y de modo alarmante, se extiende a la totalidad del tejido social, ni se han afectado, contundentemente, los intereses económicos que se obtienen de la droga. Tampoco, disminuye el consumo de la misma, y algo peor que eso: las condiciones y características de dicho consumo y su impacto en el tejido social son cada vez más deplorables y degradantes. Quien haya tenido el atrevimiento de asomarse a un picadero en Ciudad Juárez, sabrá a qué me refiero. Los resultados están ahí- anota Hugo Vargas en su carta a Christopher Domínguez:

Aumentó el consumo (entre las mujeres, 50%); no se han reducido ni la producción ni el tráfico de drogas y han bajado sus precios (igual que en Colombia, eh); se han elevado los índices de adicción y se redujo la edad de inicio; aumentaron las violaciones a los derechos humanos (desde 2006 las quejas contra la Sedena aumentaron 300%, según Raúl Plascencia, presidente de la CNDH), y no se han liberado territorios, más bien al contrario, y hoy el narcotráfico se ha establecido en amplias zonas del país. Con otros costos “colaterales”: la inversión privada se desplomó en las regiones donde se enseñorea el narco –abandono de empresas y éxodo de habitantes– y los costos indirectos, los derivados de la inseguridad y que obligan a reducir las salidas de casa, suman, según el Banco Interamericano de Desarrollo y el Centro de Estudios del Sector Privado (nada que ver con los izquierdosos resentidos) alrededor de 15% del PIB. Algo ha funcionado mal, ¿no te parece?

En distintos espacios, he señalado la importancia de la confianza como categoría política central. La confianza no es sólo un valor individual o subjetivo; es, antes que nada, un parámetro, objetivamente cuantificable, por el cual se mide la capacidad de un estado para disminuir o refuncionalizar – en el marco de la ley - los elementos caóticos que amenazan a la sociedad a la que se debe: violencia, pobreza, corrupción, etc. ¿Qué grado de confianza nos ofrece el Estado mexicano y sus instituciones a los ciudadanos de este país? He ahí la cuestión. Cómo, entonces, no pedir la remoción de García Luna, principal diseñador y estratega de la lucha contra el crimen organizado, o juicio político a Felipe Calderón. La solicitud se sustenta en algo más que en una ocurrencia o un arrebato. Los resultados humanos y económicos que arroja la empresa de Calderón y de García Luna justifican, con mucho, la demanda.

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