sábado, enero 15, 2011

La batalla por los migrantes

Lydia Cacho / Plan B

Adolescentes paraguayas como esclavas sexuales en elegantes bares de Cancún, albañiles nicaragüenses construyendo edificios en Tabasco, mujeres hondureñas limpiando casas en Mérida, miles de guatemaltecos asentados en Campeche en un remedo de sus pueblos de origen. Miles de cubanos desde la Riviera Maya hasta Veracruz haciendo un poco de todo.

Desde Panamá y Costa Rica miles suben por Centroamérica, hasta cruzar por Quintana Roo y Chiapas en busca de trabajo en el comercio informal. Nunca como ahora habíamos visto con tal claridad el flujo migratorio de Centroamérica y el Caribe hacia México. Y lo hemos conocido por los ataques brutales de la delincuencia organizada. Ya conocíamos los dramas individuales que viven estas personas gracias a la valentía de un puñado de activistas pro-inmigrantes que rescatan cada año a miles de personas. Entre ellos el padre Alejando Solalinde en Oaxaca, quien ha sido un ejemplo de tesón contra la corrupción institucional.

Lo cierto es que la autoridad mexicana no ha sido capaz de entender y menos resolver las complejidades del problema. A lo largo de un siglo México ha permitido el flujo silencioso de personas de estos países en una suerte de hermandad implícita.

Mientras investigaba las rutas mundiales de tráfico de personas, entrevisté a muchos agentes migratorios de diversos países. En México, para la mayoría de los agentes sureños del INM, dejar pasar ilegalmente a personas de América Central no representa un problema ético, hay una suerte de conmiseración real acompañada, en muchos casos, de una corrupción de facto. Es decir, si de cualquier manera van a cruzar, pues qué mejor que lo hagan de forma segura, por tanto, piensan, recibir un porcentaje de un traficante no representa un acto de inmoralidad, sino parte de un trámite paralelo. No consideran que cometen delitos (no pasan drogas, ni armas, sino personas desesperadas por una vida mejor); hay quienes incluso argumentan que es un acto humanitario (Hasta que caigan en manos de las mafias mexicanas más poderosas que nunca).

Aunque ciertamente las y los migrantes huyen de la pobreza extrema, de la violencia generada por el narcotráfico, escapan de maridos y padres violentos o van en busca de familiares que viven en Estados Unidos, el problema es mucho más complejo. No son lo mismo los migrantes que salen de sus países buscando un futuro mexicano, donde miles de sus connacionales viven, que los transmigrantes que cruzan para llegar a Estados Unidos o Canadá, o que quienes de plano buscan refugio en nuestro país huyendo de la violencia fronteriza de las Maras y los Zetas. No son lo mismo las víctimas de traficantes de indocumentados abusivos, que las víctimas de trata de personas (aunque muchas de las que buscan polleros pasan por la explotación de tratantes sexuales en prostíbulos transfronterizos).

Desde fines del siglo XIX los cafetaleros de Chiapas convirtieron a ese estado en el centro laboral para indocumentados guatemaltecos. En 1974 el gobierno mexicano dio cuenta por primera vez de la enorme población salvadoreña que habitaba la capital de México y sólo entonces se creó la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) y la ONU hizo presencia con la ACNUR, para proteger a las y los refugiados que cruzaban la frontera y que vivían en condiciones deplorables en campamentos de miseria en la frontera mexicana. Durante décadas habíamos mirado para otro lado cuando se hablaba de la migración centroamericana, asumiendo que éramos un mero territorio de paso.

Lo cierto es que este problema apenas comienza a mostrar su verdadero rostro. Ya la CEPAL había advertido que la crisis económica de Centroamérica en 2009 tendría serias repercusiones en los años por venir. La disminución de remesas, la baja en inversión extranjera por la crisis económica de los países inversionistas, aunada a la explosión de la delincuencia organizada, particularmente a los cárteles desde Colombia hasta México, prometían flujos de migrantes hacia el norte. Lo que olvidamos, o al menos lo olvidó el Instituto Nacional de Migración, es que el Norte somos nosotros, no solamente Estados Unidos y Canadá.

Durante años los gobiernos de Chiapas, Oaxaca, Puebla, Veracruz y Quintana Roo avalaron la explotación de migrantes y transmigrantes, otorgaron impunidad a las redes de traficantes, tratantes y secuestradores, ahora tomadas por los Zetas y otros cárteles. No hubo autoridad federal que les exigiera cuentas y que escuchara a la CEPAL.

Conocí a un centenar de hombres y mujeres expertos en Derechos Humanos que se han especializado en Trata de personas y trabajan en el INM, su honestidad y compromiso no bastan, el problema les rebasa por la derecha. Está claro que el presidente se equivocó cuando entregó la titularidad de Migración a Cecilia Romero como una concesión a los grupos de derecha, haciendo abstracción total de la importancia estratégica que éste Instituto tendría en el sexenio. Otra vez nos enfrentamos a un problema heredado de décadas de impunidad priista y fortalecido por la debilidad federal del sexenio panista. Estamos frente a una bomba de tiempo capaz de desestabilizar al sureste mexicano. Tras la crisis de Derechos Humanos de migrantes hay un asunto de Seguridad Nacional que no puede soslayarse, y está claro que la colaboración de la Sociedad Civil será determinante en este caso.

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