jueves, julio 29, 2010

Frágil Comarca Lagunera

Miguel Ángel Granados Chapa

Quién sabe cuál es la causa y cuál el efecto. Lo cierto es que la inseguridad en la Comarca Lagunera --región distinguida por la energía social de su gente, digna de suerte mejor— ha crecido durante la gestión de los gobernadores Humberto Moreira e Ismael Hernández Deras, de Coahuila y Durango, las entidades que confluyen en aquella cuenca seca.

La conurbación de Gómez Palacio y Torreón ha concentrado en La Laguna algunas de las peores calamidades del crecimiento desordenado de las ciudades. La violencia criminal es uno de esos factores que no reconocen límites municipales ni estatales. Los matones alojados (que no presos) en el penal de Gómez Palacio cometieron en Torreón las tres matanzas que ahora se les atribuyen. Y es seguro que el crimen organizado perpetre muchos otros delitos sin cuidarse de estar en el territorio de una u otra entidad, toda vez que en ambas pueden disfrutar de impunidad semejante. Los gobiernos de Coahuila y de Durango, similares en muchos aspectos, lo son particularmente en su indolencia o algo más frente a la inseguridad. Se advierte hoy en la Comarca Lagunera, pero esa profunda afectación a los derechos e intereses de las personas ocurre en todo Coahuila y en todo Durango. Moreira y Hernández, pertenecientes a la camada de jóvenes gobernadores dizque representantes de un nuevo PRI, han recogido los peores legados de sus antecesores y han acrecentado sus defectos, validos de dos nuevas situaciones que los privilegian: Sin presidente priísta al que acatar, son gobernantes autónomos que no rinden cuentas a nadie (pues eso significa hacerlo frente a legislaturas controladas y sumisas) y contienden contra un Gobierno de la República al que atribuyen sus propias deficiencias.

La situación de Durango a estas horas resume esas circunstancias. El penal del que entraban y salían los reclusos encargados de matar gente es una cárcel estatal, es decir, regida por el gobierno de Hernández Deras, responsable de la designación de la directora Margarita Rojas, arraigada por ahora y a la que se imputa la organización o la tolerancia del singularmente atroz mecanismo de hospedar a matones a los que por ello mismo se provee de la coartada perfecta: No pueden ser acusados por los crímenes colectivos de enero, mayo y julio en Torreón porque pueden probar mediante registros carcelarios que cumplían en esas fechas sus penas de prisión.

Por ello compete al gobierno estatal establecer con nitidez las líneas de mando de que dependía la directora de la cárcel, que contaba con buena fama pública hasta el domingo, en que se supo de su presunta participación en la atroz permisividad penitenciaria, extrañada de inmediato por reclusos que demandan su exoneración y reinstalación en el cargo. La conducta de los funcionarios que resulten involucrados, por tratarse de delitos del fuero común, no puede ser castigada sino por el Gobierno estatal y puede allí generarse un círculo perverso de incriminación o exculpación, motivada por rivalidades políticas o por los vínculos que los servidores tengan con las bandas que contrataban a los matones de alquiles disponibles en la penitenciaría gomezpalatina.

Ante la denuncia de esa mecánica las bandas reaccionaron con ferocidad aterrante. Levantaron a cuatro periodistas, cuyo paradero se desconocía a la hora de escribir estas líneas y cuya desaparición suscitó la condena unánime del gremio allá y en todas partes. Y luego asesinaron a ocho personas a las que degollaron, y cuyas cabezas fueron dispersas en sendas carreteras, las que comunican a Gómez Palacio con su entorno. Aunque es evidente que se trata de actos de la delincuencia organizada y por lo tanto la persecución de esos delitos concierne a la Procuraduría General de la República, la del estado de Durango ha iniciado las averiguaciones, que por eso no llegarán a ningún rumbo cierto. Así ocurrió con el asesinato de Eliseo Barrón, periodista de Milenio, ultimado también en Gómez Palacio el 26 de mayo de 2009. Presumiblemente sus asesinos fueron detenidos meses después, pero por miembros del Ejército.

Nadie que tenga noticia elemental de lo que ocurre en Durango ignora que en el sexenio que está por terminar la criminalidad cundió en el estado. Por sólo citar momentos y lugares donde se manifestó con mayor crudeza la violencia criminal, cabe recordar la ola de degüellos de mayo y junio de 2008 y el asesinato de 10 muchachos hace apenas cuatro meses, en marzo de este año, en Pueblo Nuevo. Es probable que la inseguridad agobiante haya contado entre los motivos de más de 272 mil duranguenses para votar por la oposición el 4 de julio pasado. Esa cifra es sólo nueve mil votos menor que la obtenida por el candidato ganador, que no lo es en definitiva porque su asunto se decidirá en el tribunal electoral federal.

Con delincuentes llegados de fuera u oriundos de Coahuila, no es allí mejor la situación. El sello de la falta de seguridad en el estado gobernado por Moreira son los secuestros, nunca resueltos quienquiera que sea la víctima. Moreira oculta su ineficacia en la persecución del delito en su radical oposición al Gobierno federal. Pero la lleva tan lejos que se incrimina: Aludió a un compadre del presidente Calderón –que no puede ser otro que el senador Guillermo Anaya—de ser partícipe de un homicidio que causó escándalo en Saltillo –como debió provocarlo, sin que así fuera, el del periodista Valentín Valdés, en enero de este año--. Y es la procuraduría local la que debió investigar ese crimen.

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