viernes, junio 04, 2010

Héroes y huesos, la historia fúnebre

Raúl Trejo Delarbre

La primera gran ceremonia de las Fiestas del Bicentenario tuvo como protagonistas a varias cajas con huesos. Se trata, desde luego, de osamentas ilustres que permanecían en la Columna de la Independencia a salvo de averiguaciones y entremetimientos. Una extravagante decisión las puso a desfilar por Paseo de la Reforma, las mantendrá sujetas a un incierto examen en el Castillo de Chapultepec y luego las llevará para ser contempladas por los mexicanos durante todo un año en Palacio Nacional.

Habrá multitudes para presenciar esa insólita exhibición. Si hay quienes admiran las Momias de Guanajuato, con mayor expectación a difuntos tan distinguidos. Allí estará la mandíbula de Allende, por acá el cráneo del cura Hidalgo, ese parecerá el fémur de La Corregidora, por allá las costillas de Guadalupe Victoria… chicos y grandes se maravillarán ante una exposición de la cual obtendrán lecciones seguramente insólitas, pero muy posiblemente distantes de los propósitos patrios que expresan las autoridades encargadas de esta egregia operación osamental.

Hay algo de provincianismo de caricatura, y muy poco de reivindicación histórica, en este homenaje a los huesos de los héroes patrios. Pero, sobre todo, hay mucho de aberración política, y nada de claridad ni siquiera para aprovechar creativamente la oportunidad que le ofrecía el Bicentenario, en esta decisión del gobierno federal.

Los héroes no son sus huesos. Tener que recordarlo a estas alturas, tendría que resultar innecesario de no ser por la estrafalaria celebración en la que nos han embarcado el presidente Felipe Calderón y quienes le hayan aconsejado en este asunto. Venerar las osamentas es una manera de exaltar a Hidalgo, Allende, Aldama, Morelos y compañeros de viaje, pero una de las peores maneras.

El Bicentenario tendría que ser ocasión para reiterar y refrendar valores nacionales: cohesión en torno a propósitos fundamentales, responsabilidad y solidaridad, una idea actual de soberanía, identidad en la historia y otros rasgos comunes, etcétera. Pero ninguno de esos principios está representado en varias cajas con huesos, por muy venerables que sean sus propietarios originales. A los héroes los queremos recordar vivos, como hombres y mujeres con pasiones y convicciones que tomaron decisiones memorables en circunstancias difíciles. Pero nada de eso ocurrirá cuando nos asomemos a osamentas como las de Mariano Matamoros, Francisco Xavier Mina, Andrés Quintana Roo o Leona Vicario.

El historiador José Manuel Villalpando, uno de los responsables del rescate óseo, considera con demasiada grandilocuencia que a nuestros héroes hay que ponerlos a la vista del público de tal manera que “el ánimo de quien visita se conmueva, que propicie el recuerdo agradecido, pero también la reflexión comprometida, que nos haga recordar sus hazañas y anécdotas —todas formadoras de la patria— pero que también nos motive a cumplir y asumir el compromiso de mantener vivos los ideales por los que ellos lucharon…” Pero los niños, jóvenes y adultos que recorran las salas de Palacio Nacional destinadas a esa exhibición se quedarán con un recuerdo petrificado y fúnebre de la revolución de Independencia.

Lo peor será cuando se conozca el resultado del análisis de los huesos para acomodarlos y determinar características como edad, sexo y estatura de aquellos a quienes pertenecieron. Dígase lo que se diga, habrá márgenes para suponer que no se trata de los restos auténticos de los doce próceres que hasta ahora se suponía en la Columna de la Independencia.

El Bicentenario podría haber sido ocasión para construir, ya que no lo tenemos hoy, un proyecto de nación afianzado en la historia pero con una sólida y compartida visión de futuro. En vez de ello, el gobierno federal permanece atascado en una conmemoración aldeana pero a la que, mirada desde otro punto de vista, también se le puede considerar autoritaria. El historiador Enrique Florescano ha equiparado la exhibición de los huesos que hace el gobierno del presidente Calderón con las prácticas déspotas y centralistas de Porfirio Díaz.

Estamos transitando, ha dicho con oportuna ironía el analista Alfonso Zárate, de la narcopolítica a la necropolítica. La primera es tragedia; la otra, nomás comedia.

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