jueves, abril 29, 2010

El Vaticano y los Legionarios de Cristo

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

para Roberto Aguilar González,

porque es su tema

Ciertos procedimientos, hábitos, costumbres no evolucionan, cambian, o se modifican, permanecen inalterables para asegurar la preservación del poder, aunque éste sea perverso, humille la conciencia y descalifique todo proyecto humano. Me refiero al aserto político y eclesiástico: lo que no sabes, no te hace daño. Así procederán con los resultados sobre las investigaciones en torno a Marcial Maciel y su magna obra terrena: los Legionarios de Cristo.

El proyecto espiritual, evangélico y bíblico de Cristo se pudrió en cuanto Pedro y Pablo se trasladaron a Roma con la idea de sustituir al cesarismo, pero ocurrió a la inversa, fue el cesarismo que los devoró, primero despacio, sin prisa, hasta que Constantino en una noche de lucidez estrictamente humana, intuyó que al hacer del cristianismo una religión de Estado, convertía a Jesús en un sustituto y/o en un doble del emperador. Los poderes terrenales absorbieron simbióticamente al poder espiritual, a efecto de permitir y legitimar a los caudillos por la gracia de Dios, y además fundar el logos, la ratio de la riqueza en el núcleo mismo de la concepción del cristianismo como doctrina de salvación y vida eterna: in God we trust; es decir, sólo se puede confiar en el poder del dinero. Por eso estamos como estamos.

Martin Heidegger en sus Estudios sobre mística medieval apunta con precisión la manera en que discurrieron Constantino y quien haya concebido la logo síntesis del significado del poder del dólar: “Nos gusta que nos amen y nos teman, no por ti, sino en lugar de ti”. Cualquier disquisición a partir de esta certeza es pérdida de tiempo. De esto estaba enterado Albert Camus, quien con esta verdad como sujeto de reflexión inicia la conceptualización y construcción del andamiaje filosófico del absurdo.

Escribe Camus en La caída: “Para ser feliz, no hay que ocuparse mucho de los demás… Lo esencial es que sean inocentes, que sus virtudes, gracias al linaje de su nacimiento, no puedan ponerse en duda, y que sus faltas, nacidas de una desgracia pasajera, sólo sean efímeras. Ya se lo dije, se trata de suspender el juicio. Como es difícil lograrlo, como es delicado al mismo tiempo admirar y exculpar su comportamiento, todos quieren ser ricos. ¿Por qué? ¿Se lo ha preguntado? Por el poder, naturalmente. Pero sobre todo porque la riqueza sustrae al juicio inmediato, lo aparta de los que usan el metro y lo encierra en una carrocería de lujo… La riqueza, amigo mío, no es la exoneración, sino el aplazamiento, siempre bueno tenerlo…”

Al proceder la Santa Sede -en relación a la investigación que sobre Marcial Maciel y sus Legionarios de Cristo debió hacer pública- con la discrecionalidad que le dan cientos de años de negociaciones, acuerdos y concordatos, no exonera a esa congregación ni a su fundador, sino que suspende sobre sus cabezas esa espada de Damocles que significa el aplazamiento en asuntos de perdón eclesiástico y ante una garantía de eternidad que no se concreta; si usamos términos religiosos, diríamos que no quedaron absueltos, y por ello es el silencio en torno a las tropelías carnales por ellos cometidas, y también porque la riqueza económica de esa congregación, garantiza a sus miembros una especie de salvoconducto para disfrutar de los poderes terrenales, exclusivamente de los terrenales.

En ese sentido personajes como Marcial Maciel y toda esa pléyade de Cristeros, cruzados o jefes del Estado Vaticano que hicieron más política que catequesis, son deicidas porque sepultan la fe de los feligreses, destruyen su confianza en la institución eclesiástica, aniquilan las vocaciones.

En una pequeña y bella edición de Muchnik Editores, S. A., tengo el Mysterium iniquitatis escrito por Sergio Quinzio, quien con toda seguridad no conoció a Maciel ni supo de sus tropelías, pero que advierte con toda claridad de las debilidades de la Iglesia: “En la Iglesia, a medida que nos hemos alejado de los orígenes, nadie ha vuelto a hablar de este 'misterio', cuyo recuerdo y significado se han perdido. Darse cuenta de ello significa ser consciente de una trágica contradicción, desde el momento en que Jesucristo prometió, durante la Última Cena, enviar a los apóstoles 'el'; por lo demás, Jesús había dicho: 'nada' (Mt 10,26). ¿Cómo es posible, así pues, que desde hace tantos siglos no sepamos nada más del 'misterio'?”

La Iglesia ha olvidado que la verdad compartida compromete, y que la mentira facilita el deslinde, permite tomar distancia, aunque sobre ella se establezcan complicidades, porque éstas terminan por romperse.

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