miércoles, marzo 10, 2010

El Movimiento Muralista Mexicano

Claudia Ovando

Sin lugar a dudas el Movimiento Muralista es el fenómeno artístico de mayor importancia del arte mexicano del siglo XX. Sus aportes han hecho que su influencia rebase las fronteras de lo nacional.

Si bien en México ha habido pintura mural desde tiempos remotos, el muralismo se inicia en 1921, fecha en que se realizaron las primeras obras, y termina en 1955 cuando perdió fuerza como movimiento artístico articulado. Se trata de un fenómeno complejo, en el que participaron gran cantidad de artistas, entre los que hubo fuertes diferencias estéticas y políticas. También la relación entre artistas y patrocinadores fue motivo de fricciones, lo cual se tradujo en más de una ocasión en censura, llegando hasta la destrucción de las obras, como ocurrió con el mural de Diego Rivera en el Rockefeller Center, en Nueva York.

A grandes rasgos el movimiento muralista puede dividirse en tres etapas, que cronológicamente corresponderían a la década de los años veinte; a la de los treinta y al período que va de 1940 a 1955. No obstante, con posterioridad a esta fecha, la realización de murales continua y aun se incrementa (el año de 1964 registra el mayor número de obras realizadas), pero con otras temáticas y otras técnicas.

Al concluir la fase armada de la Revolución, surgió la inminente necesidad de generar una imagen en torno a la cual pudiera cohesionarse la heterogénea sociedad mexicana.

Retomando la vieja confianza liberal en la educación como motor del progreso, el entonces secretario de Educación, José Vasconcelos, echó a andar un ambicioso proyecto educativo, en el cual el arte desempeñó un papel relevante. Fue así como Vasconcelos ofreció los primeros muros a los pintores mexicanos.

La Escuela Nacional Preparatoria no fue el primer edificio en llenarse de color, pero sí fue el más importante al constituirse en el laboratorio del movimiento. Ahí los artistas experimentaron con técnicas, forma, color, espacio y con nuevas temáticas.

Las definiciones que empezaban a perfilarse en los muros tomaron otras formas de expresión, cuando los muralistas decidieron agruparse gremialmente. A ello siguió la publicación del Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, documento que contiene las propuestas programáticas del movimiento, entre las que destacan la exaltación del arte público y el rescate de la tradición indígena y popular.

El primer encargo lo recibió Diego Rivera, a quien asignaron los muros del Anfiteatro Bolívar. Con el tema de La creación, realizó una obra a la encáustica, en la que la influencia europea apenas deja ver los tímidos intentos de encontrar formas expresivas enraizadas en nuestra realidad.

Entretanto, los más jóvenes se lanzaron por nuevos derroteros en espacios abiertos a la mirada de los estudiantes preparatorianos, que expresaban la reprobación de amplios sectores y con frecuencia los hostilizaban. La necesidad de generar una imagen que nos fuera propia, ajena a la proverbial importación de modelos europeos, llevó a los muralistas a dar distintas respuestas en relación con las temáticas.

Fermín Revueltas y Fernando Leal optaron por representar fiestas populares en Alegoría de la Virgen de Guadalupe y la Fiesta del Señor de Chalma. Otros decidieron abrevar en la historia nacional como fuente de inspiración y como fuente de identidad. Así Ramón Alva de la Canal pintó el arribo de los españoles a nuestras costas, en El Desembarco de la Cruz, y el pintor Jean Charlot criticó la Conquista en un afortunado mural titulado Masacre en el Templo Mayor.

En contraste, José Clemente Orozco representó una versión dignificada del mestizaje en Cortés y la Malinche. Dando un salto en el tiempo, pintó la Revolución poniendo al descubierto sus aspectos más trágicos, en obras de enorme fuerza dramática como La Trinchera o La Despedida. Por su parte, David Alfaro Siqueiros realizó varios ensayos, no del todo logrados, en los cuales, sin embargo, se observa ya su preocupación por transformar el espacio pictórico, como en su obra inconclusa El Entierro del Obrero Muerto.

En los años siguientes, los que hasta ese momento habían sido ensayos, habrían de alcanzar su plena expresión en obras como las de la Secretaría de Educación Pública, la ex- hacienda de Chapingo y el Palacio Nacional (su último tablero fue realizado en 1951), todas ellas de Diego Rivera. Estos murales sentaron un precedente estilístico y temático, que se convirtió en un marco de referencia permanente dentro de la plástica mexicana.

La década de los treinta trajo consigo una serie de cambios que habrían de marcar transformaciones en el desarrollo del movimiento muralista. La tónica del momento era la del radicalismo político, surgido como respuesta a condiciones internacionales: la amenaza que significaba el ascenso del fascismo en Europa y, nacionales, la necesidad de defender la reforma agraria, la expropiación petrolera y la llamada educación socialista.

Mientras en México los muralistas todavía eran blanco de críticas, en el extranjero, sobre todo en los Estados Unidos, empezaron a recibir importantes encargos. El reconocimiento internacional contribuyó a que se abrieran nuevas oportunidades, esta vez en edificios de carácter popular, como mercados y sindicatos.

El muralismo se convirtió en un foro de lucha contra el fascismo. De ello dan cuenta las obras realizadas en el Centro Escolar Revolución, el Mercado Abelardo Rodríguez, donde destacan las obras del pintor norteamericano Pablo O'Higgins y los Talleres Gráficos de la Nación, entre otros. Pero quizá sean dos las obras más importantes del momento. La primera es una obra de conjunto realizada por José Clemente Orozco en el Hospicio Cabañas (Guadalajara). Tomando la Conquista como tema, el pintor subraya la violencia de la guerra. Imágenes de tonos oscuros se funden con la arquitectura, conduciendo la mirada del espectador a la cúspide: El hombre en llamas. En el Hospicio Cabañas las posibilidades de la pintura mural, en términos de integración a la arquitectura, y de fuerza expresiva, parecen haber alcanzado uno de sus puntos culminantes.

La segunda obra es la realizada por Siqueiros en el Sindicato Mexicano de Electricistas. En un reducido cubo de escalera, el pintor parece haber encontrado respuesta a sus búsquedas en torno a la transformación del espacio pictórico y las posibilidades expresivas de materiales de origen industrial.

Siqueiros resolvió admirablemente el mural tomando en cuenta al espectador en movimiento, envolviéndolo en una atmósfera en la que los recursos formales se ponen al servicio de la eficacia del mensaje: la condena al fascismo.

La última etapa del movimiento muralista, se encuentra estrechamente ligada a las transformaciones ocurridas en el país, con motivo de la industrialización impulsada por la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial. La ciudad se expandió en todas direcciones, dejando atrás sus antiguos límites.

Hoteles, bancos y edificios de oficinas esperaban para ser decorados. Como nunca antes se hicieron encargos murales, no sólo por parte del gobierno, sino también por parte de los empresarios deseosos de prestigio.

La fisonomía de la ciudad, en efecto, cambiaba a toda velocidad al igual que la vida cotidiana con el auge de la radio y el cine. La oleada transformadora también llegó al ámbito artístico. Nuevas corrientes se abrían espacio, como refleja el hecho de que pintores como Rufino Tamayo,ajenos a la tradición narrativa del muralismo, recibieran encargos.

Haciendo a un lado la referencia precisa a la realidad, Tamayo pintó dos obras en el Palacio de Bellas Artes: El Nacimiento de Nuestra Nacionalidad y México Hoy. Algunos muralistas, mucho antes de que esto ocurriera y conscientes de la necesidad de nuevas formas expresivas, quisieron ponerse al día proponiendo el muralismo en exteriores, lo que inevitablemente los condujo a explorar de nueva cuenta el terreno de la integración plástica.

El impulso constructivo llegó a todos los ámbitos y las obras públicas se multiplicaron, recibiendo el toque consagratorio por parte de los artistas. Entre muchas otras, se encuentra la realizada por Orozco en el teatro al aire libre de la Escuela Nacional de Maestros. En ella no sólo utilizó nuevos materiales, como el silicato de etilo, sino que abandonó su lenguaje plástico habitual para representar, con formas geometrizantes, una Alegoría de la nacionalidad.

Otro ejemplo de obra pública para la que se encargaron murales, se encuentra en los grandes conjuntos habitacionales como el Multifamiliar Juárez. Ahí, Carlos Mérida, organizó con gran sentido poético una serie de figuras geométricas que fluyen como notas musicales regidas por el ritmo, la pausa y la cadencia. Sin embargo, el proyecto de mayor relevancia fue la Ciudad Universitaria, que pretendió una integración plástica en la que pintura, escultura y arquitectura se fusionaran con el paisaje en una gran síntesis estética. Fueron varios los pintores que participaron: Juan O'Gorman, José Chávez Morado, Francisco Eppens, Diego Rivera, David A. Siqueiros, además de un equipo de arquitectos. El conjunto, organizado a partir de anchurosas explanadas que recuerdan a las precolombinas, logra una gran armonía. No obstante, vistas en detalle, muchas de las obras murales acusan ya el agotamiento a que había llegado el movimiento.

BIBLIOGRAFIA

Acevedo, Esther. et.alt. Guía de murales del centro histórico de la ciudad de México. México. UIA-CONAFE. 1984.

Rodríguez, Antonio. El Hombre en Llamas; historia de la pintura mural en México. Alemania. Thames & Hudson. 1970.

Tibol, Raquel. Historia general del arte mexicano. Epoca moderna y contemporánea. México. Hermes. 1975. T. I y II.

Suárez, Orlando. Inventario del muralismo mexicano. México. UNAM.1972.

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