miércoles, septiembre 23, 2009

El político

Ramón Alfonso Sallard

Conocí hace años a un personaje que desde la adolescencia tomó la decisión de dedicarse a la política. Eran los tiempos del régimen de partido de estado, al que pronto se sumó para tratar de cambiar las cosas desde dentro. Poco a poco fue ascendiendo en la estructura de poder. Alcanzó grandes alturas. Incluso, por algún tiempo despachó en Los Pinos, muy cerca del presidente en turno. Para llegar ahí, sin embargo, tuvo que asumir a la lógica de la eficiencia y de la eficacia. En aras de la eficiencia sacrificó muchas cosas personales y familiares. Por ser eficaz dejó de lado los escrúpulos.

Su libro de cabecera siempre fue El Político, de Azorín. Con frecuencia citaba el capítulo XII, referente a las contradicciones, para argumentar que éstas no son señal de falsedad, ni lo contrario de verdad, pues todo cambia en la vida. Aún más: nada hay más contradictorio que la vida.

El autor español apuntó en su obra: “No pasa día sin que traiga una rectificación a nuestros juicios. Sólo los insensibles permanecen iguales (...) No reprochemos a nadie ni sus contradicciones ni sus inconsecuencias. No nos atemoricemos cuando se nos reprocha a nosotros. Obremos en cada momento según lo que estimemos oportuno, benéfico y justo”. El personaje, a su vez, lo citaba cada vez que alguien le señalaba una inconsistencia o discordancia con algún juicio anterior.

En su libro, Azorín cita a don Antonio Maura, un “eminente hombre de Estado” que existió en su tiempo: "Las contradicciones, cuando son desvergonzadas mudanzas de significación por interés, por ambición, por una sordidez cualquiera, son tan infamantes como los motivos del cambio; pero yo os digo que si alguna vez oyese la voz de mi deber en contra de lo que hubiera con más calor toda mi vida sustentando, me consideraría indigno de vuestra estimación, y en mi conciencia me tendría por prevaricador, si no pisoteaba mis palabras anteriores y ajustaba mis actos a mis deberes”. Y el personaje se defendía repitiendo este guión.

El personaje en cuestión repetía que desde la Grecia clásica hasta el Renacimiento, desde el lejano Oriente hasta Occidente, desde las grandes revoluciones estadounidense y francesa hasta nuestros días, la constante del arte político ha sido la traición, el ocultamiento, la mentira. Y así justificaba sus actos.

Según su credo, un político dotado del mínimo de realismo, nunca dice todo lo que cree. No sólo es cuestión de sobrevivencia --medida defensiva--, sino también de avance, es decir, de ataque. Entre los mentirosos hay niveles y límites. No es lo mismo mentir descaradamente que decir verdades a medias. O callar.

Aunque la mentira por omisión es mentira al fin, existen múltiples justificaciones para ella. No sucede lo mismo cuando un político es pillado mintiendo desvergonzadamente. Por eso, suelen seguir al pie de la letra una serie de aforismos sobre el tema, como el siguiente: “Los políticos son prisioneros de lo que dicen y libres de lo que callan”. El que incumple los preceptos básicos del arte de mentir, irremediablemente carga con el desprestigio a cuestas y con su eventual marginación del juego del poder.

Maquiavelo, en su obra cumbre, no deja lugar a dudas: “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra”. Tratándose de grandes cuestiones, los que actuaron con lealtad “siempre llegaron a un triste fin”, relata el florentino. Por ello concluye que si un hombre quiere ser perfectamente honesto entre deshonestos, morirá tarde o temprano.

El personaje en cuestión decidió, por eso, ser perfectamente deshonesto. Aún más: asumió la máxima del cacique potosino Gonzalo N. Santos: “La moral es un árbol que da moras”. Por eso sobrevive, dice él. Desde 2003 se afilió al PAN.

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