martes, julio 21, 2009

Autoritarismo consensual

Ramón Alfonso Sallard

Años después de haber dejado el poder, José López Portillo declaró a Proceso que él había sido el último presidente de la Revolución. En efecto, lo fue.

El sistema político mexicano se sustentó durante muchos años en lo que Porfirio Muñoz Ledo definió como un “autoritarismo consensual”, Octavio Paz lo entendió como “el ogro filantrópico” y Mario Vargas Llosa simplemente lo calificó como “la dictadura perfecta”.

Pero sea cual fuere la definición, funcionaba. Hasta que dejó de hacerlo. En la década de los 60 se hablaba del desarrollo estabilizador. Existía crecimiento económico, pero no libertades ciudadanas. Aunque ya se habían registrado grandes convulsiones sociales por la huelga ferrocarrilera, el movimiento magisterial y el de los médicos, el punto de quiebre fue la matanza estudiantil de 1968. Fue tan brutal Gustavo Díaz Ordaz que en el siguiente sexenio Fernando Benítez llegó a decir: “Echeverría o el fascismo”.

Durante el sexenio 70-76, con Muñoz Ledo como secretario del Trabajo, se alcanzó el más alto poder adquisitivo del salario en la historia del país. Pero el déficit de libertades había llevado a miles de jóvenes idealistas a la guerrilla. López Portillo lo entendió y Jesús Reyes Heroles operó la primera reforma electoral que sacó de la clandestinidad a una parte de la izquierda.

La expropiación de tierras con Echeverría y la nacionalización de la banca con López Portillo, así como las devaluaciones y el endeudamiento externo durante ambos sexenios, alejó al sector empresarial del gobierno y lo acercó al PAN. La crisis económica de 1982 hizo que la derecha ganara varios ayuntamientos con el discurso de la opción ciudadana frente al Estado autoritario y totalizador. “Papá gobierno” o “el PRI-gobierno”, decían con sorna los panistas.

El ascenso de Miguel de la Madrid a la Presidencia de la República propició un giro total a la política económica del régimen. Con él llegó el mal llamado neoliberalismo al gobierno. La Revolución Mexicana se sumó a la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Se proscribió el estatismo y hasta la economía mixta, presente siempre en los discursos oficiales de la época. Empezó entonces la privatización de empresas públicas.

Con este cambio se rompieron los equilibrios del régimen, pues los grandes sindicatos y organizaciones sociales, cuyos miembros estaban obligados a pertenecer al PRI, empezaron a perder fuerza. A los nuevos patrones no les importaba el empleo ni, mucho menos, conservar las onerosas prestaciones que tenían las antiguas paraestatales. En ese momento la férrea estructura de control corporativa empezó a resquebrajarse, casi a la misma velocidad que los enriquecidos y timoratos dirigentes perdían el apoyo de sus bases al aceptar la disminución de beneficios y prebendas.

Los tecnócratas que coparon la mayoría de los altos cargos en el gobierno delamadridista, formados académicamente en el extranjero, exhibieron una total insensibilidad política. Ellos querían “modernizar” al sistema mexicano y terminaron por derruir los pilares en que éste se sustentaba.

El abandono del nacionalismo revolucionario llevó a la fractura del PRI en 1988. La exigencia de democracia interna en la definición del candidato presidencial de ese partido y de rectificación de las políticas económicas del gobierno, fueron el principio del fin.

Lo curioso es que el sepulturero del antiguo régimen, Carlos Salinas de Gortari, es hoy aceptado por todos los factores de poder como el médico que logró revivir al enfermo y desaparecer el cáncer terminal que lo aquejaba. Su oferta no es otra que volver al pasado. Así de mal han gobernado los panistas. Sigo con el tema mañana.

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