sábado, abril 04, 2009

Aliados ¿para qué?

OLGA PELLICER

El cambio en la política del gobierno de Barack Obama hacia México ha sido tan rápido que ha producido desconcierto y puesto en jaque la capacidad para evaluar sus costos y beneficios. Hace pocas semanas reinaba el escepticismo ante el futuro de la relación bilateral. La impresión dominante era que México ocupaba un lugar secundario en los intereses de Estados Unidos.

Hoy, todo es distinto. La visita de Hillary Clinton en días pasados, a la que seguirá la de la secretaria de Seguridad Interna, la del procurador y la del mismísimo presidente Obama, nos habla de una nueva realidad. México ha pasado a ocupar un lugar de prioridad en las preocupaciones de la administración del vecino país.

El motivo del cambio no es trivial. Se trata de la seguridad interna de Estados Unidos que comienza a verse amenazada, en el corazón mismo de sus ciudades, por las actividades violentas encabezadas por los cárteles mexicanos de la droga. Según declaraciones del subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Thomas A. Shannon, se han resentido sus actividades en al menos 230 ciudades de aquel país.
Desde hace tiempo, los medios de comunicación de Estados Unidos vienen trasmitiendo los horrores de la violencia en México. Son numerosas las publicaciones que han ilustrado sus páginas con decapitados, mujeres violadas, grupos ejecutados, armas decomisadas y fuerzas del orden que no pueden controlarlo. El tema subió de tono hasta llegar a elucubraciones, a todas luces descabelladas, sobre la posibilidad de un Estado fallido en la frontera misma de Estados Unidos. La preocupación llegó hasta la Casa Blanca y a las audiencias de diversos comités del Congreso estadunidense donde representantes de agencias militares y de seguridad expresaron su opinión sobre la situación en México y sus implicaciones más allá de la frontera norte.
Esa situación hizo que el presidente Felipe Calderón reaccionara con irritación y, sin mayor evidencia, hablara de campañas orquestadas contra México y de corrupción en la administración pública de Estados Unidos. El gobierno de Obama elaboró rápidamente una respuesta. El martes 24, un día antes de la venida a México de la secretaria de Estado Hillary Clinton, habló ante las cámaras de televisión para anunciar la puesta en marcha de un programa de inteligencia, monitoreo, envío de equipos a la frontera y cooperación con México. Su propósito, dijo, es “proteger a las comunidades fronterizas en Estados Unidos, evitar la expansión de la violencia y ayudar al gobierno mexicano a enfrentar una situación que representa un gran reto”.
Partiendo de tales antecedentes, la visita de la secretaria Clinton a México fue un éxito diplomático. Ella hizo suyas las demandas centrales provenientes de Los Pinos y la cancillería mexicana al reconocer la corresponsabilidad de Estados Unidos en el problema del narcotráfico, tanto por su incapacidad para combatir la demanda como por la poca atención prestada al problema que genera el contrabando de armas hacia México.
Clinton prometió que se llevarán a cabo acciones para combatir esos males y brindó todo el apoyo a la “valiente” lucha contra los cárteles que encabeza el presidente Calderón. Tranquilizó así el ambiente de reclamos y temores sustituyéndolo por uno de cooperación, una de cuyas manifestaciones será la instalación de una oficina binacional (se desconoce aún dónde se instalará y cuál será su mandato) para el combate al crimen organizado.
Se inició así, al menos en el discurso, una etapa nueva en la acción conjunta México-Estados Unidos, muy deseable en la medida que contribuya a poner un alto a la violencia del crimen organizado, pero llena de interrogantes sobre posibilidades y limitaciones que presenta. ¿Se podrá ganar ahora la guerra contra el narco? ¿Define esta cooperación las líneas centrales de la relación entre los dos países?
Librar una guerra conjunta no quiere decir ganarla. Analistas y políticos de renombre vienen reclamando una revisión a fondo de las estrategias de lucha contra el narco que, hasta ahora, no ha tenido éxito. Se trata de incorporar, entre otros temas, el de la legalización de algunas drogas, el menor énfasis en la represión y mayor acento en la educación y la salud. ¿Veremos esa revisión de estrategias?
El segundo problema es que, al menos hasta ahora, la cooperación se ha centrado en el eje de la seguridad. Sin embargo, la relación México-Estados Unidos va mucho más allá de las luchas contra el narcotráfico. Como se ha repetido hasta la saciedad, pocos países tienen el futuro de su economía tan vinculado a Estados Unidos como México. Por ello, cabe la reflexión de que es difícil ganar la batalla al crimen organizado mientras no mejoren las condiciones económicas y sociales que son su caldo de cultivo. Se puede detener a los líderes, pero no se puede detener la complicidad que tienen en sectores sociales que, en ocasiones, encuentran en actividades ilícitas la única posibilidad de sobrevivencia.
Visto así, el tema central de las relaciones bilaterales es saber cómo se inserta aquél en el gran proyecto de recuperación y transformación económica que encabeza Obama. La pregunta es qué papel puede desempeñar México en el esfuerzo por recuperar el crecimiento y hacer más igualitaria la distribución de sus beneficios, no sólo al interior de Estados Unidos, sino en toda la región de América del Norte.
Cuando México y Estados Unidos trabajen sobre un programa de cooperación para que ambos sean más competitivos, crezcan y proporcionen empleo, se estarán construyendo las bases de una seguridad de largo plazo. De otra manera, la nueva alianza será, en realidad, la manera de detener la violencia mexicana al interior de nuestras propias fronteras.

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