Javier Sicilia
Este año se celebrarán elecciones en una buena parte del país. Para todos -después de los grandes debates de los años sesenta, en los que la democracia fue la puta de los lenguajes políticos que la usaron con todo tipo de adjetivos: liberal, socialista, popular, del mundo libre, librecambista, etcétera-, la democracia se ha reducido a la representatividad. Decir "poder del pueblo" -es lo que la palabra significa- se ha vuelto, en la mente de todos, sinónimo de partidos, elecciones y representatividad.
La reducción -me parece- viene de una lectura errónea de Rousseau. El desmedido valor que le atribuimos a esta forma de la democracia se basa en el razonamiento rusoniano sobre la voluntad general. Sin embargo, y a diferencia de lo que la democracia representativa nos ha hecho creer, la voluntad general es importante no porque es la voluntad de las mayorías, sino porque, en la medida en que es expresión de la ley -en lo que ella guarda de justo y razonable-, tiene más posibilidad de ser justa que cualquier voluntad particular. Por ello, una verdadera voluntad general, señala Rousseau, necesita reunir ciertas características. La más importante es que sea el resultado de un gran número de voluntades realmente independientes, es decir, que esas voluntades tengan la capacidad de juzgar por sí mismas y no según consignas en las que sólo actúa el mecanismo de las pasiones y de los intereses particulares.
Los partidos, por desgracia, no expresan la voluntad general, sino la voluntad de las particularidades partidistas. No importa que los jefes de partido representen a miles. El partido es una opinión particular que, como tal, está sujeta al error y a la injusticia, y que para expresar la voluntad general no usa la ley, sino la consigna, la propaganda, la coacción, la prebenda, el show. Los partidos no son la expresión de voluntades independientes, sino de formas dictatoriales que se disfrazan de libertad y representatividad. De ahí que cada vez que sube un partido al poder termine por servir sólo a sus intereses particulares en detrimento de la ley y la justicia.
Porque no es posible elegir un ideal democrático que se basa en los postulados de Rousseau y rechazar al mismo tiempo las condiciones sin cuyo concurso esos razonamientos se traicionan, en la era mexicana de la democracia las injusticias y la humillación de la ley campean tanto como en la era en que el régimen de un partido único señoreaba al país.
Las elecciones que nos aguardan no serán, por lo tanto, ni la expresión de la voluntad general -reducida a mayorías determinadas por la propaganda, las consignas y la manipulación- ni el poder del pueblo expresándose a sí mismo, sino el choque de voluntades particulares que nos señorearán según el número de ciudadanos que logren sumar a su interés particular; una forma perversa de las dictaduras que, a través del show mediático, nos hace creer que somos democráticos.
La verdadera democracia -así, sin adjetivos, como quería Enrique Krauze- no es el voto y las elecciones libres, aunque -hay que matizar- éstos puedan -con dosis críticas y ejerciendo un lúcido y fatigante control que limite los intereses de los partidos- apoyarla; no es tampoco el libre mercado, al que los gobiernos sirven, ni un sistema -quizá por eso el propio Rousseau la buscó en el pasado, en las sociedades primitivas, donde el tamaño de un pueblo permitía el nosotros democrático-; mucho menos un aparato que pretende representar el poder de la gente. Es, por el contrario, y como señalaba Douglas Lummis, un proyecto histórico que la gente, más allá y más acá de los partidos, ejerce luchando por él; una atmósfera común que repentina y milagrosamente aparece en la vida pública del común de la gente. De ahí que entre todos los conceptos políticos, la democracia -lo muestran los partidos y las elecciones a las que buena parte del país está convocada- sea el más corrompible de todos y, en consecuencia, el que más fácilmente se transforma en su contrario.
En el fondo, la democracia es la aventura de seres humanos que, de cara a la justicia y lo razonable, van moldeando, con su conversación, con su común y sus manos, las condiciones de su libertad. Paradójicamente -como lo ha demostrado el zapatismo-, esa aventura sólo es posible con la renuncia al poder. Aunque la democracia es "el poder del pueblo", el poder que los partidos le roban no es la acumulación de esa voluntad general, sino una negación de esa voluntad que se traduce en los intereses del partido. Ese tipo de democracia paraliza el poder del pueblo. Bajo la sombra de ese poder robado, la política deja de ser lo que debe ser: la libertad de la voluntad general, para convertirse en su contrario, la administración de la gente por el poder de los intereses particulares de los partidos.
La verdadera democracia sólo surge ahí donde la voluntad general tiende a reducir, para todos, la acumulación del poder. "Limitar el poder político -escribía Jean Robert- es permitir que los seres humanos podamos asociarnos libremente y practicar la virtud de la confianza mutua"; es reconocer que todo el nosotros democrático se arraiga en un lugar concreto, a escala de lo humano y entre personas que habitan un común y no una abstracción llamada partido y Estado.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Este año se celebrarán elecciones en una buena parte del país. Para todos -después de los grandes debates de los años sesenta, en los que la democracia fue la puta de los lenguajes políticos que la usaron con todo tipo de adjetivos: liberal, socialista, popular, del mundo libre, librecambista, etcétera-, la democracia se ha reducido a la representatividad. Decir "poder del pueblo" -es lo que la palabra significa- se ha vuelto, en la mente de todos, sinónimo de partidos, elecciones y representatividad.
La reducción -me parece- viene de una lectura errónea de Rousseau. El desmedido valor que le atribuimos a esta forma de la democracia se basa en el razonamiento rusoniano sobre la voluntad general. Sin embargo, y a diferencia de lo que la democracia representativa nos ha hecho creer, la voluntad general es importante no porque es la voluntad de las mayorías, sino porque, en la medida en que es expresión de la ley -en lo que ella guarda de justo y razonable-, tiene más posibilidad de ser justa que cualquier voluntad particular. Por ello, una verdadera voluntad general, señala Rousseau, necesita reunir ciertas características. La más importante es que sea el resultado de un gran número de voluntades realmente independientes, es decir, que esas voluntades tengan la capacidad de juzgar por sí mismas y no según consignas en las que sólo actúa el mecanismo de las pasiones y de los intereses particulares.
Los partidos, por desgracia, no expresan la voluntad general, sino la voluntad de las particularidades partidistas. No importa que los jefes de partido representen a miles. El partido es una opinión particular que, como tal, está sujeta al error y a la injusticia, y que para expresar la voluntad general no usa la ley, sino la consigna, la propaganda, la coacción, la prebenda, el show. Los partidos no son la expresión de voluntades independientes, sino de formas dictatoriales que se disfrazan de libertad y representatividad. De ahí que cada vez que sube un partido al poder termine por servir sólo a sus intereses particulares en detrimento de la ley y la justicia.
Porque no es posible elegir un ideal democrático que se basa en los postulados de Rousseau y rechazar al mismo tiempo las condiciones sin cuyo concurso esos razonamientos se traicionan, en la era mexicana de la democracia las injusticias y la humillación de la ley campean tanto como en la era en que el régimen de un partido único señoreaba al país.
Las elecciones que nos aguardan no serán, por lo tanto, ni la expresión de la voluntad general -reducida a mayorías determinadas por la propaganda, las consignas y la manipulación- ni el poder del pueblo expresándose a sí mismo, sino el choque de voluntades particulares que nos señorearán según el número de ciudadanos que logren sumar a su interés particular; una forma perversa de las dictaduras que, a través del show mediático, nos hace creer que somos democráticos.
La verdadera democracia -así, sin adjetivos, como quería Enrique Krauze- no es el voto y las elecciones libres, aunque -hay que matizar- éstos puedan -con dosis críticas y ejerciendo un lúcido y fatigante control que limite los intereses de los partidos- apoyarla; no es tampoco el libre mercado, al que los gobiernos sirven, ni un sistema -quizá por eso el propio Rousseau la buscó en el pasado, en las sociedades primitivas, donde el tamaño de un pueblo permitía el nosotros democrático-; mucho menos un aparato que pretende representar el poder de la gente. Es, por el contrario, y como señalaba Douglas Lummis, un proyecto histórico que la gente, más allá y más acá de los partidos, ejerce luchando por él; una atmósfera común que repentina y milagrosamente aparece en la vida pública del común de la gente. De ahí que entre todos los conceptos políticos, la democracia -lo muestran los partidos y las elecciones a las que buena parte del país está convocada- sea el más corrompible de todos y, en consecuencia, el que más fácilmente se transforma en su contrario.
En el fondo, la democracia es la aventura de seres humanos que, de cara a la justicia y lo razonable, van moldeando, con su conversación, con su común y sus manos, las condiciones de su libertad. Paradójicamente -como lo ha demostrado el zapatismo-, esa aventura sólo es posible con la renuncia al poder. Aunque la democracia es "el poder del pueblo", el poder que los partidos le roban no es la acumulación de esa voluntad general, sino una negación de esa voluntad que se traduce en los intereses del partido. Ese tipo de democracia paraliza el poder del pueblo. Bajo la sombra de ese poder robado, la política deja de ser lo que debe ser: la libertad de la voluntad general, para convertirse en su contrario, la administración de la gente por el poder de los intereses particulares de los partidos.
La verdadera democracia sólo surge ahí donde la voluntad general tiende a reducir, para todos, la acumulación del poder. "Limitar el poder político -escribía Jean Robert- es permitir que los seres humanos podamos asociarnos libremente y practicar la virtud de la confianza mutua"; es reconocer que todo el nosotros democrático se arraiga en un lugar concreto, a escala de lo humano y entre personas que habitan un común y no una abstracción llamada partido y Estado.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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