José Galiano
Es necesario y urgente, concebir un régimen de convivencia humana que, en el ámbito económico y social, constituya una alternativa al capitalismo, que sea viable en su aplicación práctica, eficaz en su proyecto de vida y justo en sus fundamentos éticos. Es necesario y urgente porque el orden capitalista en que estamos atrapados no es sólo un atropello inicuo a las 2/3 partes de la población del mundo, sino una fuente constante de destrucción de la atmósfera, de extinción progresiva de las diversas especies de vida animal y vegetal, de agotamiento de los recursos no renovables, y de confrontación, corrupción y sufrimiento de la vida humana.
Porque son hechos de la historia y de la realidad contemporánea que el sistema económico social en que hemos vivido durante los últimos cuatro siglos es absolutamente incapaz, no sólo de construir un mundo justo -en que la vida consista en un episodio posible y grato para todos- sino además, absolutamente incompatible con la sobrevivencia de un a población que se aproximará a los 10.000 millones a fines de la próxima década y que puede alcanzar los 50.000 millones a comienzos del próximo siglo.
El sistema capitalista bajo el cual convivimos, ni siquiera fue concebido para administrar los bienes y servicios del mundo de hoy. No lo fue, porque los ideólogos que lo concibieron y lo justificaron, nunca tuvieron en su mente una realidad como la actual.
En cuanto a la magnitud de la población, sólo advirtieron, alegremente, que Malthus se había equivocado al presumir que los productos alimenticios del planeta se incrementarían en proporción aritmética, mientras la población crecería en progresión geométrica. Pero no descartaron el presagio de Malthus, porque adivinaran que los alimentos podrían multiplicarse casi indefinidamente; sino porque concebían la economía para un “mundo civilizado” y no “primitivo”, que apenas se conocía y que vivía en estado de naturaleza; como vivían y siguen viviendo las demás especies del reino animal. Porque entendían la economía como una realidad basada en el intercambio de los proveedores de bienes y servicios, movidos simplemente por sus decisiones de voluntad en razón de sus propios intereses; porque los no proveedores de bienes nada tenían que intercambiar como no fuera su trabajo; y porque este trabajo, en sus formas más numerosas y por lo mismo más humildes, competían con el trabajo de los esclavos; que para ellos no eran personas sino cosas y cuyo costo de mantención nunca aumentaría. Porque además, contaban con las guerras como fenómeno inextinguible; cuyos efectos, dolorosos pero inevitables, se encargarían de frenar “espontáneamente” el incremento excesivo de la población, colaborando en ello con las enfermedades infecciosas endémicas y epidémicas; que jamás sospecharon que podrían prevenirse ni curarse.
En cuanto a los avances de la ciencia y la tecnología; ni a los intelectuales de la Ilustración, ni a sus precursores ni a sus seguidores -en el aprovechamiento de las bondades del mercado- se les pasó siquiera por la mente, que los instrumentos para comunicarse llegaran a ser instantáneos, sin importar la distancia a que se encontraran los interlocutores; que los medios de transportes superarían la velocidad del sonido y en el campo interestelar se aproximarían audazmente a la velocidad de la luz. Tampoco se imaginaron que el trabajo manual pudiera transformarse, casi en su totalidad, en una manipulación de botones, teclas, ondas radiales y conexiones; y que, en consecuencia, el obrero semianalfabeto fuera masivamente sustituido por técnicos e intelectuales de las ciencias físicas, químicas, biológicas y matemáticas. Menos aún pudieron suponer, que estos avances -que hacen de la vida una aventura casi prodigiosa y que pueden hacerla más grata y confortable- estarían diariamente a la vista y observación de todos los habitantes de la tierra; y que; en consecuencia, las necesidades desconocidas y en silencio de los pueblos se transformarían en demanda potencial por bienes y servicios de 6.000 millones de personas; y que de ellos, 2.000 millones, aspirando legítimamente a su acceso, no podrían siquiera visualizar la posibilidad de adquirir esos bienes ni de utilizar esos servicios, que se les exhibe tentadoramente todos los días. Nada de esto pudo ser soñado por los mentores del capitalismo de los siglos XVII, XVIII o XIX, no obstante, los economistas del siglo XX -que han sido testigos de una realidad incompatible con el capitalismo clásico y que pudo ser viable y eficaz para un 10% de la población del mundo de aquellas épocas- han perseverado con afanosa tozudez en su preservación.
¿Quién podría sorprenderse, entonces, que bajo este régimen, 1.500 millones de personas -es decir uno de cada cuatro habitantes- viva en extrema pobreza y que 15 millones de personas -1 de cada 400 habitantes- muera de hambre cada año?
Pero esas cifras estremecedoras no son tampoco la única consecuencia de la falta de idoneidad del neo liberalismo, porque frente a ella están los guarismos que revelan el derroche en armas, en lujo, en juego y en vicios, incluida la drogadicción, cuyos consumidores pertenecen en un 80% al mundo desarrollado. Y esas cifras podrían también confrontarse con las utilidades netas de las grandes empresas multinacionales; o con la babélica escala de las rentas del trabajo, donde uno de los trabajadores intelectuales más ricos del mundo gana en un año, lo mismo que un obrero manual de un país pobre ganaría en 2.200 años.
Tampoco es posible ignorar, que bajo el ordenamiento económico que rige aún en el mundo de hoy -en este siglo XXI, que encuentra saturada la industria de objetos destinados a reemplazar el trabajo humano y a multiplicar su rendimiento y su eficacia a cifras astronómicas- los efectos prácticos de la tecnología, no se traducen en que todos trabajemos menos para producir las mismas cosas, sino en que menos personas trabajen lo mismo, o más de lo que trabajaban antes; mientras un cuarto de la masa laboral del mundo permanece desempleada. Esto significa que la plusvalía generada por el trabajo humano -según la descripción de Marx- se la sigue apropiando indebidamente el dueño del capital. Pero esa plusvalía, que es ahora mayor que antes del automatismo, se la sustrae a un número menor de trabajadores. Dicho de una manera más cruda pero más exacta: a uno de cada cuatro trabajadores, ya ni siquiera se le puede sustraer la plusvalía de su trabajo, porque no tiene trabajo, ni ingresos, a menos que pertenezca a un país desarrollado y el Estado lo subsidie mientras permanece desempleado.
Pero no podría dar por concluida esta ominosa realidad, sin recordar el hecho más elemental, histórico e identificatorio de la filosofía capitalista. Este rasgo peculiar del liberalismo económico de todos los tiempos, descrito crudamente por el propio Adam Smith, consiste nada menos que en su trágica e inevitable secuencia crítica. En efecto, bajo el impulso de las leyes del mercado, los ciclos de prosperidad promovidos por el aumento de las utilidades de las empresas o por nuevas inversiones, generan también nuevos puestos de trabajo y en alguna medida, incremento de los sueldos y salarios; todo ello se traduce en mayor demanda de bienes y servicios -¿pero hasta cuando?-. Sólo hasta que el aumento de los precios -desatado por el incremento de la demanda- provoque los primeros signos inflacionarios y el consiguiente desorden financiero. A partir de ese momento; el aumento de los precios provocará la disminución de la demanda; las empresas reducirán su producción o retirarán parte de sus inversiones; ello aumenta el desempleo y se configura la crisis alternativa a la inflación, es decir la crisis de la recesión. Hasta el siglo XXI, los ciclos críticos entre inflación y desempleo se repetían aproximadamente cada 15 años, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la velocidad que empiezan a adquirir los medios de comunicación y de transporte, han venido aproximando las reacciones entre el incremento de la demanda y la reducción de la oferta, pero además, han acelerado el contagio de las crisis locales, a todas las regiones vinculadas comercialmente al país en crisis. De este modo, los temas cíclicos entre inflación y recesión se vienen repitiendo virtualmente cada cinco años y afectan cada vez a mayor número de naciones.
La perspectiva del orden económico en que vivimos no puede ser más desoladora.
*) El texto corresponde a un extracto del trabajo “Vulnerabilidad, pobreza y marginalidad social”.
José Galiano H. es profesor de Ética Jurídica y Derecho Penal - Arena Pública, Plataforma de Opinión de Universidad Arcis.
Es necesario y urgente, concebir un régimen de convivencia humana que, en el ámbito económico y social, constituya una alternativa al capitalismo, que sea viable en su aplicación práctica, eficaz en su proyecto de vida y justo en sus fundamentos éticos. Es necesario y urgente porque el orden capitalista en que estamos atrapados no es sólo un atropello inicuo a las 2/3 partes de la población del mundo, sino una fuente constante de destrucción de la atmósfera, de extinción progresiva de las diversas especies de vida animal y vegetal, de agotamiento de los recursos no renovables, y de confrontación, corrupción y sufrimiento de la vida humana.
Porque son hechos de la historia y de la realidad contemporánea que el sistema económico social en que hemos vivido durante los últimos cuatro siglos es absolutamente incapaz, no sólo de construir un mundo justo -en que la vida consista en un episodio posible y grato para todos- sino además, absolutamente incompatible con la sobrevivencia de un a población que se aproximará a los 10.000 millones a fines de la próxima década y que puede alcanzar los 50.000 millones a comienzos del próximo siglo.
El sistema capitalista bajo el cual convivimos, ni siquiera fue concebido para administrar los bienes y servicios del mundo de hoy. No lo fue, porque los ideólogos que lo concibieron y lo justificaron, nunca tuvieron en su mente una realidad como la actual.
En cuanto a la magnitud de la población, sólo advirtieron, alegremente, que Malthus se había equivocado al presumir que los productos alimenticios del planeta se incrementarían en proporción aritmética, mientras la población crecería en progresión geométrica. Pero no descartaron el presagio de Malthus, porque adivinaran que los alimentos podrían multiplicarse casi indefinidamente; sino porque concebían la economía para un “mundo civilizado” y no “primitivo”, que apenas se conocía y que vivía en estado de naturaleza; como vivían y siguen viviendo las demás especies del reino animal. Porque entendían la economía como una realidad basada en el intercambio de los proveedores de bienes y servicios, movidos simplemente por sus decisiones de voluntad en razón de sus propios intereses; porque los no proveedores de bienes nada tenían que intercambiar como no fuera su trabajo; y porque este trabajo, en sus formas más numerosas y por lo mismo más humildes, competían con el trabajo de los esclavos; que para ellos no eran personas sino cosas y cuyo costo de mantención nunca aumentaría. Porque además, contaban con las guerras como fenómeno inextinguible; cuyos efectos, dolorosos pero inevitables, se encargarían de frenar “espontáneamente” el incremento excesivo de la población, colaborando en ello con las enfermedades infecciosas endémicas y epidémicas; que jamás sospecharon que podrían prevenirse ni curarse.
En cuanto a los avances de la ciencia y la tecnología; ni a los intelectuales de la Ilustración, ni a sus precursores ni a sus seguidores -en el aprovechamiento de las bondades del mercado- se les pasó siquiera por la mente, que los instrumentos para comunicarse llegaran a ser instantáneos, sin importar la distancia a que se encontraran los interlocutores; que los medios de transportes superarían la velocidad del sonido y en el campo interestelar se aproximarían audazmente a la velocidad de la luz. Tampoco se imaginaron que el trabajo manual pudiera transformarse, casi en su totalidad, en una manipulación de botones, teclas, ondas radiales y conexiones; y que, en consecuencia, el obrero semianalfabeto fuera masivamente sustituido por técnicos e intelectuales de las ciencias físicas, químicas, biológicas y matemáticas. Menos aún pudieron suponer, que estos avances -que hacen de la vida una aventura casi prodigiosa y que pueden hacerla más grata y confortable- estarían diariamente a la vista y observación de todos los habitantes de la tierra; y que; en consecuencia, las necesidades desconocidas y en silencio de los pueblos se transformarían en demanda potencial por bienes y servicios de 6.000 millones de personas; y que de ellos, 2.000 millones, aspirando legítimamente a su acceso, no podrían siquiera visualizar la posibilidad de adquirir esos bienes ni de utilizar esos servicios, que se les exhibe tentadoramente todos los días. Nada de esto pudo ser soñado por los mentores del capitalismo de los siglos XVII, XVIII o XIX, no obstante, los economistas del siglo XX -que han sido testigos de una realidad incompatible con el capitalismo clásico y que pudo ser viable y eficaz para un 10% de la población del mundo de aquellas épocas- han perseverado con afanosa tozudez en su preservación.
¿Quién podría sorprenderse, entonces, que bajo este régimen, 1.500 millones de personas -es decir uno de cada cuatro habitantes- viva en extrema pobreza y que 15 millones de personas -1 de cada 400 habitantes- muera de hambre cada año?
Pero esas cifras estremecedoras no son tampoco la única consecuencia de la falta de idoneidad del neo liberalismo, porque frente a ella están los guarismos que revelan el derroche en armas, en lujo, en juego y en vicios, incluida la drogadicción, cuyos consumidores pertenecen en un 80% al mundo desarrollado. Y esas cifras podrían también confrontarse con las utilidades netas de las grandes empresas multinacionales; o con la babélica escala de las rentas del trabajo, donde uno de los trabajadores intelectuales más ricos del mundo gana en un año, lo mismo que un obrero manual de un país pobre ganaría en 2.200 años.
Tampoco es posible ignorar, que bajo el ordenamiento económico que rige aún en el mundo de hoy -en este siglo XXI, que encuentra saturada la industria de objetos destinados a reemplazar el trabajo humano y a multiplicar su rendimiento y su eficacia a cifras astronómicas- los efectos prácticos de la tecnología, no se traducen en que todos trabajemos menos para producir las mismas cosas, sino en que menos personas trabajen lo mismo, o más de lo que trabajaban antes; mientras un cuarto de la masa laboral del mundo permanece desempleada. Esto significa que la plusvalía generada por el trabajo humano -según la descripción de Marx- se la sigue apropiando indebidamente el dueño del capital. Pero esa plusvalía, que es ahora mayor que antes del automatismo, se la sustrae a un número menor de trabajadores. Dicho de una manera más cruda pero más exacta: a uno de cada cuatro trabajadores, ya ni siquiera se le puede sustraer la plusvalía de su trabajo, porque no tiene trabajo, ni ingresos, a menos que pertenezca a un país desarrollado y el Estado lo subsidie mientras permanece desempleado.
Pero no podría dar por concluida esta ominosa realidad, sin recordar el hecho más elemental, histórico e identificatorio de la filosofía capitalista. Este rasgo peculiar del liberalismo económico de todos los tiempos, descrito crudamente por el propio Adam Smith, consiste nada menos que en su trágica e inevitable secuencia crítica. En efecto, bajo el impulso de las leyes del mercado, los ciclos de prosperidad promovidos por el aumento de las utilidades de las empresas o por nuevas inversiones, generan también nuevos puestos de trabajo y en alguna medida, incremento de los sueldos y salarios; todo ello se traduce en mayor demanda de bienes y servicios -¿pero hasta cuando?-. Sólo hasta que el aumento de los precios -desatado por el incremento de la demanda- provoque los primeros signos inflacionarios y el consiguiente desorden financiero. A partir de ese momento; el aumento de los precios provocará la disminución de la demanda; las empresas reducirán su producción o retirarán parte de sus inversiones; ello aumenta el desempleo y se configura la crisis alternativa a la inflación, es decir la crisis de la recesión. Hasta el siglo XXI, los ciclos críticos entre inflación y desempleo se repetían aproximadamente cada 15 años, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la velocidad que empiezan a adquirir los medios de comunicación y de transporte, han venido aproximando las reacciones entre el incremento de la demanda y la reducción de la oferta, pero además, han acelerado el contagio de las crisis locales, a todas las regiones vinculadas comercialmente al país en crisis. De este modo, los temas cíclicos entre inflación y recesión se vienen repitiendo virtualmente cada cinco años y afectan cada vez a mayor número de naciones.
La perspectiva del orden económico en que vivimos no puede ser más desoladora.
*) El texto corresponde a un extracto del trabajo “Vulnerabilidad, pobreza y marginalidad social”.
José Galiano H. es profesor de Ética Jurídica y Derecho Penal - Arena Pública, Plataforma de Opinión de Universidad Arcis.
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