Jenaro Villamil
En 1993 militares de Guatemala le entregaron a un equipo de seguridad mexicano, encabezado por el general Jorge Carrillo Olea, a Joaquín El Chapo Guzmán Loera, hasta entonces, un integrante del Cartel de Sinaloa de segundo orden, acusado de participar en el enfrentamiento con los Arellano Félix que derivó en el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo.
El Chapo fue trasladado al penal de Puente Grande, uno de los más presumidos por el entonces gobierno de Carlos Salinas de Gortari como el “más seguro” contra criminales de esta dimensión. Desde ese penal, El Chapo no disminuyó sino acrecentó su poder corruptor.
El 19 de enero de 2001, a unas cuantas semanas de que iniciara la “alternancia” en la presidencia de la República con la llegada de Vicente Fox, el bravucón panista que prometió acabar con las “tepocatas y víboras prietas”, El Chapo Guzmán protagonizó una de las fugas más increíbles en la historia reciente.
Unos dicen que se escapó de Puente Grande por el carrito de la lavandería; otras versiones que se fugó simulando un motín interno y disfrazado de policía federal. Como haya sido, el sinaloense que se acostumbró a vivir a salto de mata, demostró que la alternancia estaba teñida de narcocorrupción.
Del 19 de enero de 2001 al 22 de febrero de 2013, fecha de su nueva recaptura, El Chapo Guzmán se transformó en el auténtico “Jefe de Jefes” del crimen organizado. No lo logró solo. Muchos testimonios, investigaciones y evidencias señalaron que Guzmán Loera tuvo, al menos, la protección omisa de los más altos mandos de la Secretaría de Seguridad Pública, de los cuerpos policiacos estatales y de algunos sectores militares en los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón Hinojosa.
En medio de la sangrienta “guerra contra el narcotráfico” de Calderón Hinojosa, el poderío de El Chapo se incrementó. Logró el control de la frontera que antes administró el Cartel de Juárez. Todo mundo mencionaba que se trasladaba entre Durango, el Estado de México, Jalisco y Sinaloa, su cuna. No había mucha “prisa” por detener a Guzmán Loera. Su fortuna ascendió a más de 1 mil millones de dólares, según el cálculo de la revista Forbes que lo incorporó a la lista de multimillonarios.
La clave de la leyenda de El Chapo se construyó en estos doce años. No era solamente un individuo sino una industria, con un estado mayor de primer nivel, capaz de derribar aviones, perseguir y confrontar al cártel de Los Zetas –los más sanguinarios de estos años-, de vengarse de sus exsocios los Beltrán Leyva, de cooptar gobernadores y de transformarse de mariguanero a exportador de metanfetaminas a Estados Unidos, Europa y Asia.
En uno de los golpes espectaculares del inicio de su sexenio, el gobierno de Enrique Peña Nieto detuvo a El Chapo en Sinaloa, una mañana de sábado 22 de febrero de 2014 –como la madrugada de este sábado de su fuga- en unos condominios. El capo más buscado en México y Estados Unidos se entregó sin disparar un solo balazo, sin ofrecer resistencia. Una sospechosa operación de eficacia de elementos de la Marina que suponían una negociación para evitar enfrentamientos.
Guzmán Loera fue detenido cuando, casi simultáneamente, otra leyenda del narcotráfico en México, Rafael Caro Quintero, salía amparado de otro penal de alta seguridad. Los dos más claros herederos de la red de narcopoder fundada por Miguel Angel Félix Gallardo, El Padrino, intercambiaban su reclusión.
La detención de El Chapo no desmanteló el poder del cartel de Sinaloa. Ismael El Mayo Zambada, quizá el más estratégico e inteligente de los capos de esta generación, se quedó al frente de este negocio multinacional, según los reportes de inteligencia.
El gobierno de Estados Unidos también comenzó a presionar para solicitar la extradición de Guzmán Loera. Si algo dejaron claro El Chapo y El Mayo Zambada es que nunca aceptarían ser trasladados a Estados Unidos. En territorio mexicano son jefes de jefes, en suelo estadunidense son carne de cañón de los discursos de Donald Trump y de las redes de la inteligencia del gobierno vecino.
No sólo a ellos no les conviene ser extraditados a Estados Unidos sino a la enorme y compleja red de protectores, cómplices y beneficiarios económicos, políticos y policiacos del poderío del Cártel de Sinaloa.
Por ésta y otras razones, la segunda fuga de El Chapo Guzmán, ocurrida el mismo día que casi todo el gabinete de Enrique Peña Nieto viajó a Francia para autocelebrar el Mexican Moment, constituye no sólo una burla sino una demostración de la enorme capacidad corruptora del narcopoder.
El Chapo ya no esperó 12 años sino sólo año y medio para construir un espectacular túnel de 1.5 kilómetros, con la más alta tecnología, para huir desde el área de regaderas del penal de Almoloya de Juárez hacia una casa humilde de la Colonia San Juanita, aledaña a este enorme búnker de la narcocorrupción.
Hasta este domingo 12 de julio, sólo Monte Alejandro Rubido –otro funcionario que estuvo en la primera fuga de Guzmán Loera- ha dado la cara. El secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, máximo responsable de las áreas de seguridad y reclusorios del gobierno federal, tendrá que darle cuentas a la nación y a Estados Unidos de por qué “nadie” se dio cuenta de la huida que ya preparaba el mítico sinaloense.
El Chapo y la enorme industria que representa ha vuelto a humillar al gobierno mexicano. Y con ello, vuelve a demostrar que sigue siendo el Jefe de Jefes.
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