Médicos en las calles
Automovilistas sabatinos
MAO preside PRI-DF
Julio Hernández López / Astillero
Llevaban casi medio siglo sin salir masiva y nacionalmente a las calles. El 26 de noviembre de 1964 se inició un movimiento de médicos que terminó en octubre de 1965 con la mano dura de Gustavo Díaz Ordaz aplastando la organización de uniformados de blanco que llevó a cabo cuatro paros de labores en varios hospitales públicos (sin descuidar los casos de urgencia o emergencia que pusieran en riesgo la vida de los pacientes), el último de casi dos meses y medio de duración (del 14 de agosto al 26 de octubre).
El resorte que disparó aquellas acciones de protesta fue la decisión gubernamental de suspender el pago de una compensación que se acostumbraba dar a título de aguinaldo a internos y residentes de instituciones públicas, directriz rechazada especialmente en el Hospital 20 de noviembre de la ciudad de México. La primera respuesta, todavía con el represivo Adolfo López Mateos como presidente, fue la destitución de 206 jóvenes profesionistas (puede leerse a Ricardo Pozas Horcasitas http://bit.ly/1jI2RoK).
Entonces, como ahora, resultaba insólito que miembros de una élite profesional desplegaran mecanismos de protesta social. Cincuenta años atrás, sin embargo, y a pesar de que el cuadro institucional y social estaba a gran distancia de la catástrofe de hoy, los médicos huelguistas empujaron no solamente sus reivindicaciones gremiales, sino que en su pliego petitorio de cinco puntos incluyeron al final el de ‘‘Resolución satisfactoria de los problemas de cada hospital’’.
Ayer, bajo la etiqueta #YoSoyMédico17, miles de galenos protestaron a lo largo del país por el procesamiento judicial en Jalisco de 16 profesionales de la salud acusados de negligencia causante de la muerte de un menor de edad (en La Jornada Jalisco se puede leer sobre el caso http://bit.ly/1m2eQ04). Además de reclamar la libertad de esos encausados, hubo señalamientos en demanda de que cese la ‘‘criminalización’’ del acto médico y denuncias sobre el colapso de los sistemas públicos de salud, federal y estatales, y la consecuente imposibilidad de esos galenos para cumplir adecuadamente con su función y juramento de vida.
Aun cuando es plausible toda movilización en contra de las injusticias que suele producir el aparato judicial mexicano, plagado de corrupción y arbitrariedad, requiere atención y contexto el caso específico del menor de edad Roberto Edivaldo Gallardo Rodríguez, quien ingresó al Centro Médico de Occidente, en Guadalajara, a causa de una crisis asmática y terminó muerto en enero de 2010, con los pulmones perforados. Cierto es, como reza la consigna central de este movimiento, que los médicos no son dioses ni criminales, pero justamente por ello no puede aprobarse una suerte de fuero, al pedir que no se ‘‘criminalice’’ el ejercicio médico, y sí deben seguirse protocolos judiciales en los casos en que haya quienes se consideren víctimas de negligencia, descuido o irresponsabilidad.
Para desgracia de tan respetable gremio y de una infinidad de sabios y humanistas practicantes de la medicina, en el ánimo social existe una documentada insatisfacción en cuanto al servicio que se recibe en instituciones públicas y también en centros privados, donde suele practicarse una despiadada visión de lucro. El sistema nacional de salud pública se ha colapsado, con los recursos públicos convertidos en fuente de gran corrupción, sin los satisfactores adecuados (ni medicamentos ni equipo) y con una diaria producción de enojo creciente de los pacientes, quienes se sienten cosificados, sujetos a consultas con cronómetro y, en casos concretos, con diagnósticos y tratamientos equivocados que pueden llevar a la muerte.
El problema no es sólo del médico, o de la relación médico-paciente. Hay un sistema público en crisis, en enfermedad terminal. Los médicos son obligados a ser más ‘‘productivos’’ y enfrentados a una cuantía de solicitantes de servicio que rebasa la capacidad personal de cualquier profesionista. La enfermedad económica del sistema produce enfermedades individuales, constantes y graves. La lucha de los profesionistas de blanca bata será mayor, y tendrá más relevancia y resonancia, cuando además de las demandas gremiales pugne por resolver otros problemas de fondo de este país.
El sábado anterior hubo otra protesta que no encaja en el catálogo tradicional de las movilizaciones sociales. Una fusión de automovilistas provenientes de diversos segmentos socioeconómicos se inconformó públicamente con la decisión de Miguel Ángel Mancera de extender el programa Hoy no circula a los sábados. Eso lesiona a infinidad de capitalinos que son propietarios de unidades que caen en los supuestos inmovilizadores, pero que requieren de esos vehículos para cumplir con faenas laborales de supervivencia.
Como en el caso del aumento a las tarifas del Metro, el golpe mancerista no ofrece nada práctico ni comprobable a cambio para los afectados. En el caso del Metro, las condiciones de operación han empeorado y en algunas estaciones la saturación constituye un peligro mortal. No hay mucho más que decir respecto de la danza de los millones relacionada con la línea 12, episodio que se encamina a la impunidad de los responsables y a la consolidación del saqueo habido con las finanzas públicas (es decir, los bolsillos de los contribuyentes y usuarios) condenadas a pagar durante años las ‘‘remediaciones’’ necesarias. En el caso del Hoy no circula sabatino, Mancera pretende aparentar acciones anticontaminantes, pero sólo contra el interés de los automovilistas, sin afectar a otros productores mayores de tóxicos, entre otros la plantilla vehicular oficial y el servicio público de transporte, pésimamente prestado y de letalidad comprobada.
Y, mientras Osorio Chong se responsabiliza de la ‘‘reconstrucción’’ del PRI capitalino y de la operación electoral chilanga de 2015, al instalar a su coordinador de asesores como sucesor del impresentable Cuauhtémoc Gutiérrez, cuyos intereses políticos quedan a salvo y representados en la nueva directiva ‘‘de unidad’’, ¡hasta mañana!
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