Redes movilizadoras
Reyecitos mexicanos
Otro periodista asesinado
Julio Hernández López / Astillero
Miles de ciudadanos españoles han salido a las calles y las plazas públicas en demanda de un referendo sobre la monarquía justamente cuando, luego de casi 39 años de estancia en el trono, el rey Juan Carlos ha anunciado su abdicación para dar paso a su hijo Felipe como continuador del esquema impuesto por el dictador Francisco Franco como testamento político.
Las movilizaciones se dan en un cuadro de creciente exasperación social ante los lujos de las élites con cargo a las finanzas públicas, la corrupción de funcionarios, políticos y familia real en abierto tráfico de influencias, las frivolidades continuas y escandalosas como los safaris para cacería de especies en peligro de extinción y la incapacidad de toda esa clase gobernante para responder adecuadamente a la crisis prolongada que afecta sobre todo a clases medias y populares.
Lo que sucede en España (adonde EPN irá el próximo lunes para ser recibido por el abdicante) es parecido a lo que pasa en varios países, entre ellos de manera destacada el nuestro. No hay acá una monarquía parlamentaria como sistema oficial de gobierno, pero el amalgamiento de intereses cupulares ha dado por resultado la instauración de una clase dominante tan parasitaria, frívola, corrupta y dañina como la ridículamente extemporánea de los monarcas hispanos.
La familia real mexicana está compuesta por las pocas familias empresariales largamente beneficiadas por exenciones, concesiones y negocios que les permiten vivir en paraísos materiales subversivamente contrastantes con la miseria generalizada. A Juan Carlos, y ahora a Felipe, los mantiene constitucionalmente el erario español, mientras en México los reyes empresariales hacen ‘‘negocios’’ y obtienen ganancias descomunales aprovechando lagunas legales, corrupción compartida con políticos y otras fórmulas de cuello blanco que terminan sustrayendo millonadas ‘‘legítimas’’ que deberían servir para paliar las necesidades básicas de decenas de millones de mexicanos.
Los otros reyecitos mexicanos están en la nómina política, con ‘‘dinastías’’ enquistadas en los partidos políticos y en el consumo de recursos públicos a través de campañas electorales, prerrogativas generales y negocios ‘‘cabildeados’’. En la inmensa mayoría de los puestos importantes de la estructura nacional de los poderes ejecutivos (presidentes de la República y gobernadores, con sus gabinetes, y presidencias municipales con sus directivos y cabildos) se ejerce despóticamente el poder, estableciendo distancia y aprovechándose al máximo de los ‘‘plebeyos’’ sin influencias ni dinero para comprar los servicios gubernamentales. Desde luego, la arraigadísima corrupción hace que esos políticos vivan, en sus niveles, como remedos de emperadores junto con sus cortes. El peñismo, que explora la posibilidad de lanzar más delante el anzuelo de la relección presidencial, ya ha afianzado la continuidad de buena parte de esos políticos ‘‘imperiales’’ al modificar las leyes para permitir subsecuentes periodos en sus cargos, dinastías que se irán alternando en puestos para pasar la vida en pleno disfrute del erario y sus privilegios.
La rauda protesta de los republicanos españoles (antes hubo otra experiencia que debe ser analizada acá, la de Podemos, en las elecciones de diputados al Parlamento Europeo) fue posible gracias a las redes sociales. Los controles informativos tradicionales son superados mediante la comunicación directa de internautas. Así como en España, en México las monarquías resultan costosas, dañinas e inaceptables. Acá no habrá abdicaciones ni relevos principescos, todo disfrazado de democracia y elecciones. El esquema monarquista mexicano radica en el pacto tripartidista, en la complicidad de los grandes empresarios descomunalmente beneficiados, los clérigos, en general bien entendidos con los poderes terrenos, las televisoras adormecedoras y distorsionadoras y la consecuente abulia cívica.
Un periodista más ha caído. Según las denuncias publicadas sobre el caso, Jorge Torres Palacios, quien era vocero de la oficina de salud del gobierno municipal de Acapulco (antes había ocupado otros cargos similares en áreas oficiales), fue secuestrado la noche del pasado jueves por una docena de personas armadas que en tres vehículos llegaron al domicilio del comunicador y se lo llevaron a bordo de su propio automóvil. El primero de enero de 2001, el padre, un hermano y un primo de Jorge fueron asesinados durante una confrontación a tiros con pistoleros y familiares de un narcotraficante en el poblado Kilómetro 30, del municipio de Acapulco.
El secuestro de Torres Palacios movilizó a periodistas de la entidad, quienes reprocharon la inmovilidad e ineficacia del alcalde porteño Luis Walton y del gobernador Ángel Aguirre para garantizar seguridad y resolver lo denunciado. En Chilpancingo, periodistas llegaron hasta la 35 zona militar para exigir que Jorge apareciera vivo. Dado que se realizaba un cambio de comandante regional y los reporteros buscaban ser atendidos, ‘‘hubo un jaloneo entre los soldados, que aplicaron técnicas de sometimiento contra los comunicadores. Mientras esto ocurría afuera, en la explanada principal de la zona castrense otro grupo de comunicadores increpaba al gobernador Ángel Aguirre para plantearle el caso de Torres Palacios. Al final se acordó la instalación de una mesa de diálogo en la residencia oficial Casa Guerrero, lugar en el que se darían a conocer los avances de las investigaciones que se han realizado sobre el caso (http://bit.ly/U7qOAd). Muy pocas horas después apareció el cadáver del periodista torturado y secuestrado. Uno más.
Y, mientras vuelan las cifras alegres de Peña Nieto respecto de 3 millones de mexicanos que ‘‘hoy ya tienen seguridad alimentaria’’ (¿sería sólo ese ‘‘hoy’’, es decir, ayer, y ya?) gracias a la Cruzada contra el Hambre que encabezan Rosario Robles y su virtual subsecretario ejecutivo, Ramón Sosamontes, ¡hasta mañana, en esta columna que sigue sin conocer actas o pruebas democráticas firmes (no rollo) que sustenten destapes morenos!
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