John M. Ackerman
El artículo 27 de la Constitución articula una visión de la propiedad privada y del papel del Estado en el desarrollo nacional sumamente valiosa que habría que defender a toda costa. Cualquier reforma a este crucial artículo tendría que estar orientada hacia su actualización revolucionaria en lugar de su desarticulación neoliberal. Por ejemplo, en lugar de modificar las cláusulas sobre el petróleo para permitir su saqueo por empresas trasnacionales, sería preferible considerar una expansión de las prohibiciones sobre la concentración de la riqueza para incluir a los bancos y las empresas de telecomunicaciones.
El artículo 27 de la Constitución articula una visión de la propiedad privada y del papel del Estado en el desarrollo nacional sumamente valiosa que habría que defender a toda costa. Cualquier reforma a este crucial artículo tendría que estar orientada hacia su actualización revolucionaria en lugar de su desarticulación neoliberal. Por ejemplo, en lugar de modificar las cláusulas sobre el petróleo para permitir su saqueo por empresas trasnacionales, sería preferible considerar una expansión de las prohibiciones sobre la concentración de la riqueza para incluir a los bancos y las empresas de telecomunicaciones.
El artículo 27 revuelve el estómago de los neoliberales desde su primera frase. En lugar de reconocer la naturaleza originaria de la propiedad privada y el derecho de los capitalistas a poseerla, indica que “la Nación” es en principio dueña de todo: “La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada”. Es decir, la propiedad privada no es algo natural sino que es el resultado de un acto estatal que, a nombre de la nación, la “constituye” y así permite el posterior surgimiento de empresarios y capitalistas.
Así mismo, la nación siempre reserva su derecho a reclamar su posesión originaria y podrá expropiar la propiedad privada cuando exista alguna “causa de utilidad pública“. La Constitución también otorga amplios poderes regulatorios al Estado para “imponer en todo tiempo las modalidades que dicte el interés público”, así como de asegurar una “distribución equitativa de la riqueza pública” y “lograr el desarrollo equilibrado del país”. Con respecto a los recursos naturales existen controles aún más desarrollados, ya que en este ámbito la nación cuenta con el dominio “directo”, “inalienable” e “imprescriptible” de todos los recursos naturales y, en particular, “el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos”.
El amplio texto del artículo 27 Constitucional también incluye disposiciones específicas con respecto a los límites que deben existir sobre la concentración de la propiedad. Por ejemplo, explícitamente prohíbe la existencia de latifundios e impone límites estrictos a la extensión de tierras que puedan poseer las sociedades mercantiles. También faculta a la nación para anular cualquier contrato o concesión realizada antes de la Revolución y hasta 1876 “que haya traído por consecuencia el acaparamiento de tierras, aguas y riquezas naturales de la Nación…cuando impliquen perjuicios graves para el interés público”.
Si bien hoy todavía existen graves problemas con respecto a la concentración de la tierra, también han surgido nuevas inquietudes. Por ejemplo, el control monopólico de empresas como Televisa y Telcel sobre la industria de las telecomunicaciones es igual de perjudicial hoy para el interés público que lo fueron los latifundios durante la época de Porfirio Díaz. Si lo que se busca es “modernizar” y “actualizar” el artículo 27, en lugar de privatizar el petróleo lo más conveniente sería complementar las restricciones sobre el acaparamiento de tierras con nuevos controles sobre el acaparamiento de la infraestructura telefónica, televisiva y de internet por unas cuantas empresas.
Pero en lugar de actualizar el papel del Estado como defensor del interés público, el nuevo gobierno quiere retornar a la lógica porfiriana de regalar pedazos enteros de la nación a los nuevos “latifundistas”. Es evidente que todo el circo, maroma y teatro del mal llamado “Pacto por México” no es más que una cortina de humo para preparar el camino a la eventual privatización de la industria petrolera nacional.
Un estudio reciente elaborado por el ITAM y el Wilson Center en Washington (disponible aquí: http://ow.ly/gGdOT) señala la “urgente necesidad” de una reforma al artículo 27 para permitir la “competitividad” de la industria petrolera nacional. Plantea que solamente una reforma constitucional “ambiciosa e integral” (“ambitious and sweeping”) que “maximiza la flexibilidad” puede resolver los problemas actuales de Pemex. El mismo estudio aplaude a Enrique Peña Nieto por su compromiso con una “reforma profunda” en la materia y muchos de los integrantes del grupo redactor mantienen relaciones cercanas con el nuevo presidente y su equipo.
Sin embargo, una buena noticia es que uno de los integrantes del grupo redactor, el consejero de Pemex Fluvio Ruiz, ya ha roto públicamente con las conclusiones del documento. En un par de textos recientes que comparan Pemex con Petrobras de Brasil, el integrante del Consejo de Administración de la petrolera mexicana señala que “no se necesita modificar ningún artículo de la Constitución” y que el éxito de la petrolera brasileña no se explica “por la apertura al capital privado”. Lo verdaderamente importante para Ruiz sería una modificación al régimen fiscal que permitiría a Pemex invertir mayores recursos en su desarrollo institucional. Hoy, por ejemplo, mientras la carga impositiva de Pemex equivale a 60% de sus ventas, Petrobras únicamente debe pagar una cantidad equivalente a 33%.
En lugar de regalar nuestro oro negro a Exxon-Mobil y Halliburton, hay que autorizar a Pemex para reinvertir una mayor parte de sus ingresos en la nación. En todo caso, los que deberían pagar una tasa de 60% sobre sus ventas serían las empresas monopólicas y las personas más ricas del país, no la empresa más importante de todos los mexicanos. Francia, por ejemplo, recientemente aprobó un nuevo impuesto sobre la renta de 75% para las personas más adineradas. Una política de recaudación similar en México, junto con un férreo control sobre los paraísos fiscales y el lavado de dinero, generaría más que suficientes recursos para compensar por una reducción de ingresos para el fisco desde Pemex.
No hace falta un aumento al IVA, ni la privatización de Pemex, y mucho menos un nuevo “pacto” entre los mismos políticos de siempre. El verdadero pacto que nos une a todos los mexicanos se llama la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que, si bien siempre será mejorable y perfectible, ya contiene principios de avanzada que vale la pena defender.
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