PAN-FC, gran derrota
PRI-EPN, regresión
PRD-AMLO, inmovilidad
Julio Hernández López / Astillero
Lo peor del sistema fue reciclado. Doce años de un panismo ineficaz y corrupto fueron sustituidos por un priísmo voraz, represivo y maquinador, mientras la izquierda se hundía en sus contradicciones, insuficiencia y divisionismo. Año políticamente trágico, si se considera que las características más negativas de esas tres corrientes básicas se están reformulando mediante un pacto denominado por México, que en realidad es por las élites partidistas, con exclusión de los genuinos intereses populares.
Calderón se fue como llegó: por la puerta de atrás. Pudo despedirse ceremonialmente del poder pisando el terreno antes vedado del Congreso federal, pero lo hizo en el contexto de una derrota profunda, que si solamente fuera electoral sería poca cosa frente a la herencia de ese felipismo que hundió a su partido en la peor crisis, desacreditado socialmente, pleno de pillerías en su clase política convertida en alta burocracia de saqueo, con un padrón de militantes tan escandalosamente abultado como los extravagantes proyectos de imposición interna, de arrasamiento de corrientes adversas, de postración de los postulados históricos de un partido que presumía de legalidad, decencia y orden. Y, desde luego, con la cruz histórica a cuestas de haber propiciado una descomposición institucional extrema, que sacó al Ejército a las calles, provocó decenas de miles de muertes y desapariciones, abatió los de por sí bajos niveles de respeto a los derechos humanos, cercenó libertades políticas y derechos constitucionales y será recordado siempre por su caracter sangriento, funerario, macabramente retorcido.
Peña Nieto se instaló por la vía comercial. De poca monta intelectual, tocado irremediablemente desde la FIL por las evidencias de poco, casi nulo ejercicio de lector; creador involuntario del mayor movimiento social reciente, el del 132; movido, financiado y regido por un sindicato de gobernadores con erarios generosos y por oscuros personajes de la política tradicional priísta, con el ex presidente Salinas a la cabeza; errático, mediático y predispuesto a la mano dura, el ex gobernador del estado de México no conduce de retorno a Los Pinos a un PRI reformado, mejorado y moderno, sino una versión regresiva que abre la puerta a una segunda oleada salinista, con privatizaciones anunciadas, concertaciones partidistas de cúpula y uso afinado de los órganos estatales de espionaje y represión para fines políticos grupales.
López Obrador apostó su resto a una segunda oportunidad electoral. Sacrificó el discurso y el historial de lucha acumulado desde 2006 para autocorregirse y proponerse como paladín de repúblicas amorosas. Trató de rediseñarse con perfiles que hicieran creer a la taimada clase dominante que ya no era un peligro sino un aspirante a buen pastor nacional místico. Dejó de hablar de mafias del poder e incorporó a su equipo a un polémico empresario regiomontano a la baja, Alfonso Romo, y ofreció cargos en su gabinete a personajes relacionados familiarmente con Carlos Slim y con otros segmentos que le hicieran ver cargándose al centro político. No fue contundente en los debates frente a EPN y no resistió la presión de las televisoras que le exigían firmar un pacto de civilidad que finalmente le amarró las manos (si es que en realidad las hubiera querido tener libres) para eventuales protestas posteriores a lo electoral. Desde la inmovilidad donó tiempo de oro que permitió a Peña Nieto instalarse social, política y diplomáticamente como ganador de la contienda. Y decidió reconducir su capital político hacia la construcción de un nuevo partido con base en Morena.
El escenario después de la batalla no deja, sin embargo, un libreto sexenal claro ni actores definidos. La precariedad de la compra presidencial priísta le obliga a buscar legitimación y aliados que sólo puede encontrar en las franjas más deterioradas: en el calderonismo que al interior del PAN es enfrentado por Gustavo Madero y los que a su alrededor se pertrechan. Pero, a fin de cuentas, desde la catástrofe, esas élites panistas aceptan lo que sea con tal de mantener viabilidad: no es el plano de relativa igualdad que mantenía el PAN con el salinismo y el jefe Diego en 1988, sino el del abismo desde el cual negocian cediendo cuanto es necesario.
Y en la izquierda electoral las circunstancias son parecidas: la corriente dominante del PRD, los Chuchos, junto al amalismo, el ebrardismo y los grupos del estado de México, deciden alquilarse para convalidar el pactismo excluyente con que Peña y compañía pretenden legitimar su llegada mercantil al poder y los planes reformistas que incluyen lo laboral, lo energético y la preservación de la desigualdad fiscal. Están relativamente condenados en el PRD a la pérdida de votos por la salida de AMLO para construir otra corriente, Morena, pero saben sus directivos actuales que asociándose con el PRI-gobierno podrán recibir recursos, posiciones, estímulo mediático e incluso votos ficticios. Con Marcelo Ebrard como proyecto para 2018, el sol azteca vende caro su amor al arranque de la telenovela sexenal. Devaluadas por el efecto peje, las fichas del PRD aún sirven para negociaciones exitosas en el gran casino mexiquense.
A pesar de que oficialmente son los grandes ganadores, los priístas de base no tienen motivo para el bullicioso contento público (que nunca han expresado, hasta ahora) ni para la recuperación auténtica de su orgullo partidista. Quienes triunfaron fueron los ex gobernadores, las relaciones oscuras con el crimen organizado, las relaciones clarísimas con el erario para financiar campañas y la consolidación de camarillas perniciosas e intereses depredadores. La del 2012 no es una victoria que signifique un aprendizaje depurador, sino una vuelta a las historias del priísmo dinosáurico modificado apenas cosméticamente.
Bajo estas consideraciones: que 2013 nos agarre confesados. Y, mientras sigue adelante la presunta reforma educativa, que no es otra cosa que un reacomodo de cúpulas y pandillas, ¡hasta mañana, ya con el fin del mundo encima!
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