Peña Nieto y la audacia totalitaria


John M. Ackerman

Un sistema político “totalitario” es aquel en el que la clase dominante no se conforma con el ejercicio de la autoridad desde las instituciones gubernamentales, sino que busca controlar la totalidad de la vida pública y privada de los ciudadanos. Este tipo de regímenes típicamente dividen a la sociedad de manera maniquea entre los ciudadanos “bien portados” que apoyan y muestran lealtad absoluta al mandatario, y los ciudadanos “de mala conducta” que “sólo critican” y “desestabilizan”.


Aunque el discurso totalitario comúnmente es de “unidad” y “progreso”, en los hechos estos regímenes polarizan a la sociedad y excluyen a los disidentes. Los totalitarios rehúyen el debate entre opciones y posturas contrapuestas. Prefieren el “dulce encanto” del aplauso fácil al caótico proceso de la construcción de acuerdos democráticos. El complemento perfecto a todo ello es la represión estatal contra quienes se atreven a levantar la voz.

Pilares fundamentales de este tipo de sistemas son la propaganda y la manipulación mediática. En lugar de convencer a los ciudadanos y dialogar con la sociedad, se busca corromper y serenar conciencias. Estos esfuerzos de reeducación cívica típicamente prometen liberar al pueblo de una historia de supuesto atraso y aspiran a crear un país ficticio a partir de una “revolución cultural” que instale nuevos valores ideológicos y prácticas políticas.

El discurso inaugural de Peña Nieto en Palacio Nacional el pasado 1 de diciembre reveló un claro talante totalitario. Mientras escurría en las banquetas de San Lázaro la sangre de Uriel Sandoval y Juan Francisco Kuykendall, dos manifestantes pacíficos brutalmente reprimidos por la Policía Federal de Peña Nieto, el nuevo presidente declaraba que era “tiempo de romper, juntos, los mitos y paradigmas, y todo aquello que ha limitado nuestro desarrollo” para construir “un país arrojado y audaz, preparado para competir y triunfar, para que esa sea su imagen ante el mundo entero”. Para ello, concluía, “trabajemos con determinación, con audacia y con pasión”.

La frecuente utilización de la palabra “audacia” llama la atención porque en años recientes se ha convertido en el término clave de un conspicuo grupo de intelectuales para referirse a los tiempos de Carlos Salinas de Gortari. Por ejemplo, en su ensayo Un futuro para México, Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda aclaman los tiempos supuestamente “modernizantes” que vivimos en México durante el sexenio de Salinas: “Apenas había empezado la obertura que sustituiría al nacionalismo revolucionario, el salto a la modernidad de los noventa, cuando la triste trilogía del año 1994 –rebelión, magnicidios, crisis económica– destruyó la credibilidad del nuevo libreto”.

De acuerdo con los escritores, habría que recuperar el proyecto original del “gobierno audaz e ilustrado” de Salinas. El problema hoy es que “México es preso de su historia”. Precisan: “Ideas, sentimientos e intereses heredados le impiden moverse con rapidez al lugar que anhelan sus ciudadanos. La historia acumulada en la cabeza y en los sentimientos de la nación –en sus leyes, en sus instituciones, en sus hábitos y fantasías– obstruye su camino al futuro”.

La similitud con el discurso de Peña Nieto es innegable y revela la verdadera intención del nuevo ocupante de Los Pinos. Si bien el proyecto de transformación cultural finge mirar hacia el futuro, en realidad lo que busca es volver la mirada hacia una de las épocas más corruptas, opacas y autoritarias de la historia reciente del país: el sexenio de Carlos Salinas de Gortari.

Marcelo Ebrard, quien se forjó políticamente bajo la sombra de Salinas, se ha unido gustoso al nuevo proyecto totalitario. “Ya limpié mi Hemiciclo”, escribió orgulloso la noche del 1 de diciembre. En lugar de preocuparse por las docenas de detenciones arbitrarias cometidas por los policías a su mando y exigir el castigo necesario para los policías federales y locales que hubieran abusado de los manifestantes y jóvenes inocentes, Ebrard prefirió presumir “la pulcritud” de un monumento público que cree que le pertenece a título individual. Esta visión patrimonialista del poder público, junto con la aparente obsesión por la “limpieza” y el orden, demuestran que Ebrard y muchos líderes de la supuesta “izquierda” en el fondo comparten la misma visión totalitaria de los priistas.

Peña Nieto sabe bien que tiene a la gran mayoría de la sociedad mexicana en su contra. El priista solamente recibió 38.2% de la votación popular, y sus bases de apoyo se encuentran principalmente entre los sectores más humildes de la sociedad. El PRI conquistó la Presidencia pero fracasó olímpicamente en ganar la confianza de la población.

Frente a este generalizado rechazo popular, y ante el riesgo de que aumente a la hora de concretar las promesas hechas a sus patrocinadores nacionales e internacionales, destacadamente la privatización del petróleo, el nuevo gobierno decidió que su primer paso sería lanzar una ofensiva ideológica en contra de la izquierda en sus múltiples manifestaciones. Es en este contexto que debemos entender la vergonzosa participación del presidente en la inauguración del Teletón, así como sus incesantes viajes al interior de la República. También es el trasfondo para los nuevos anuncios televisivos de la Presidencia que representan a jóvenes “emprendedores” en corbata saltando erráticamente entre edificios públicos, al igual que la evidente utilización de la lamentable muerte de Jenni Rivera para distraer la atención pública de los problemas más profundos del país.

Pero no será fácil tapar el sol con un dedo. A pesar de que Peña Nieto recurra a las mismas estrategias de cooptación, manipulación y represión del sistema priista de antaño, hoy la sociedad es otra, más despierta, más consciente y más informada que nunca. Confiemos en ella.

Comentarios