Vandalismo institucional
Guerra contra el (a)narco
Fácticos: Gordillo, Televisa
Julio Hernández López / Astillero
La función debe continuar: Jesús Murillo Karam promete con aires solemnes que durante su gestión como procurador federal de justicia sostendrá una firmeza absoluta e implacable para integrar averiguaciones previas contra presuntos culpables, se manifiesta contra arraigos y cateos arbitrarios, promete que no actuará por consigna y se declara ciego ante colores partidistas. Amplio catálogo de promesas renovadoras y justicieras de parte del ex gobernador de un estado, Hidalgo, en el que no hubo tales paraísos judiciales sino todo lo contrario, tanto en su propio paso por el cargo como en el de sus sucesores, con uno de los cuales hoy hace pesada mancuerna (Miguel Ángel Osorio, MAO, secretario de Gobernación).
Murillo Karam practica el juego por todos tan sabido y aceptado. El de la palabrería tan categórica como destinada al rotundo incumplimiento. Niega que actuará por consigna cuando todo mundo sabe que se mueve bajo instrucciones precisas de su actual jefe, Enrique Peña Nieto, quien le encargó el breve manejo también implacable de la mesa directiva de San Lázaro y quien ahora lo ha colocado en la PGR, previa aprobación senatorial aceitada. Futura ceguera partidista se diagnostica quien ha sido fiel soldado del priísmo y ejecutante a rajatabla de las órdenes recibidas. Y no es todo: el procurador MK se declara decidido a erradicar imágenes y percepciones negativas: nada de policías mal encarados ni algo que me preocupa todavía más, que (esa PGR) se convierta en la primera opción política.
Las declaraciones de un funcionario clave en el diseño de un gobierno implacable son una minúscula aportación al vandalismo institucional que ha generado una explicable irritación social extrema, cuyas expresiones recientes en el día inaugural del peñanietismo generan ya una acentuada división social entre los partidarios de la represión, como inmediato mecanismo de estabilidad gubernamental y quienes abogan por resolver de fondo las causas reales de esas manifestaciones de grave desajuste del sistema político y económico vigente.
Así como Felipe Calderón prefirió desatar una guerra civil contra el narcotráfico en lugar de analizar y combatir las razones profundas de desigualdad, desempleo, ignorancia y falta de oportunidades, la administración sucesora pareciera encaminada a convertir la disidencia en su objetivo bélico. De la guerra contra el narco a la guerra contra el anarco, pretendiendo constituir la base de legitimidad que las urnas no otorgaron, porque en lugar de ellas hubo cajas registradoras, y tratando de arrinconar y exterminar a quienes no se avengan a las lobunas palabras disfrazadas de tiernas promesas con las que arranca el sexenio (pactas o te pacto).
El eje conceptual del nuevo país de las maravillas es el autodenominado Pacto por México. El argumento consiste en que nada podrá cambiar de verdad si las fuerzas políticas y los ciudadanos no se alinean con la nómina de magnos propósitos reformistas que el buen peñanietismo está dispuesto a empujar y que podría alcanzar si se confirma en su derredor la unidad nacional que tan infructuosamente invocó un panista michoacano hasta el final de su administración. En una mezcla del echeverrismo de la apertura democrática y del salinismo de las reformas engañosas, Peña Nieto hace saber a los negociadores de PAN y PRD (ya liberado éste de la presión directa de AMLO) que está dispuesto a ir contra monopolios y poderes fácticos.
En privado, peñanietistas en negociación han hablado la intención superior de contener, recortar e incluso desplazar el poder de Elba Esther Gordillo (previamente ablandada por Televisa y por documentales de panzazos críticos; en un proceso que tiene como telón de fondo la conversión del esquema de la educación pública) e incluso de contener y recortar el peso de la televisión abierta, específicamente en el caso de Televisa. ¡¿Peña Nieto contra Azcárraga y Televisa?! Bueno (según eso), un poco. O, dicho de otra manera, por esos argumentistas del supuesto reformismo peñista: lo suficiente para que ese poder fáctico quede reacomodado al esquema del priísmo de antaño, sin rebasar, retar ni doblegar a los poderes formales y a la clase política que hoy son constantemente arrodillados por la pantalla dominante. Peña Nieto sólo podría darse por bien instalado en el poder real cuando ya no debiera pleitesía a su fuente original de encumbramiento y convalidación (a los lectores insurrectos se les recuerda que lo consignado en este párrafo no es el punto de vista del tecleador, sino de algunos negociadores pactistas).
A partir de esas ofertas de temporada, el perredismo controlado por Nueva Izquierda (la corriente mejor conocida por el hipocorístico de dos de sus principales dirigentes: los Chuchos) ha decidido jugarse su resto en la partida que libra con sus adversarios internos y con el nuevo polo de atracción izquierdista que es Morena. Al mejor estilo del talamantismo que les es constitutivo (Rafael Aguilar Talamantes, un político que negoció siempre con el poder en términos de aprovechamiento faccioso, al amparo de fraseología izquierdista e invocaciones nacionalistas), los Chuchos han dado el paso al frente que significa la alianza sexenal con EPN, aun a riesgo de resquebrajar el de por sí crujiente entramado del sol azteca, con la esperanza de que el agradecimiento de Los Pinos les permita enfrentar y sobrevivir al lopezobradorismo al acecho.
Tales rejuegos infames de poder, la sabida devaluación de promesas y declaraciones, la persistencia de especímenes políticos reprobables y la eternización de la injusticia y la desigualdad constituyen el verdadero vandalismo, el que diariamente lleva a muchos, sobre todo a los más jóvenes, a estallar de irritación en un México al revés, lleno de delincuencia impune y destrozos de la institucionalidad, con las calles repletas de recurrentes violadores de la ley, de asesinatos, violaciones y carnicerías impunes, mientras el aparato se ceba contra jóvenes y se escandaliza por lo mismo que ha procreado. ¡Hasta mañana!
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