Jorge Zepeda Patterson
Parecía demasiado bueno para creerlo: que el PAN y el PRD iban a hacer un frente común para obligar al PRI a introducir cambios democráticos en la vida sindical: voto secreto en las elecciones sindicales y rendición de cuentas por parte de los líderes de los dineros de los trabajadores. Ajá. El jueves los panistas recularon y permitieron que la reforma laboral fuese aprobada a modo para los lideres sempiternos. Larga vida a los Napitos, las Gordillo y los Romero Deschamps.
Los mexicanos perdimos una oportunidad histórica para sanear una de las áreas más anacrónicas, vergonzosas e injustas de la vida política. Seguiremos viendo viajar al extranjero en avión privado a los perros de la hija del líder petrolero, las bolsas de colección de Elba Esther valoradas en cientos de cuotas sindicales y las orgías ostentosas de la cúpula del sindicato ferroviario en un país en el que los ferrocarriles están de rodillas.
Los trabajadores obtuvieron lo peor de los dos mundos: una reforma laboral que en aras de la modernidad y la competitividad facilita el despido y propicia modalidades de contratación sin contraprestaciones, y una vida interna sindical premoderna que seguirá lesionando sus derechos de organización. El tema es preocupante no sólo por su impacto puntual en el mundo de las relaciones laborales del país. También porque deja dos moralejas por demás inquietantes para las reformas que habrán de venir.
Primero: el papel del PAN. En la política mexicana avanzan aquellos que no permiten que sus convicciones se interpongan en su camino. Todo indica que el partido azul regresará a cumplir su papel de oposición leal y responsable. Lo que en plata pura significa palero del PRI en todo aquello que represente la defensa del sistema de privilegios. Pese a sus banderas histórica en defensa de la democracia y en su crítica a la corrupción, cuando fue gobierno el PAN dejó atrás sus reivindicaciones en aras de la “estabilidad”. Y en materia de corrupción ya no sabe uno cuál fue peor, si el pinto o el colorado.
La segunda conclusión tiene que ver con el proyecto de reformas del PRI. Desde los años 80 los presidentes tecnócratas buscaron modernizar las estructuras económicas pero manteniendo reglas del juego premodernas. La apertura económica está llena de esclusas y minas para mantener los privilegios, con lo cual nuestra pretendida mejora en la competitividad internacional es un mito. El resultado es que crecemos a medias o a altibajos.
En las privatizaciones de los 80 y 90, De la Madrid, Salinas y Zedillo aplicaron a rajatabla la agenda neoliberal, pero sólo la parte que convenía al gran capital, no al mercado libre. Privatizaron empresas como Telmex o los bancos, de acuerdo con las tesis neoliberales. Pero privatizaron de cara al fortalecimiento de viejos y nuevos monopolios que dificultaron el crecimiento de la mediana empresa, la competitividad y el combate a la corrupción. Justamente lo contrario para el florecimiento de un mercado libre capaz de incentivar la creatividad y la competencia.
En otras palabras, cargamos con la peor parte de la neoliberalización: la eliminación de criterios sociales en el ejercicio del gasto publico, pero sin las ventajas de una apertura en oportunidades para todos ni vigencia de un Estado de derecho. Neoliberalismo sin competitividad y plagado de privilegios. De nuevo, lo peor de los mundos.
La reforma laboral ha seguido exactamente la misma pauta. Nos han puesto como ejemplo la situación en Estados Unidos, en donde el empresario goza de mayor flexibilidad en la contratación y despido de los trabajadores, pero nos quedamos con la vida sindical de una república de tercera. Modernización económica, privilegios decimonónicos, Estado de derecho diferenciado por estratos sociales.
La reforma energética, la fiscal y la políticas de telecomunicaciones podrían seguir el mismo camino. Es el estilo del PRI de las últimas décadas, y tiene en el PAN el cómplice ideal para conseguirlas.
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