Arnaldo Córdova
Fiel a su propósito, ya enunciado desde antes de que empezara la campaña electoral, de abrir Pemex a la iniciativa privada, Enrique Peña Nieto ha venido aprovechando sus viajes al exterior para ofrecer puertas abiertas a la inversión privada extranjera en la industria y en la creación de infraestructura, casi sin ninguna restricción. El discurso, claro está, le alcanza para pregonar, como lo hizo en Alemania, que el Estado seguirá manteniendo la propiedad de los hidrocarburos y la rectoría económica de Petróleos Mexicanos [sic]. En qué sentido lo haría después de dar entrada a la inversión privada es, como cabe suponer, un misterio.
El dogma fijo en el que se asienta esa propuesta es, desde luego, que las empresas paraestatales difícilmente podrían encontrar por sí mismas la capacidad financiera para desarrollar los objetivos que buscan. Una y otra vez vuelve a repetir que nos hallamos atados a formas ideológicas obsoletas e inaplicables ya en el mundo de nuestros días (por ejemplo, aunque nunca lo dice, los principios constitucionales de rectoría del Estado de la economía, no de Pemex, como él dijo, o el que establece la propiedad exclusiva de la nación sobre los recursos naturales y sobre los procesos de explotación de los mismos).
Para él el problema es de recursos. Nunca ha hecho mención del hecho de que Pemex es expoliada presupuestalmente hasta dejarla en cueros y sin recursos, en lugar de permitirle aplicar sus colosales ingresos en el desarrollo de la industria petrolera y de muchas otras ramas de la economía. Para él, tenemos que cambiar nuestra forma de hacer las cosas y de aprovechar ese potencial con otros mecanismos que permitan la participación del sector privado. Sólo así se puede complementar la inversión que se demanda (La Jornada, 13.10.2012).
Parte del dogma peñanietista, como en general de la derecha mexicana, es que la experiencia de otros países muestra que el camino no es el que marca nuestra Constitución, sino la apertura al capital privado, sin límites y sin trabas. Se señala el caso ya resobado de Petrobras, ejemplo favorito cuando se argumenta acerca de lo exitosa que es la apertura al sector privado. Ni siquiera discuten el hecho de que la empresa brasileña fue en picada durante los ocho años de gobierno del derechista Fernando Henrique Cardoso, hasta que llegó Lula para rencausar en un sentido nacionalista la operación de Petrobras y la creación de otra empresa, solamente estatal, encargada en exclusiva de los nuevos hallazgos petroleros.
Los brasileños han venido rescatando su industria de manos de privados y no al contrario, como pretende la derecha hacer en México. Ellos están construyendo una infraestructura enorme y, sobre todo, no han renunciado a la investigación propia, científica y tecnológica, en materia petrolera. Su Instituto Brasileño del Petróleo les ha redituado enormidades en la promoción de su desarrollo y caminando sobre sus propios pies. Ellos están construyendo nuevas refinerías y reconfigurando las antiguas. En México, el Instituto Mexicano del Petróleo ya no es ni la sombra de lo que antaño fue y, por otra parte, ya sabemos la ridícula historia de nuestras refinerías.
Peña Nieto, cosa que es de veras novedosa, dijo en Alemania que su intención es promover reformas constitucionales en materia energética si eso se hacía necesario. O no supo lo que dijo o, de plano, le entró por bromear a lo loco. Tan sólo un día antes, Augusto de la Torre, economista en jefe del Banco Mundial, alertó sobre la necesidad de que en México se busque un consenso social para cualquier intento de reforma energética que se prospecte. “El área energética –dijo– ha sido objeto de un intenso debate en México, con visiones distintas de cuál es el modelo apropiado para desarrollar el sector”. Por lo visto, eso no basta, pues agregó que la búsqueda de un consenso social en torno al camino de la reforma va a ser decisiva en el crecimiento de México (La Jornada, 12.10.2012).
Una reforma constitucional en materia energética es lo menos que la derecha mexicana desearía, porque sabe que entraría en un terreno en el que saldría perdiendo, de todas, todas. Fox y Calderón promovieron sus reformas cuidándose mucho de tocar la Constitución, aunque sus iniciativas legales fueran abiertamente anticonstitucionales. Fue un buen método para violar la Constitución y pervertir el estado de derecho. Cuando se trató de reformas que tocaban, aun sin referirse a la Carta Magna, instituciones que están ligadas a la historia constitucional del país, como la propiedad nacional sobre el subsuelo (reforma de 2008) o el régimen del trabajo, la reacción de todos los sectores políticos fue muy viva y prefirieron no meterse con ellas, contentándose con hacer planteamientos de mera reforma legal.
Pero es de apostarse que Peña Nieto no será tan tonto de meterse en honduras. Se adivina que su elección serán siempre las reformas legales. La Constitución sigue siendo, en ciertos rubros, francamente intocable. Podrán hacer la prueba. El mexiquense no se ve para eso. Sus posturas derechistas y patronales no son más que alardes de principiante. ¿Qué diferencia hay entre él y los presidentes panistas en lo tocante a la reforma energética? No se ve ninguna y lo más probable es que siga exactamente los mismos pasos de sus antecesores. Ya ni siquiera, lo que es el signo de todos los priístas, hace un mínimo esfuerzo por diferenciarse de ellos. Todo radica, según él, en la eficacia de gobierno. Él sí sabrá hacer lo que los otros no pudieron. Y, ¿quién le va a creer?
Uno no entiende, por otra parte, cómo es que Pemex anda haciendo inversiones en España, primero comprando paquetes accionarios de Repsol y, luego, encargando hoteles flotantes en los astilleros gallegos, cuando declara no tener los recursos necesarios para construir una nueva refinería que se ha programado presupuestalmente y que se aplaza, una y otra vez, hasta las calendas griegas. Eso es simple, basta echar una mirada a la página del endeudamiento de la paraestatal para darse cuenta de que a Pemex no sólo se la esquilma de lo lindo sino que, además, se la endeuda con objetivos que nunca aparecen claros. ¿Para qué quiere nuestro ente petrolero esos llamados floteles? Una y otra vez, también, comprobamos que se trata sólo de tirar el dinero, como sucedió con las inversiones en Repsol y ahora resulta que Peña Nieto está interesado en esos mismos negocios.
¿Cuánto más durará Pemex si se le sigue sometiendo a esta expoliación sin freno y a este dispendio de recursos que luego gravarán sobre su deuda? Uno esperaría que en el PRI, al menos por pura demagogia, de la que nos tiene tan acostumbrados, se mantuvieran los antiguos ideales nacionalistas. Pero es un juego inútil, pues los que mandan en ese partido son los mismos que han guiado las acciones de gobierno de la derecha panista. El PRI hoy representa a esa misma derecha y sería una tontería hacerse ilusiones. Peña Nieto va por la riqueza petrolera para los privados y hasta lo anda anunciando.
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