Un capo de telenovela

Pablo Escobar Gaviria, el capo que tuvo en vilo a Colombia en los ochenta y noventa, revivió, ahora como personaje de una serie de televisión y a tal punto que en ese país ya se desató una suerte de “escobarmanía”, sobre todo en los barrios marginales de Medellín, donde el fallecido narcotraficante comenzó a ser venerado por niños y jóvenes.

Rafael Croda


Todas las noches millones de colombianos se sientan frente a los televisores –en el horario estelar– para ver una audaz telenovela cuyo protagonista no es el tradicional galán de familia acaudalada que se enamora de la empleada doméstica, sino un narcotraficante despiadado que desata una guerra terrorista contra el Estado y que con su enorme capacidad de corrupción y su ejército de sicarios acaba por imponer su ley en amplios segmentos de la vida nacional.

No es una teleserie de ficción. Es la historia de Pablo Escobar Gaviria, el jefe del Cártel de Medellín que a 18 años de caer abatido por un policía que le acertó tres disparos –dos de ellos en la cabeza– aún gravita con fuerza en el imaginario popular de Colombia.


En esta nación, donde la violencia ha sido parte recurrente de la historia, pocos dudan en catalogar a Escobar como el peor asesino y el más poderoso criminal que haya existido; pero en su natal departamento de Antioquia aún goza del aprecio –y hasta veneración– de los desposeídos a quienes ayudó con la descomunal riqueza que amasó con el tráfico de cocaína hacia Estados Unidos.

La teleserie Pablo Escobar, el patrón del mal, de Caracol Televisión, recrea la vida del capo, sus atrocidades, extravagancias, amores y capacidad delictiva. El delincuente, a quien la policía responsabiliza de 4 mil homicidios, aparece en la serie como un asesino que, sin embargo, ama profundamente a su familia, un estratega y un astuto e intuitivo hombre de negocios con ímpetu trasnacional, entre otras facetas.

El primer capítulo de la serie, emitido el pasado 28 de mayo, se convirtió en el estreno más visto de la televisión colombiana, con 26.9 puntos de rating y un pico de audiencia de 70.8%, según datos divulgados por Caracol. Desde entonces ha mantenido una alta sintonía en los segmentos de media hora que se transmiten de lunes a viernes a partir de las 21:00 horas y ha dado una renovada vigencia a un personaje que transformó el contrabando de cocaína en una industria global.

“Este mafioso se convirtió en símbolo de identificación social para las nuevas generaciones que adoptan su lenguaje, su vestir, sus valores ostentosos, el desprecio a la diferencia y a las minorías, su exaltación de lo rural, de los caballos, de lo burdo, y su irrespeto al estado de derecho”, dice al reportero el director del grupo de investigación Cultura Jurídico-Política, Instituciones y Globalización, de la Universidad Nacional (UN) de Colombia, Óscar Mejía Quintana.

El doctor en filosofía por la Pacific Western University de Los Ángeles, con un posdoctorado en filosofía del derecho por la UN, sostiene que el narcotraficante que hizo de la lucha contra la extradición de delincuentes colombianos a Estados Unidos una causa política “encarna dos sentimientos contrapuestos en Colombia. Para un segmento de la población se convirtió en un símbolo de la astucia popular y la posibilidad de movilidad social por medio del dinero mal habido. Para otro fue uno de los terroristas más temidos de la historia colombiana debido a numerosos atentados y asesinatos que lograron amedrentar al gobierno y a la ciudadanía”.

Estampitas

Medellín sin Tugurios era un trozo de cerro en la Comuna 9 de esa ciudad colombiana, la segunda del país, hasta 1984, cuando Escobar edificó en el lugar 500 modestas viviendas que donó a familias sin techo. Él bautizó el asentamiento con ese nombre y lo visitaba periódicamente para repartir dinero en efectivo entre la población. Hoy el sector es conocido como Barrio Pablo Escobar y la mayoría de sus habitantes viven agradecidos con el capo.

“Nos dio casa, qué más…”, dice vía telefónica Celia Gómez, una viuda de 66 años que acaba de recibir el pasado 14 de agosto el título de propiedad de su vivienda, como parte de un programa de regularización de predios de la alcaldía de Medellín, ciudad de 2.3 millones de habitantes.

Las comunas orientales de la ciudad, una empobrecida zona de viviendas precarias construidas entre los cerros, son muestra de por qué la zona metropolitana de Medellín figura como la más desigual del país. Entre 2008 y 2011 la tasa de asesinatos aumentó 52.7% y llegó a un promedio de 69.7 homicidios por cada 100 mil habitantes, casi el doble que el índice nacional.

Los jóvenes de las comunas orientales eran quienes nutrían las filas del ejército de sicarios que formó Escobar entre finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando le declaró la guerra al Estado colombiano. En estos días de celebridad televisiva, el extinto jefe del Cártel de Medellín sigue siendo objeto de culto.

“Ellos lo ven como un modelo, un referente. Los jóvenes de estas comunas no alcanzan a distinguir y a procesar toda esa historia que están viendo por la televisión y todas las implicaciones sociales tan graves que tuvo la actividad criminal de Pablo Escobar en la ciudad”, dice en entrevista telefónica el activista de la ONG Democracia y Paz de Medellín Iván Ramírez.

El investigador social, especialista en la violencia urbana derivada del conflicto armado interno, señala que “la juventud aquí, en estos barrios, está inmersa en contextos de mucha exclusión, de mucha pobreza, y nada alcanza a competir plenamente con la oferta que puede ofrecerles la criminalidad. Por eso ellos observan todo lo que se diga o se narre de Escobar como una exaltación de su figura”.

A raíz del éxito de Pablo Escobar, el patrón del mal, en los barrios populares de Medellín comenzaron a circular álbumes de estampitas que narran la historia del narcotraficante de acuerdo con la trama de la telenovela. Son pequeñas fotos de mala calidad con los actores de la serie caracterizando a los diferentes personajes. También hay fotografías del delincuente, en una extraña mezcla entre la telenovela y la vida real.

“Aquí hay mucha gente viva que explota cualquier cosa para ganarse una platica (dinero)”, asegura Celia Gómez. Ella dice que “los chinos (niños) de los colegios compran esas vainas; no sé de dónde las sacan, pero por ahí se las venden”.

En diferentes tiendas de esos barrios se ofrece el álbum, de impresión rústica y con una foto del auténtico Escobar en la portada, por el equivalente a poco más de un dólar; cada estampita cuesta unos 15 centavos de dólar. Aunque en la penúltima página aparecen el nombre y la dirección de una supuesta editorial bogotana, nadie ha podido dar con ella. Los niños deben pegar 128 estampas para llenar el álbum. La señora Gómez desconoce si alguno ha logrado completarlo y duda que, si alguien lo hiciera, pueda obtener los premios que se ofrecen, entre ellos un iPod.

“Eso es puro pirata”, considera.

Las autoridades de Medellín amenazaron con retirar el álbum de circulación pero les resultará muy difícil hacerlo porque a todas luces se trata de una edición ilegal, que circula en forma semiclandestina en zonas marginales habituadas a operar en los amplios cauces de la informalidad.

Para el semiólogo colombiano Armando Silva, el narcotraficante más famoso en la historia del país logra “activar la memoria social para volverla un cuento creíble y los álbumes que están circulando en las comunas de Medellín corresponden a ese rito en que se colecciona lo increíble, imágenes de esos seres intocables reservados a la imaginación”.

La parábola

El guión de la teleserie está basado en el libro La parábola de Pablo del escritor, político y periodista antioqueño Alonso Salazar, quien está convencido de que hacer memoria “ayuda a entender la génesis de cómo los dineros de la droga pervirtieron a la sociedad colombiana y llegaron hasta las más altas esferas del poder. Con Escobar el secuestro, el terrorismo, las autodefensas (los grupos paramilitares de extrema derecha) y la corrupción como método tomaron vuelo en Colombia. Escobar es producto de este país”.

La serie de Caracol Televisión tiene detractores que la consideran una “narconovela” que hace apología del delito e invita a los jóvenes a emular la vida del capo, lo que Salazar rechaza. Pone como ejemplo lo que ocurre en México, donde “ahora hay una abundancia de libros, documentales y algunas películas sobre el narcotráfico. Quizá la preocupación es que se piense que puede ser muy mala influencia para la gente joven despertar este fantasma. Aquí (en Colombia) tenemos la fe de que los medios no nos van a hacer mejores o peores personas. Siento mucho decir que antes de la serie, de los libros y las películas, ya éramos lo peor”.

El escritor, alcalde de Medellín entre 2008 y 2011, sostiene que a los gángsters no los crean los medios, y dice que son atractivos para el público “porque son personajes profundamente capitalistas, manejan dos cosas prohibidas: el alcohol y la droga, y márgenes inmensos de rentabilidad”.

Escobar cimentó su poderío en la rentabilidad de la cocaína. En 1989, mucho antes de que incluyera al narcotraficante mexicano Joaquín El Chapo Guzmán en la lista de hombres más ricos del mundo, la revista Forbes ubicó a Escobar como la séptima fortuna del planeta, con 3 mil millones de dólares.

Tenía, sin duda, músculo financiero y el arrojo para montar un aparato de guerra que en la teleserie aparece en toda su crudeza perpetrando los magnicidios que ordena El Patrón, como le decían sus sicarios.

A lo largo de tres meses de transmisiones y 30 horas al aire, Escobar ya mandó a matar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, y al director del diario El Espectador, Guillermo Cano. También perpetró, a través de sus emisarios, un frustrado atentado contra el exministro de Justicia y embajador de Colombia en Hungría, Enrique Parejo López. Ya secuestró al entonces candidato a la alcaldía de Bogotá, Andrés Pastrana, y ejecutó al procurador general, Carlos Mauro Hoyos.

Todavía faltan los capítulos de los asesinatos del candidato presidencial del Partido Liberal, Luis Carlos Galán, y del coronel Valdemar Franklin Quintero, jefe de la policía en Medellín, así como de los atentados explosivos contra El Espectador y un avión de Avianca. Sólo en este último murieron 110 personas.

Los afectados

“Fue una realidad muy dura la que nosotros vivimos en esa época, con mucha violencia y mucho dolor”, sostiene la productora general de la serie, Juana Uribe, cuya madre, Maruja Pachón, fue secuestrada por Escobar en 1990, mientras que Galán, el asesinado candidato liberal, era su tío político.

La productora señala que por fortuna su madre sobrevivió al secuestro, “pero al hacer esta serie tengo el doble de responsabilidad, porque son muchos los personajes que están ahí que yo conocí”.

El coproductor Camilo Cano, hijo del director de El Espectador asesinado por Escobar, señala que esta serie ha tenido especial cuidado en reflejar la perspectiva de las víctimas y de los colombianos que se enfrentaron al jefe del Cártel de Medellín mientras buena parte del país se doblegó ante él.

Mejía Quintana sostiene que “la telenovela –cuyo lema es ‘quien no conoce su historia está condenado a repetirla’– termina finalmente mostrando a un asesino despiadado, sin escrúpulos, cuya ambición de poder lo lleva al borde de la locura. Escobar fue un submito autoritario-popular que catalizó los anhelos de ascenso social de una población”.

Preguntamos al académico si encuentra algún paralelismo entre la figura de Escobar y el fenómeno de macrocriminalidad que vive México. “Las características de México –responde–, como de otros países latinoamericanos, son similares a las colombianas en algunos aspectos: la crisis de representatividad, una sociedad excluyente, la poca presencia estatal que no logra dar respuesta a las necesidades sociales y la desigualdad económica producto de la globalización, son sólo algunas de ellas que podrían estar en el trasfondo del surgimiento de las mafias”.

Comentarios