Eduardo Ibarra Aguirre
Arrancó la renovación sexenal de la esperanza, ahora encarnada en Enrique Peña Nieto, con todo el vigor de que es capaz el aparato mediático e ideológico del bloque dominante.
Desde 1970, en que empecé a ocuparme del relevo del hombre que presuntamente conducirá a buen puerto a los mexicanos, en ese caso de Luis Echeverría Álvarez en sustitución de Gustavo Díaz Ordaz, esencialmente nada cambió en la materia.
Cada seis años buena parte de las esperanzas de los mexicanos son inducidas, manipuladas para que adquieran corporeidad en un hombre. Incluso se llega al extremo de postular y repetir ilimitadamente que “Si le va mal al presidente le la va mal a México” (Joaquín López-Doriga dixit). Como si el país y el titular del Ejecutivo federal fueran sinónimos, lo mismo.
Igual que sus antecesores, Peña Nieto arma sus discursos y decisiones, algunas con fuerte tinte de provocación política a sus adversarios -y el horno no está para bollos-, desde la tesitura del hombre que representa los intereses de México y los partidos políticos sólo sus estrechos intereses, por el simple hecho de ser presidente electo, gracias al Tribunal Electoral que rechazó desde la A hasta la Z la demanda de nulidad.
A muchos gobernantes les cuesta harto trabajo entender que el interés general de un municipio, estado y país se juega en las políticas que trazan y las decisiones que toman. Que aquél no lo representa de manera automática ninguno. Acaso por ello llegan al ridículo de anteponerse en el nombre del cargo la palabra constitucional, como si fuera dable la existencia de alcaldes, gobernadores y presidente de México anticonstitucionales, aunque ilegítimos por supuesto que sí.
No se trata de objetar a Enrique Peña ni de poner en duda su posible capacidad para darle un buen uso -comunitario no grupal, para los cuates y socios que ya lo rodean- a la rifa del tigre que se sacó.
Sí se trata de advertir, así desentone con el apabullante coro mediático, que mientras los ciudadanos no tomen en sus manos los problemas derivados de su condición de consumidores, derechohabientes, vecinos, causantes, usuarios de la información, nada sustantivo, radical (desde la raíz), cambiará en donde la cargada, el besamanos y la expedición de facturas están a la orden del día, en un gigantesco espectáculo de lambisconería que provoca grima.
El protagonismo ciudadano es condición indispensable para que las esperanzas de las mayorías nacionales -y no centralmente las de los 40 dueños de México-, no se vean en buena medida defraudadas, como sucede desde que tengo uso de memoria política.
Protagonismo que para robustecerse precisa de superar la primitiva apuesta de “A ver como nos va con el nuevo presidente”, tan escuchada desde que el TEPJF ignoró un reclamo que empata con la percepción de más de la mitad de los electores sobre la mala calidad democrática de la jornada presidencial del 1 de julio.
La esperanza -“Confianza de lograr una cosa o de que se realice algo que se desea”- será posible materializarla en tanto que comunidad nacional, en la medida que los gobernados tomen partido en los asuntos que directamente les atañen, se ensucien las manos, en cuatro palabras: rescaten su condición ciudadana. Una rémora en esta dirección lo es, sin duda, el duopolio de la televisión que en la mañana, tarde y noche destruye lo que la escuela pública y privada construye.
Televisa, justamente, fue y es un instrumento formidable para que el señor que está abocado a renovar y conducir la esperanza a partir del 1 de diciembre, se coloque la banda presidencial y comience el duro contraste entre las promesas (firmadas ante notario pública) y la realidad sin intermediarios.
Arrancó la renovación sexenal de la esperanza, ahora encarnada en Enrique Peña Nieto, con todo el vigor de que es capaz el aparato mediático e ideológico del bloque dominante.
Desde 1970, en que empecé a ocuparme del relevo del hombre que presuntamente conducirá a buen puerto a los mexicanos, en ese caso de Luis Echeverría Álvarez en sustitución de Gustavo Díaz Ordaz, esencialmente nada cambió en la materia.
Cada seis años buena parte de las esperanzas de los mexicanos son inducidas, manipuladas para que adquieran corporeidad en un hombre. Incluso se llega al extremo de postular y repetir ilimitadamente que “Si le va mal al presidente le la va mal a México” (Joaquín López-Doriga dixit). Como si el país y el titular del Ejecutivo federal fueran sinónimos, lo mismo.
Igual que sus antecesores, Peña Nieto arma sus discursos y decisiones, algunas con fuerte tinte de provocación política a sus adversarios -y el horno no está para bollos-, desde la tesitura del hombre que representa los intereses de México y los partidos políticos sólo sus estrechos intereses, por el simple hecho de ser presidente electo, gracias al Tribunal Electoral que rechazó desde la A hasta la Z la demanda de nulidad.
A muchos gobernantes les cuesta harto trabajo entender que el interés general de un municipio, estado y país se juega en las políticas que trazan y las decisiones que toman. Que aquél no lo representa de manera automática ninguno. Acaso por ello llegan al ridículo de anteponerse en el nombre del cargo la palabra constitucional, como si fuera dable la existencia de alcaldes, gobernadores y presidente de México anticonstitucionales, aunque ilegítimos por supuesto que sí.
No se trata de objetar a Enrique Peña ni de poner en duda su posible capacidad para darle un buen uso -comunitario no grupal, para los cuates y socios que ya lo rodean- a la rifa del tigre que se sacó.
Sí se trata de advertir, así desentone con el apabullante coro mediático, que mientras los ciudadanos no tomen en sus manos los problemas derivados de su condición de consumidores, derechohabientes, vecinos, causantes, usuarios de la información, nada sustantivo, radical (desde la raíz), cambiará en donde la cargada, el besamanos y la expedición de facturas están a la orden del día, en un gigantesco espectáculo de lambisconería que provoca grima.
El protagonismo ciudadano es condición indispensable para que las esperanzas de las mayorías nacionales -y no centralmente las de los 40 dueños de México-, no se vean en buena medida defraudadas, como sucede desde que tengo uso de memoria política.
Protagonismo que para robustecerse precisa de superar la primitiva apuesta de “A ver como nos va con el nuevo presidente”, tan escuchada desde que el TEPJF ignoró un reclamo que empata con la percepción de más de la mitad de los electores sobre la mala calidad democrática de la jornada presidencial del 1 de julio.
La esperanza -“Confianza de lograr una cosa o de que se realice algo que se desea”- será posible materializarla en tanto que comunidad nacional, en la medida que los gobernados tomen partido en los asuntos que directamente les atañen, se ensucien las manos, en cuatro palabras: rescaten su condición ciudadana. Una rémora en esta dirección lo es, sin duda, el duopolio de la televisión que en la mañana, tarde y noche destruye lo que la escuela pública y privada construye.
Televisa, justamente, fue y es un instrumento formidable para que el señor que está abocado a renovar y conducir la esperanza a partir del 1 de diciembre, se coloque la banda presidencial y comience el duro contraste entre las promesas (firmadas ante notario pública) y la realidad sin intermediarios.
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