Álvaro Cepeda Neri
Con motivo de la petición sustentada en un catálogo jurídico-político-democrático y republicano de cuestionamientos al reciente proceso electoral, centrado en la elección presidencial, se han manifestado quienes suponen que ese proceso es ya un expediente cerrado, cuando falta aún su dictamen-resolución de validez. La segunda fuerza electoral (Partido de la Revolución Democrática-Partido del Trabajo-Movimiento Ciudadano) y en menor medida, la tercera de ellas (el Partido Acción Nacional), con fundamentados argumentos y pruebas de que la asistencia a las urnas estuvo viciada de ilegalidad (antes, durante y después del día de las votaciones), han solicitado invalidar y, por tanto, anular ese resultado para convocar a nuevas elecciones presidenciales.
Y es que de convalidar el resultado, indudablemente a la ilegalidad se sumará la ilegitimidad de quien (en este caso el señor Peña y el Partido Revolucionario Institucional, PRI) asuma el cargo, según las tres opciones para tomar posesión que abrió la reciente reforma política. Un presidente así, ilegal e ilegítimo, sería un presidente-gobierno de facto. El Partido Nueva Alianza, propiedad de la cacique Elba Esther Gordillo y última fuerza electoral, ya se inconformó y apoya al impugnado PRI.
El asunto es que no han faltado (y en una democracia mal harían en faltar), los que muestran su desacuerdo: empresarios con notoria ambición de apaciguar las aguas que perturban el mar del liberalismo económico; Televisa y Tv Azteca, con sus socios-cómplices; millonarios y multimillonarios que pescan a gusto en el libre mercado sin controles dentro del país; y las oleadas del capitalismo salvaje que padece en su cuna europea los embates de varias crisis que han despertado al fantasma de la revolución mundial a causa del desempleo, el hambre, los gobiernos oligárquicos, los banqueros depredadores, etcétera.
Desacuerdo porque consideran que la fiesta peñista se ha convertido en un impasse: callejón sin salida, si el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación desprecia las impugnaciones apoyadas en la interpretación republicana-democrática de los Artículos 34, 35, 36, 39, 40 y 41 del imperio de la ley establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, e impide que la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con facultades de Tribunal Constitucional, las conozca.
Como no hay una segunda vuelta electoral cuando el resultado entre los dos partidos punteros no alcanza la mayoría del 50 más uno, y está tan viciada de ilegalidades, procede convocar a nuevas elecciones, ya sin campañas, y para febrero (los 14 meses previstos) o junio del 2014, para implantar un presidencialismo legal, legítimo y con capacidad para la gobernabilidad; designando a un presidente sustituto, que puede ser el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en funciones, con la integración de un jefe de gobierno quien nombrará a los titulares de las secretarías, y de la Administración Pública Federal. Con el golpismo militar y el desafiante poder sangriento de las delincuencias, la nación transita en el filo de la violencia política que perturbaría la paz social. Y para resolver las dos pacíficamente necesitamos, jurídica y políticamente, legitimar el ejercicio del cargo presidencial.
Eso, si queremos hacer valer lo de que “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. La alternativa no es “un gobierno de hombres o un gobierno de leyes”, como predica por ahí el profesor de un tecnológico privado, José Fernández Santillán, mal enseñando a sus alumnos. Traductor además de Norberto Bobbio y autor de libros sobre política quien, para defender al peñismo-priísta, recién publicó su colaboración periodística “México: gobierno de leyes o gobierno de hombres”, en el periódico El Universal, 10 de agosto de 2012).
Todos los gobiernos son de hombres (actualmente, y qué mejor, también de mujeres) y no hay “Estados de ángeles… ni pueblos de demonios” (¡oh, Kant!), que tras la conquista histórica, desde la Atenas (hoy en desgracia por el capitalismo salvaje y la ausencia democrática con fines republicanos) hasta el liberalismo político, se requiere del gobierno de leyes, para hacer depender de ambos “una buena organización del Estado y ello está siempre en la mano del hombre”.
Los gobiernos son de hombres y de leyes en la democracia con una sociedad abierta (¡oh, Popper!) y límites a los posibles o reales abusos de los gobernantes, y ante todo en celebrar elecciones libres, auténticas. Que la oposición ejerza sus derechos contra la corrupción electoral se afianza en “el liberalismo [como] teoría política y un programa […] cuyas prácticas son la tolerancia religiosa, la libertad de discusión, las restricciones al comportamiento de la policía [¡y de los militares!, agrega el columnista]; las elecciones libres, el gobierno constitucional basado en la división de poderes, el escrutinio de los presupuestos públicos para evitar la corrupción y una política económica comprometida con el crecimiento sostenido basado en la propiedad privada y la libertad de contratar” (Stephen Holmes, The anatomy of antiliberalism, citado por José Antonio Aguilar Rivera, compilador del libro La espada y la pluma. Libertad y liberalismo en México, 1821-2005. Fondo de Cultura Económica).
Dos son, pues, los liberalismos: el económico y el político, que con el primero y siendo vasos comunicantes, postula elecciones libres y gobierno constitucional engarzados con los derechos humanos. Estos proporcionan armas constitucionales para cuestionar y exigir, como en este caso, que si no hay elecciones democráticas libres de toda sospecha y más cuando jurídica y políticamente existen pruebas como las presentadas ante el Instituto Federal Electoral y el propio Tribunal Electoral, procede reponer el proceso para tener un gobierno de leyes con gobierno de mujeres y hombres sometidos sus actos y omisiones al imperio de la ley, y al estado de derecho. La alternativa es: nuevas elecciones presidenciales o nos espera la confluencia de todas las violencias-antiliberalismos.
Con motivo de la petición sustentada en un catálogo jurídico-político-democrático y republicano de cuestionamientos al reciente proceso electoral, centrado en la elección presidencial, se han manifestado quienes suponen que ese proceso es ya un expediente cerrado, cuando falta aún su dictamen-resolución de validez. La segunda fuerza electoral (Partido de la Revolución Democrática-Partido del Trabajo-Movimiento Ciudadano) y en menor medida, la tercera de ellas (el Partido Acción Nacional), con fundamentados argumentos y pruebas de que la asistencia a las urnas estuvo viciada de ilegalidad (antes, durante y después del día de las votaciones), han solicitado invalidar y, por tanto, anular ese resultado para convocar a nuevas elecciones presidenciales.
Y es que de convalidar el resultado, indudablemente a la ilegalidad se sumará la ilegitimidad de quien (en este caso el señor Peña y el Partido Revolucionario Institucional, PRI) asuma el cargo, según las tres opciones para tomar posesión que abrió la reciente reforma política. Un presidente así, ilegal e ilegítimo, sería un presidente-gobierno de facto. El Partido Nueva Alianza, propiedad de la cacique Elba Esther Gordillo y última fuerza electoral, ya se inconformó y apoya al impugnado PRI.
El asunto es que no han faltado (y en una democracia mal harían en faltar), los que muestran su desacuerdo: empresarios con notoria ambición de apaciguar las aguas que perturban el mar del liberalismo económico; Televisa y Tv Azteca, con sus socios-cómplices; millonarios y multimillonarios que pescan a gusto en el libre mercado sin controles dentro del país; y las oleadas del capitalismo salvaje que padece en su cuna europea los embates de varias crisis que han despertado al fantasma de la revolución mundial a causa del desempleo, el hambre, los gobiernos oligárquicos, los banqueros depredadores, etcétera.
Desacuerdo porque consideran que la fiesta peñista se ha convertido en un impasse: callejón sin salida, si el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación desprecia las impugnaciones apoyadas en la interpretación republicana-democrática de los Artículos 34, 35, 36, 39, 40 y 41 del imperio de la ley establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, e impide que la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con facultades de Tribunal Constitucional, las conozca.
Como no hay una segunda vuelta electoral cuando el resultado entre los dos partidos punteros no alcanza la mayoría del 50 más uno, y está tan viciada de ilegalidades, procede convocar a nuevas elecciones, ya sin campañas, y para febrero (los 14 meses previstos) o junio del 2014, para implantar un presidencialismo legal, legítimo y con capacidad para la gobernabilidad; designando a un presidente sustituto, que puede ser el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en funciones, con la integración de un jefe de gobierno quien nombrará a los titulares de las secretarías, y de la Administración Pública Federal. Con el golpismo militar y el desafiante poder sangriento de las delincuencias, la nación transita en el filo de la violencia política que perturbaría la paz social. Y para resolver las dos pacíficamente necesitamos, jurídica y políticamente, legitimar el ejercicio del cargo presidencial.
Eso, si queremos hacer valer lo de que “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. La alternativa no es “un gobierno de hombres o un gobierno de leyes”, como predica por ahí el profesor de un tecnológico privado, José Fernández Santillán, mal enseñando a sus alumnos. Traductor además de Norberto Bobbio y autor de libros sobre política quien, para defender al peñismo-priísta, recién publicó su colaboración periodística “México: gobierno de leyes o gobierno de hombres”, en el periódico El Universal, 10 de agosto de 2012).
Todos los gobiernos son de hombres (actualmente, y qué mejor, también de mujeres) y no hay “Estados de ángeles… ni pueblos de demonios” (¡oh, Kant!), que tras la conquista histórica, desde la Atenas (hoy en desgracia por el capitalismo salvaje y la ausencia democrática con fines republicanos) hasta el liberalismo político, se requiere del gobierno de leyes, para hacer depender de ambos “una buena organización del Estado y ello está siempre en la mano del hombre”.
Los gobiernos son de hombres y de leyes en la democracia con una sociedad abierta (¡oh, Popper!) y límites a los posibles o reales abusos de los gobernantes, y ante todo en celebrar elecciones libres, auténticas. Que la oposición ejerza sus derechos contra la corrupción electoral se afianza en “el liberalismo [como] teoría política y un programa […] cuyas prácticas son la tolerancia religiosa, la libertad de discusión, las restricciones al comportamiento de la policía [¡y de los militares!, agrega el columnista]; las elecciones libres, el gobierno constitucional basado en la división de poderes, el escrutinio de los presupuestos públicos para evitar la corrupción y una política económica comprometida con el crecimiento sostenido basado en la propiedad privada y la libertad de contratar” (Stephen Holmes, The anatomy of antiliberalism, citado por José Antonio Aguilar Rivera, compilador del libro La espada y la pluma. Libertad y liberalismo en México, 1821-2005. Fondo de Cultura Económica).
Dos son, pues, los liberalismos: el económico y el político, que con el primero y siendo vasos comunicantes, postula elecciones libres y gobierno constitucional engarzados con los derechos humanos. Estos proporcionan armas constitucionales para cuestionar y exigir, como en este caso, que si no hay elecciones democráticas libres de toda sospecha y más cuando jurídica y políticamente existen pruebas como las presentadas ante el Instituto Federal Electoral y el propio Tribunal Electoral, procede reponer el proceso para tener un gobierno de leyes con gobierno de mujeres y hombres sometidos sus actos y omisiones al imperio de la ley, y al estado de derecho. La alternativa es: nuevas elecciones presidenciales o nos espera la confluencia de todas las violencias-antiliberalismos.
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