Carmen Aristegui
Lo mucho que se ha escrito sobre el papel jugado por el Tribunal Electoral, en la resolución del llamado “juicio madre” que pretendía la invalidez de la elección presidencial, no alcanza para poner en evidencia el daño que se puede causar a la democracia y al ánimo social cuando una autoridad, que teniendo todo para hacerlo, decide ser omisa y no desempeñar el papel que le toca jugar.
La preocupante uniformidad de los magistrados, la renuncia a su naturaleza deliberativa y la negativa a allegarse elementos, ampliar investigaciones y hacer valer las herramientas que, como máximo órgano, tenían a su alcance para dilucidar lo que realmente pasó en estas elecciones hacen que el papel del Tribunal esté siendo calificado como deplorable.
Simplemente, abdicó. Lo hizo en el momento clave. Cuando el andamiaje electoral conduce a resolver, por último, el conjunto de impugnaciones y situaciones presentadas durante el proceso y dotar de certeza y certidumbre a actores y sociedad sobre el resultado y definitividad electoral.
Al no realizar con amplitud sus tareas, el Tribunal no dejó certezas, dejó manchones e incertidumbre. La unanimidad con que la que se votó, no dio contundencia. Sólo sembró nuevas dudas.
No vimos, como se esperaba, un ejercicio deliberativo de alto nivel sobre la constitucionalidad de la elección, ni sobre el alcance de la reforma en materia de derechos humanos que ha ensanchado los alcances del Poder Judicial y sus atribuciones interpretativas a favores de esos derechos que incluyen los derechos políticos. Fueron exiguas o nulas las disertaciones sobre la libertad, equidad y la autenticidad de las elecciones. Ni se diga sobre el papel de la televisión. Los magistrados fueron condescendientes y elusivos sobre los temas que estaban obligados a abordar.
Un reclamo principal es que el Tribunal no siguió –como se esperaba– la pista al dinero, ni la de los recursos extralegales y, eventualmente, ilícitos en dinero y en especie que estuvieron relacionados con la promoción y posicionamiento de una figura política hasta llegar al punto de llegar a la Presidencia de la República.
Los recursos requeridos para el tipo de campañas que atestiguó la sociedad entera rebasan -con mucho- lo que establece el marco de la ley. Los más de 300 millones de pesos que permite el Cofipe para promover una candidatura presidencial no alcanzarían, ni lejanamente, para cubrir la cantidad y calidad de spots, espectaculares, actos de campaña, promocionales diversos, transportación terrestre y aérea, hospedajes, estructura operativa, etcétera, que se vieron desplegados, durante semanas, en toda la República Mexicana.
La equidad, eje fundamental para una elección democrática, quedó, de hecho, dinamitada desde tiempos anteriores a las campañas y aun a las precampañas oficiales. La presencia atípica y excedida de Peña Nieto en las pantallas de la televisión terminaron por posicionarlo como el candidato inevitable para el PRI, y como el ganador obligado de la contienda con mucho tiempo de anticipación. Una percepción a la que contribuyeron casas encuestadoras que no terminan por explicar sus resultados.
El propio candidato, durante uno de los debates, pretendió exorcizar el fantasma al lanzar la provocadora frase: “Si la televisión hiciera presidentes, Andrés Manuel López Obrador ya lo sería”. Se abrió, con ello, un debate, inconcluso, sobre lo que cada uno había gastado durante sus respectivas gestiones, en el DF y en el Estado de México, en dinero para los medios de comunicación.
El Tribunal desestimó y minimizó lo que había disponible de información valiosa, publicada en medios, la que le suministró la Unidad de Fiscalización y, simplemente, renunció a investigar por cuenta propia a ese conjunto de piezas que van desarrollando un rompecabezas por demás inquietante.
Una campaña tan ostensiblemente millonaria, que vio el país entero, sólo puede cubrirse con fuentes de financiamiento y apoyo no confesables ante la autoridad electoral.
Ante este panorama, la responsabilidad de la Unidad de Fiscalización y del IFE adquiere una dimensión mayor. El origen, el destino y los mecanismos de triangulación y dispersión de dinero que se presume fueron utilizados deben quedar totalmente clarificados.
Los vínculos entre empresas fantasmas, triangulación y prácticas propias de lavado de dinero que han quedado evidenciados y que conducen a la campaña del PRI, en el llamado “Monexgate”, representan un foco de alerta sobre los tipos de conductas y compromisos que pudieron haberse adquirido durante campaña y que pueden determinar, por lo menos en parte, los mecanismos de conformación y ejercicio del poder presidencial en el sexenio por venir.
Lo mucho que se ha escrito sobre el papel jugado por el Tribunal Electoral, en la resolución del llamado “juicio madre” que pretendía la invalidez de la elección presidencial, no alcanza para poner en evidencia el daño que se puede causar a la democracia y al ánimo social cuando una autoridad, que teniendo todo para hacerlo, decide ser omisa y no desempeñar el papel que le toca jugar.
La preocupante uniformidad de los magistrados, la renuncia a su naturaleza deliberativa y la negativa a allegarse elementos, ampliar investigaciones y hacer valer las herramientas que, como máximo órgano, tenían a su alcance para dilucidar lo que realmente pasó en estas elecciones hacen que el papel del Tribunal esté siendo calificado como deplorable.
Simplemente, abdicó. Lo hizo en el momento clave. Cuando el andamiaje electoral conduce a resolver, por último, el conjunto de impugnaciones y situaciones presentadas durante el proceso y dotar de certeza y certidumbre a actores y sociedad sobre el resultado y definitividad electoral.
Al no realizar con amplitud sus tareas, el Tribunal no dejó certezas, dejó manchones e incertidumbre. La unanimidad con que la que se votó, no dio contundencia. Sólo sembró nuevas dudas.
No vimos, como se esperaba, un ejercicio deliberativo de alto nivel sobre la constitucionalidad de la elección, ni sobre el alcance de la reforma en materia de derechos humanos que ha ensanchado los alcances del Poder Judicial y sus atribuciones interpretativas a favores de esos derechos que incluyen los derechos políticos. Fueron exiguas o nulas las disertaciones sobre la libertad, equidad y la autenticidad de las elecciones. Ni se diga sobre el papel de la televisión. Los magistrados fueron condescendientes y elusivos sobre los temas que estaban obligados a abordar.
Un reclamo principal es que el Tribunal no siguió –como se esperaba– la pista al dinero, ni la de los recursos extralegales y, eventualmente, ilícitos en dinero y en especie que estuvieron relacionados con la promoción y posicionamiento de una figura política hasta llegar al punto de llegar a la Presidencia de la República.
Los recursos requeridos para el tipo de campañas que atestiguó la sociedad entera rebasan -con mucho- lo que establece el marco de la ley. Los más de 300 millones de pesos que permite el Cofipe para promover una candidatura presidencial no alcanzarían, ni lejanamente, para cubrir la cantidad y calidad de spots, espectaculares, actos de campaña, promocionales diversos, transportación terrestre y aérea, hospedajes, estructura operativa, etcétera, que se vieron desplegados, durante semanas, en toda la República Mexicana.
La equidad, eje fundamental para una elección democrática, quedó, de hecho, dinamitada desde tiempos anteriores a las campañas y aun a las precampañas oficiales. La presencia atípica y excedida de Peña Nieto en las pantallas de la televisión terminaron por posicionarlo como el candidato inevitable para el PRI, y como el ganador obligado de la contienda con mucho tiempo de anticipación. Una percepción a la que contribuyeron casas encuestadoras que no terminan por explicar sus resultados.
El propio candidato, durante uno de los debates, pretendió exorcizar el fantasma al lanzar la provocadora frase: “Si la televisión hiciera presidentes, Andrés Manuel López Obrador ya lo sería”. Se abrió, con ello, un debate, inconcluso, sobre lo que cada uno había gastado durante sus respectivas gestiones, en el DF y en el Estado de México, en dinero para los medios de comunicación.
El Tribunal desestimó y minimizó lo que había disponible de información valiosa, publicada en medios, la que le suministró la Unidad de Fiscalización y, simplemente, renunció a investigar por cuenta propia a ese conjunto de piezas que van desarrollando un rompecabezas por demás inquietante.
Una campaña tan ostensiblemente millonaria, que vio el país entero, sólo puede cubrirse con fuentes de financiamiento y apoyo no confesables ante la autoridad electoral.
Ante este panorama, la responsabilidad de la Unidad de Fiscalización y del IFE adquiere una dimensión mayor. El origen, el destino y los mecanismos de triangulación y dispersión de dinero que se presume fueron utilizados deben quedar totalmente clarificados.
Los vínculos entre empresas fantasmas, triangulación y prácticas propias de lavado de dinero que han quedado evidenciados y que conducen a la campaña del PRI, en el llamado “Monexgate”, representan un foco de alerta sobre los tipos de conductas y compromisos que pudieron haberse adquirido durante campaña y que pueden determinar, por lo menos en parte, los mecanismos de conformación y ejercicio del poder presidencial en el sexenio por venir.
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