Alejandro Nadal
Hace cinco años reventó la burbuja de las hipotecas chatarra en Estados Unidos, arrastrando al sector financiero de ese país a una profunda crisis. En vista de que los títulos relacionados con esas hipotecas estaban diseminados por todo el sistema, el crédito interbancario se congeló y se paralizó el sistema bancario.
Debido a las interdependencias financieras las malas noticias no tardaron en llegar a Europa: los vientos de recesión contrajeron los ingresos fiscales, al mismo tiempo que se inyectaban recursos para estimular la demanda y se rescataba a los bancos con problemas. De ahí el aumento espectacular en los déficit de varias economías europeas y el surgimiento de la crisis de deuda soberana.
Pero la crisis global no es única y exclusivamente una crisis financiera. Tampoco es una crisis causada por simples fallas de mercado. Es una catástrofe de dimensiones macroeconómicas y no es posible pensar en su largo tiempo de gestación sin considerar las fuerzas macroeconómicas que la provocaron.
Una de esas fuerzas es la desigualdad económica. Sin un análisis cuidadoso de este hecho no se puede comprender la naturaleza y alcances del colapso. Lo cierto es que a mediados de la década de los años setenta, los salarios dejaron de crecer en las economías de Estados Unidos y las de los principales países europeos. Es un hecho de fundamental importancia: en términos reales, es decir, descontando los efectos de la inflación, los salarios dejaron de aumentar. Se rompió así la tendencia que venía manifestándose desde 1945 (los salarios habían seguido de cerca el incremento de la productividad). En 1973, la evolución de los salarios acusa una clara tendencia al estancamiento.
Una manifestación de este hecho puede observarse en la participación de la masa salarial en el ingreso nacional. Para el G-7, responsable de 50 por ciento del producto mundial (Estados Unidos, Alemania, Francia, Inglaterra, Japón, Canadá e Italia) la declinación de la masa salarial es notable a partir de 1975. Eso significa que durante los últimos 40 años los aumentos salariales fueron inferiores a los incrementos en la productividad y las ganancias vieron aumentar su parte del ingreso nacional.
Aunque ya hemos señalado que el fenómeno se presenta en las principales economías capitalistas, las consecuencias no fueron siempre las mismas. En Estados Unidos el consumo siguió siendo el principal motor del crecimiento. ¿Cómo fue eso posible? La respuesta es que el retraso en el comportamiento de los salarios se acompañó de un fuerte crecimiento del endeudamiento de las familias. Los salarios fueron reemplazados por el crédito, como el principal instrumento para la reproducción de la fuerza de trabajo.
Este aumento en la deuda privada permitió mantener los niveles de vida a los que ya se había acostumbrado el grueso de la clase media estadunidense. La tasa de ahorro se desplomó estrepitosamente. Innovaciones como las tarjetas de crédito y otros instrumentos (como el uso de la apreciación en el valor de las casas como garantía para respaldar nuevos créditos en los años noventa) facilitaron el proceso. El sector bancario dio la bienvenida a esta nueva clientela mientras la desregulación bancaria, la bursatilización y una política monetaria acomodaticia dieron impulso al proceso. La mesa estaba puesta para la crisis.
En Europa el proceso fue diferente. En Alemania, por ejemplo, el ritmo lento de los salarios y los recortes en el gasto social se acompañaron de una caída en el consumo y un aumento en la tasa de ahorro. Debido a diversos factores, las familias alemanas prefirieron sustentar sus niveles de consumo a partir del ingreso corriente en lugar de recurrir al endeudamiento. Esto se tradujo en una importante represión de la demanda agregada, un freno para el crecimiento y un factor de desempleo. El descenso en el consumo doméstico tuvo que compensarse a través de fuentes alternativas de demanda agregada. Los mercados de exportaciones fueron la solución para este problema.
Tanto en el caso de Estados Unidos, como en Alemania, el estancamiento de los salarios provocó un aumento en la desigualdad. Esa intensificación en la desigualdad en casi todas las economías capitalistas en las últimas décadas trajo aparejada una mayor inestabilidad en los patrones de inversión. Pero también trajo consigo un incremento en los desequilibrios internacionales (entre países superavitarios y países deficitarios) que son un importante marco de referencia de la crisis global.
En los últimos días se anunciaron medidas para rescatar a la muy golpeada economía mundial. Tenemos la compra ilimitada de bonos soberanos por el BCE en el mercado secundario, anunciada por Mario Draghi. Y también el estímulo fiscal planeado en China. Pero ninguna de estas medidas ayudará a la recuperación y ciertamente tampoco son una respuesta al problema de los salarios reprimidos. La desigualdad seguirá siendo característica esencial de las economías capitalistas y la crisis se profundizará.
Hace cinco años reventó la burbuja de las hipotecas chatarra en Estados Unidos, arrastrando al sector financiero de ese país a una profunda crisis. En vista de que los títulos relacionados con esas hipotecas estaban diseminados por todo el sistema, el crédito interbancario se congeló y se paralizó el sistema bancario.
Debido a las interdependencias financieras las malas noticias no tardaron en llegar a Europa: los vientos de recesión contrajeron los ingresos fiscales, al mismo tiempo que se inyectaban recursos para estimular la demanda y se rescataba a los bancos con problemas. De ahí el aumento espectacular en los déficit de varias economías europeas y el surgimiento de la crisis de deuda soberana.
Pero la crisis global no es única y exclusivamente una crisis financiera. Tampoco es una crisis causada por simples fallas de mercado. Es una catástrofe de dimensiones macroeconómicas y no es posible pensar en su largo tiempo de gestación sin considerar las fuerzas macroeconómicas que la provocaron.
Una de esas fuerzas es la desigualdad económica. Sin un análisis cuidadoso de este hecho no se puede comprender la naturaleza y alcances del colapso. Lo cierto es que a mediados de la década de los años setenta, los salarios dejaron de crecer en las economías de Estados Unidos y las de los principales países europeos. Es un hecho de fundamental importancia: en términos reales, es decir, descontando los efectos de la inflación, los salarios dejaron de aumentar. Se rompió así la tendencia que venía manifestándose desde 1945 (los salarios habían seguido de cerca el incremento de la productividad). En 1973, la evolución de los salarios acusa una clara tendencia al estancamiento.
Una manifestación de este hecho puede observarse en la participación de la masa salarial en el ingreso nacional. Para el G-7, responsable de 50 por ciento del producto mundial (Estados Unidos, Alemania, Francia, Inglaterra, Japón, Canadá e Italia) la declinación de la masa salarial es notable a partir de 1975. Eso significa que durante los últimos 40 años los aumentos salariales fueron inferiores a los incrementos en la productividad y las ganancias vieron aumentar su parte del ingreso nacional.
Aunque ya hemos señalado que el fenómeno se presenta en las principales economías capitalistas, las consecuencias no fueron siempre las mismas. En Estados Unidos el consumo siguió siendo el principal motor del crecimiento. ¿Cómo fue eso posible? La respuesta es que el retraso en el comportamiento de los salarios se acompañó de un fuerte crecimiento del endeudamiento de las familias. Los salarios fueron reemplazados por el crédito, como el principal instrumento para la reproducción de la fuerza de trabajo.
Este aumento en la deuda privada permitió mantener los niveles de vida a los que ya se había acostumbrado el grueso de la clase media estadunidense. La tasa de ahorro se desplomó estrepitosamente. Innovaciones como las tarjetas de crédito y otros instrumentos (como el uso de la apreciación en el valor de las casas como garantía para respaldar nuevos créditos en los años noventa) facilitaron el proceso. El sector bancario dio la bienvenida a esta nueva clientela mientras la desregulación bancaria, la bursatilización y una política monetaria acomodaticia dieron impulso al proceso. La mesa estaba puesta para la crisis.
En Europa el proceso fue diferente. En Alemania, por ejemplo, el ritmo lento de los salarios y los recortes en el gasto social se acompañaron de una caída en el consumo y un aumento en la tasa de ahorro. Debido a diversos factores, las familias alemanas prefirieron sustentar sus niveles de consumo a partir del ingreso corriente en lugar de recurrir al endeudamiento. Esto se tradujo en una importante represión de la demanda agregada, un freno para el crecimiento y un factor de desempleo. El descenso en el consumo doméstico tuvo que compensarse a través de fuentes alternativas de demanda agregada. Los mercados de exportaciones fueron la solución para este problema.
Tanto en el caso de Estados Unidos, como en Alemania, el estancamiento de los salarios provocó un aumento en la desigualdad. Esa intensificación en la desigualdad en casi todas las economías capitalistas en las últimas décadas trajo aparejada una mayor inestabilidad en los patrones de inversión. Pero también trajo consigo un incremento en los desequilibrios internacionales (entre países superavitarios y países deficitarios) que son un importante marco de referencia de la crisis global.
En los últimos días se anunciaron medidas para rescatar a la muy golpeada economía mundial. Tenemos la compra ilimitada de bonos soberanos por el BCE en el mercado secundario, anunciada por Mario Draghi. Y también el estímulo fiscal planeado en China. Pero ninguna de estas medidas ayudará a la recuperación y ciertamente tampoco son una respuesta al problema de los salarios reprimidos. La desigualdad seguirá siendo característica esencial de las economías capitalistas y la crisis se profundizará.
Comentarios