Arnaldo Córdova
Ante todo, una disculpa por mi reciente ausencia. Algunos problemas de salud me forzaron a ello.
Todo mundo sabe que tenemos un problema de envergadura mayor con estas elecciones y, aunque muchos lo nieguen, ese problema no se llama Andrés Manuel López Obrador ni Movimiento Progresista. No se trata de males pasajeros sino de un mal fundador, permanente. La verdad es que nuestra reforma política siempre ha sido muy imperfecta, por parcial e incompleta; porque siempre arrastra problemas irresolubles que, y eso es lo peor, se aceptan como algo que tendrá solución solamente en un futuro lejano, cuando hayan madurado las cosas, se dice.
También ha sido una reforma hecha al golpe, como quien dice, a cabezazos. Cada que hay una elección se descubren diversos problemas que es forzoso atender y viene una nueva reforma, sólo para descubrir, a la siguiente elección, que viejos problemas fueron desatendidos o hay otros nuevos que requieren atención. Y así ha sido en un sendero que no tiene fin, ni siquiera estaciones que den lugar a una verdadera maduración del análisis y de los problemas de fondo que aquejan a nuestro sistema electoral.
Si guardamos memoria histórica, recordaremos que en todo este trayecto reformista que ya abarca 35 largos años, la fuerza política que siempre ha sido determinante en las iniciativas y las elaboraciones de cambio, ha sido el PRI, incluso en los 12 años de panismo gobernante. Siempre con los que hay que decidir y acordar las cosas es con los priístas, en el gobierno o fuera de él. Y lo que ellos han decidido, por lo general, desde luego contando con la aprobación o menos de las propuestas que son originales de otros, es lo que se ha aprobado.
Mientras que todos los demás, por supuesto, con sus excepciones, tienen más o menos una idea de una reforma total, integral, los priístas parecen ser siempre los que frenan todos los planteamientos reformistas de largo alcance. En otros términos, del PRI ha dependido siempre que avancemos o no avancemos en nuestro proceso reformista. El comportamiento de ese partido en los 35 años de reforma política nos demuestra que es una fuerza conservadora del poder y del statu quo y, en muchos sentidos, sobre todo en los que tienen que ver directamente con el desarrollo de los valores y las instituciones de la democracia, una fuerza esencialmente retrógrada y reaccionaria.
Los panistas fueron durante mucho tiempo en el pasado, y así se les ha reconocido, los más constantes sostenedores de la transformación democrática. Eso fue antes de que Salinas los envolviera en su alianza derechista a principios de los noventa. A partir de entonces, salvo en muy contadas excepciones, siempre marcharon en una alianza enfermiza con los priístas en sus frenazos y sabotajes de las reformas. Veremos ahora que perderán el poder presidencial su comportamiento en este renglón. Su dependencia de los poderes más conservadores y oligárquicos del país será siempre un impedimento para que ellos vuelvan a su vieja tradición democrática y no deberá extrañarnos que los veamos de nuevo uncidos a la maquinaria conservadora del PRI.
Ha sido, por lo general, de la izquierda de la que han venido los más decididos planteamientos de reforma total e integral de las instituciones electorales. No siempre ha sido derrotada en sus esfuerzos legislativos; pero es evidente que es de ella que provienen las más avanzadas propuestas. Sobre todo, lo que también es evidente, ha sido ella, la izquierda, la que ha denunciado con mayor fuerza y coherencia las limitaciones que ofrecen nuestras leyes para el desarrollo de elecciones de verdad demócratas. Cierto que lo ha hecho, sobre todo, a raíz de elecciones fraudulentas en las que ella ha sido la principal víctima; pero ello no quita que sus propuestas sean de verdad del más amplio alcance.
La última reforma, que Felipe Calderón acaba de promulgar –para variar– fue de inspiración priísta, propuesta originalmente por Enrique Peña Nieto.
Las elecciones federales de este año no han sido sino la confirmación de lo que hemos dicho. Hubo muchos problemas que, en realidad, no eran nuevos de ninguna manera, pero que nunca se habían enfrentado seriamente y ahora hicieron eclosión con todas sus nefastas consecuencias. Nunca se había visto que una televisora amarrara contratos privados con un aspirante a la Presidencia desde siete años antes de las elecciones y, a pesar de las reformas de 2007, que reducían sustancialmente el juego privado de los medios electrónicos en los comicios, resultara en una campaña anticipada que desde muchos puntos de vista, ante autoridades electorales honestas e imparciales, podía demostrarse, con la ley en la mano, que era violatoria de ésta y de la misma Constitución.
Ya lo habíamos padecido antes en numerosas ocasiones, pero tampoco se había visto que el dinero en abundancia y en cantidades que nadie sabe a cuánto ascienden sirviera a una parte para apabullar y abrumar políticamente a las demás. Se sospecha que mucho de ese dinero proviene del crimen organizado; en todo caso, se trata de dinero ilegalmente empleado e, incluso, del uso de instituciones bancarias y comerciales que legalmente están impedidas para inmiscuirse en las elecciones. Algo que todo mundo pudo observar y que el candidato de izquierda denunció en su oportunidad fue el apabullante predominio del candidato priísta en su exhibición en propaganda impresa, incluidos espectaculares, y en los medios electrónicos.
El abuso del dinero hurgó sobre todo en una ancestral herida del país, que es la inimaginable miseria en que se debaten millones de mexicanos. Nuestros pobres, que fueron ampliamente manipulados en este proceso electoral (lo cual estadísticamente es demostrable) no pudieron resistir la embestida del dinero, se vieron forzados (ésa es la palabra) a vender sus votos por migajas y se autoinmolaron en una carrera hacia concisiones más duras de vida y de trabajo, que es lo que promete el futuro régimen de derecha. No es la primera vez que la pobreza y la miseria son manipuladas para conseguir el poder político.
La actitud de nuestros órganos electorales ha sido verdaderamente vergonzosa. Por lo pronto el IFE ha sido un mero espectador de un cochinero que no atina a ver. Su inclinación por la candidatura priísta ha sido deplorable. Su informe pormenorizado al TEPJF no fue más que un alegato priísta de desechamiento expeditivo de todos los argumentos probatorios que presentó en su momento el Movimiento Progresista. Y todavía un consejero se alcanzó la ignominia de declarar que "para qué andaban atacando al IFE", como si éste fuera un cuerpo sagrado y no, como se ha visto, una institución inepta para hacer su trabajo.
Del tribunal electoral sólo hay que decir que está a la prueba, pero nada confiable se puede esperar del mismo y su presidente ya nos dio una muestra. Quieren pruebas, pero cuando se les presentan las desestiman porque una ley imperfecta los lleva más bien a dejar pasar las cosas.
Así como estamos, podremos soñar paraísos democráticos en nuestro futuro nacional, pero tendremos siempre elecciones no confiables y gobiernos de derecha y autoritarios que acabarán hundiendo al país.
Ante todo, una disculpa por mi reciente ausencia. Algunos problemas de salud me forzaron a ello.
Todo mundo sabe que tenemos un problema de envergadura mayor con estas elecciones y, aunque muchos lo nieguen, ese problema no se llama Andrés Manuel López Obrador ni Movimiento Progresista. No se trata de males pasajeros sino de un mal fundador, permanente. La verdad es que nuestra reforma política siempre ha sido muy imperfecta, por parcial e incompleta; porque siempre arrastra problemas irresolubles que, y eso es lo peor, se aceptan como algo que tendrá solución solamente en un futuro lejano, cuando hayan madurado las cosas, se dice.
También ha sido una reforma hecha al golpe, como quien dice, a cabezazos. Cada que hay una elección se descubren diversos problemas que es forzoso atender y viene una nueva reforma, sólo para descubrir, a la siguiente elección, que viejos problemas fueron desatendidos o hay otros nuevos que requieren atención. Y así ha sido en un sendero que no tiene fin, ni siquiera estaciones que den lugar a una verdadera maduración del análisis y de los problemas de fondo que aquejan a nuestro sistema electoral.
Si guardamos memoria histórica, recordaremos que en todo este trayecto reformista que ya abarca 35 largos años, la fuerza política que siempre ha sido determinante en las iniciativas y las elaboraciones de cambio, ha sido el PRI, incluso en los 12 años de panismo gobernante. Siempre con los que hay que decidir y acordar las cosas es con los priístas, en el gobierno o fuera de él. Y lo que ellos han decidido, por lo general, desde luego contando con la aprobación o menos de las propuestas que son originales de otros, es lo que se ha aprobado.
Mientras que todos los demás, por supuesto, con sus excepciones, tienen más o menos una idea de una reforma total, integral, los priístas parecen ser siempre los que frenan todos los planteamientos reformistas de largo alcance. En otros términos, del PRI ha dependido siempre que avancemos o no avancemos en nuestro proceso reformista. El comportamiento de ese partido en los 35 años de reforma política nos demuestra que es una fuerza conservadora del poder y del statu quo y, en muchos sentidos, sobre todo en los que tienen que ver directamente con el desarrollo de los valores y las instituciones de la democracia, una fuerza esencialmente retrógrada y reaccionaria.
Los panistas fueron durante mucho tiempo en el pasado, y así se les ha reconocido, los más constantes sostenedores de la transformación democrática. Eso fue antes de que Salinas los envolviera en su alianza derechista a principios de los noventa. A partir de entonces, salvo en muy contadas excepciones, siempre marcharon en una alianza enfermiza con los priístas en sus frenazos y sabotajes de las reformas. Veremos ahora que perderán el poder presidencial su comportamiento en este renglón. Su dependencia de los poderes más conservadores y oligárquicos del país será siempre un impedimento para que ellos vuelvan a su vieja tradición democrática y no deberá extrañarnos que los veamos de nuevo uncidos a la maquinaria conservadora del PRI.
Ha sido, por lo general, de la izquierda de la que han venido los más decididos planteamientos de reforma total e integral de las instituciones electorales. No siempre ha sido derrotada en sus esfuerzos legislativos; pero es evidente que es de ella que provienen las más avanzadas propuestas. Sobre todo, lo que también es evidente, ha sido ella, la izquierda, la que ha denunciado con mayor fuerza y coherencia las limitaciones que ofrecen nuestras leyes para el desarrollo de elecciones de verdad demócratas. Cierto que lo ha hecho, sobre todo, a raíz de elecciones fraudulentas en las que ella ha sido la principal víctima; pero ello no quita que sus propuestas sean de verdad del más amplio alcance.
La última reforma, que Felipe Calderón acaba de promulgar –para variar– fue de inspiración priísta, propuesta originalmente por Enrique Peña Nieto.
Las elecciones federales de este año no han sido sino la confirmación de lo que hemos dicho. Hubo muchos problemas que, en realidad, no eran nuevos de ninguna manera, pero que nunca se habían enfrentado seriamente y ahora hicieron eclosión con todas sus nefastas consecuencias. Nunca se había visto que una televisora amarrara contratos privados con un aspirante a la Presidencia desde siete años antes de las elecciones y, a pesar de las reformas de 2007, que reducían sustancialmente el juego privado de los medios electrónicos en los comicios, resultara en una campaña anticipada que desde muchos puntos de vista, ante autoridades electorales honestas e imparciales, podía demostrarse, con la ley en la mano, que era violatoria de ésta y de la misma Constitución.
Ya lo habíamos padecido antes en numerosas ocasiones, pero tampoco se había visto que el dinero en abundancia y en cantidades que nadie sabe a cuánto ascienden sirviera a una parte para apabullar y abrumar políticamente a las demás. Se sospecha que mucho de ese dinero proviene del crimen organizado; en todo caso, se trata de dinero ilegalmente empleado e, incluso, del uso de instituciones bancarias y comerciales que legalmente están impedidas para inmiscuirse en las elecciones. Algo que todo mundo pudo observar y que el candidato de izquierda denunció en su oportunidad fue el apabullante predominio del candidato priísta en su exhibición en propaganda impresa, incluidos espectaculares, y en los medios electrónicos.
El abuso del dinero hurgó sobre todo en una ancestral herida del país, que es la inimaginable miseria en que se debaten millones de mexicanos. Nuestros pobres, que fueron ampliamente manipulados en este proceso electoral (lo cual estadísticamente es demostrable) no pudieron resistir la embestida del dinero, se vieron forzados (ésa es la palabra) a vender sus votos por migajas y se autoinmolaron en una carrera hacia concisiones más duras de vida y de trabajo, que es lo que promete el futuro régimen de derecha. No es la primera vez que la pobreza y la miseria son manipuladas para conseguir el poder político.
La actitud de nuestros órganos electorales ha sido verdaderamente vergonzosa. Por lo pronto el IFE ha sido un mero espectador de un cochinero que no atina a ver. Su inclinación por la candidatura priísta ha sido deplorable. Su informe pormenorizado al TEPJF no fue más que un alegato priísta de desechamiento expeditivo de todos los argumentos probatorios que presentó en su momento el Movimiento Progresista. Y todavía un consejero se alcanzó la ignominia de declarar que "para qué andaban atacando al IFE", como si éste fuera un cuerpo sagrado y no, como se ha visto, una institución inepta para hacer su trabajo.
Del tribunal electoral sólo hay que decir que está a la prueba, pero nada confiable se puede esperar del mismo y su presidente ya nos dio una muestra. Quieren pruebas, pero cuando se les presentan las desestiman porque una ley imperfecta los lleva más bien a dejar pasar las cosas.
Así como estamos, podremos soñar paraísos democráticos en nuestro futuro nacional, pero tendremos siempre elecciones no confiables y gobiernos de derecha y autoritarios que acabarán hundiendo al país.
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