Tomar partido

Denisse Dresser

El PRI exige resignación ante el resultado electoral; Andrés Manuel López Obrador llama a rechazarlo. Enrique Peña Nieto defiende un triunfo impoluto e irrevocable; AMLO describe un cochinero que es necesario limpiar e invalidar. Algunos hablan de “buen ganador” de la contienda; otros critican al “mal perdedor” por no aceptar sus resultados. He allí dos visiones polarizadas de un mismo país: quienes celebran la democracia que el país ha alcanzado y quienes señalan sus múltiples imperfecciones. Quienes apelan a la legalidad y quienes insisten en la legitimidad. Quienes niegan la compra del voto y quienes enfrentan dificultades para probarlo. Creando así un contexto en el cual el ciudadano tiene que demostrar su lealtad a un bando u a otro, cuando ninguno de los dos se lo merece.

El Movimiento Progresista denuncia. Exhibe. Recolecta. Arma listas de irregularidades que presenta ante el Tribunal Federal Electoral. La compra y la coacción del voto. El uso desmedido de recursos públicos por parte de los gobernadores priistas. La complicidad de las televisoras. Las estructuras paralelas de financiamiento. Las irregularidades aún no esclarecidas de Monex y Soriana. Y es probable que todo ello haya ocurrido en una u otra medida a lo largo del país. El problema reside en que el PRD no lo puede probar; Andrés Manuel López Obrador no lo logra comprobar. La evidencia que ha reunido hasta el momento no es lo suficientemente contundente ni atañe exclusivamente al PRI. Los comicios no fueron limpios pero la izquierda enfrenta dificultades para evidenciarlo. Las elecciones no fueron impolutas pero el PRD también contribuyó a ese resultado.

De allí las preguntas legítimas a Andrés Manuel: si no había equidad en la contienda, ¿por qué aceptó participar en ella? Si la parcialidad de las televisoras afectó el proceso electoral, ¿por qué no salirse de él con antelación? Si los resultados deben ser invalidados, ¿por qué aceptarlos en el caso de los senadores y diputados electos por parte de la izquierda? Si la elección no fue libre, ¿por qué denunciarla selectivamente? Si el fraude fue tan monumental, ¿por qué no es posible acreditarlo en las 638 cuartillas entregadas a la autoridad electoral? La izquierda sabe confrontar pero le cuesta trabajo argumentar. Sabe cómo presentar posiciones políticas pero no entiende cómo sustentar argumentos jurídicos. Sabe alzar el puño pero no redactar con la mano. Sabe suscitar pasiones pero no acreditar irrefutablemente por qué las enciende.

Por su parte el PRI intenta desvirtuar el mensaje desacreditando al mensajero. Responde atacando a Andrés Manuel López Obrador sin atender lo que sí necesita aclarar para poder gobernar. Responde apelando al Estado de Derecho cuando se ha encargado -mediante la compra del voto- a minarlo. El uso de 7,851 tarjetas de prepago Monex para financiar el trabajo “ordinario” de su partido. El compromiso de 16 gobernadores a entregar votos y el uso del presupuesto público a nivel estatal para lograrlo. El descalificar como “indicios” a prácticas consuetudinarias y sistemáticas. La acumulación de evidencia incómoda que contradice un triunfo intachable. El PRI se escuda en una legalidad que ha pisoteado. El PRI arropa bajo leyes que ha violado. El PRI celebra una democracia que se ha dedicado a desvirtuar. Llama “ejemplar” a una elección que está muy lejos de serlo.

Según Jesús, no es posible servir a dos amos al mismo tiempo. De allí que cada uno llame a tomar partido: AMLO convocando a la resistencia; el PRI llamando a la resignación; AMLO pidiendo la invalidez de la elección: el PRI implorando a aceptarla. Y es cierto que la lealtad es una cualidad noble, siempre y cuando no lleve a la ceguera y no excluya la lealtad más alta a la decencia y a la verdad. Hoy ninguno de los dos bandos tiene la calidad moral como para exigir la lealtad incondicional, como para pedir un acto de fe, como para argumentar la inequidad determinante o celebrar la victoria impoluta. Unos por no denunciar a tiempo o hacerlo selectivamente, otros por violar las reglas de manera impune. Unos por no documentar la inequidad, otros por negar que existió.

Pero más allá de la actuación criticable de los partidos y quien los encabeza, el conflicto actual revela un problema estructural. Un sistema electoral que incentiva la trampa al no castigarla eficazmente. Un sistema de fiscalización que detecta las irregularidades después de la elección y no incide en sus resultados. Un sistema donde el clientelismo es un instrumento al que todos los partidos recurren si de ganar la elección se trata. Un sistema de calificación donde los magistrados ungen al “ganador” sin saber si obtuvo el triunfo limpiamente. Un sistema de castigos que no va más allá de una multa. Todas ellas, condiciones que crean una democracia de baja calidad. Todas ellas, condiciones donde cada quien hace lo que quiere y lo que puede. Todas ellas, condiciones que validan lo escrito por Thomas Fuller: “Tomen nota: la mayor parte de los hombres hace trampa sin escrúpulo, donde lo puede hacer sin temor”.

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