Sitio en Los Pinos
Fórmula de Gobierno
Rafael Loret de Mola / Desafío
En 1994, los observadores expertos tardaron en explicar el fenómeno electoral aduciendo que los mexicanos, pese a tantos escenarios de corrupción, habían votado en pro del continuismo y en contra de la barbarie... aunque ésta hubiese sido, como paradoja brutal, la condición imperante en el fin del sexenio salinista. De seguir los mismos en el poder, como demandaban los resultados, eran previsibles nuevos ajustes de cuentas entre los bandos políticos, infiltrados ya por los cárteles en ascenso -la Procuraduría General estimó siempre que esta línea impedía cerrar el manoseado expediente del crimen de Lomas Taurinas-, contrariando con ello la supuesta directriz del colectivo manifestada en las urnas. Entonces, ¿para qué habían sufragado los mexicanos?
En aquella perspectiva hubo dos lecturas relevantes:
1.- El candidato más gris, políticamente hablando, de cuantos había postulado el PRI y quien debió reducir su campaña a sólo tres meses, Ernesto Zedillo, se convirtió en el mexicano más votado de la historia, condición que le fue arrebatada por Enrique Peña con más de diecinueve millones de votos. Zedillo obtuvo poco más de 17 millones de sufragios, muy lejanos a los resultados obtenidos por Vicente Fox y los "reconocidos" a favor de Felipe Calderón.
2.- El asesinato de Luis Donaldo Colosio, a mansalva y sin que aún se determinen las autorías intelectuales para sostener oficialmente la tesis del "tirador solitario", se convirtió, por añadidura, en el más exitoso de los actos proselitistas del partido oficial aunque el señalamiento nos produzca náuseas. A partir del magnicidio los momios cambiaron y los opositores, sobre todo el panista Diego Fernández de Cevallos, mordieron el polvo e incluso optaron por replegarse para dejar pasar, una vez más, la pesada maquinaria institucional.
Fue en este punto en donde comenzamos a desenredar la madeja. Hubiese sido ingenuo considerar que la operatividad del suspirante oscuro habría sido suficiente para trocar las cosas; o que la disidencia, sencillamente, naufragara bajo la presión de las circunstancias y los anuncios de mayor violencia. Escuché decir a algún priísta empedernido, con intenciones de explicar el fenómeno:
--Cuando están ante las urnas, a los mexicanos les tiembla la mano y votan por el PRI. Saben que otra cosa podría asfixiarlos.
Entendí, por supuesto, que tal era la filosofía del miedo, cuyo secreto es extenderlo tanto como sea posible para hacerlo pesar en cada conciencia vulnerable y por ende manipulable. El temor no sólo a la destrucción del propio entorno sino también a los riesgos de otear hacia otras perspectivas para intentar vencer las grandes inercias del establishment y a cuantos, sexenio a sexenio, se cubren entre sí las espaldas para seguir medrando con el conformismo y la perseverante resignación.
Miedo a los subversivos y a lo desconocido; a los terremotos financieros y políticos; a las vendettas de las mafias organizadas y al alza, también socialmente, mientras los partidos se empequeñecen o extravían cada vez a un ritmo mayor; a las destemplanzas y a las crisis que asfixian los hogares y depauperan a cuantos dependen de sus emolumentos cotidianos; a los poderosos del norte que aprovechan cada una de nuestras debilidades ancestrales para expandirse y marginarnos. Miedo, en fin, al cambio de estafeta en ausencia de conocimientos firmes sobre quienes podrían reemplazar a los predadores de la vieja e intratable clase política.
Con el temor aflorando desde cada elector, tras la prolongación de los homicidios políticos -tras las elecciones cayó Francisco Ruiz Massieu como víctima de una intriga palaciega con tintes de cobardes venganzas personales-, Zedillo fue ungido mandatario aun cuando no se lo hubiera planteado cuando ingresó al gabinete de Salinas. Acaso pensaba que los consejos de Joseph-Marie Córdoba Montoya, quien aseguró su plan alternativo contra las corrientes triunfalistas, eran sólo buenos deseos... hasta que la sangre política corrió en una ladera de Tijuana desde donde la frontera se extiende zigzagueante como cada episodio de la crónica del México moderno.
Diecicho años después acaso han cambiado algunos rostros y otros sólo muestran el maquillaje obligado por el paso del tiempo. Pero el miedo no se ha ido. Permanece en rincones y rúas, en oficinas y hogares, en cada empresa y en los partidos políticos; también entre los mandos castrenses en donde nadie se atreve a señalar a los perniciosos; y no se diga en los escenarios gubernamentales marcados por el medio tiempo del mandatario en funciones y las posteriores cotidianas entre quienes representan la seguridad del Estado pero no se inhiben al desprenderse de los uniformes y las jerarquías para sentirse más poderosos, institucionalmente hablando, que los conflictos resistentes a los que no pueden superar. Son sólo unas horas y enseguida vuelve el miedo.
Debate
El temor arraigado crece. Debo confesar a mis amables lectores que en ninguna otra ocasión, como ahora, ha sido tan manifiesto el miedo entre cuantos integramos esta compleja y plural sociedad mexicana. Ni bajo los flagelos de los autoritarismos presidenciales -digamos, 1968-, ni en aquellos días -otra vez 1994- cuando despertamos al año nuevo con el clamor del "Ya Basta" en voces que parecían entonces irreductibles.
Ahora todo es angustia. Lo mismo la percepción de que, "en cualquier momento", nos llega una catástrofe sísmica como la de Chile o Haití, o la que indica hacia la descomposición política extrema para explicar algunas candidaturas con sesgos de parodias. Lo peor no es cuanto observamos alrededor del acorralado Calderón -su rostro, cada día, es reflejo de su propia impotencia operativa-, sino al medir intenciones, perfiles y bocetos de cuantos aspiran a ganar el futuro inmediato sin otro plan que sentarse en la novelada "silla del águila" para alcanzar la utopía de sentirse semidioses.
Insisto: incluso en el cauce de las editoriales, por donde deambula este columnista, encuentro los mismos rastros del miedo. Jamás las presiones habían sido tan sostenidas y estrictas, tan frecuentes, sobre emisoras, cotidianos y empresas diversas de comunicación. Antes podía dialogarse con los emisarios del gobierno federal -aun cuando poco pudiera hacerse ante una consigna salvo acatarla-; ahora los mismos exigen pero no cesan sus afanes persecutorios ni siquiera cuando las consignas son cumplimentadas. El agobio es insoportable entre quienes deben matizar las amenazas sin claudicar en los principios torales sobre la libertad de expresión.
Por eso, desde luego, crece el miedo. Más cuando se establece que quienes advierten son los mandos con fuerza pública. El conflicto es que, además, el mismo entorno sirve de camuflaje: si se afrenta a un periodista, por ejemplo, ¿no es bastante más sencillo culpar de ello a la delincuencia organizada sin mirar la viga gubernamental? Y desde este punto se expanden las censuras.
Hay miedo, igualmente, entre la clase política que reconoce la presencia de capos y cárteles como elementos definitorios de los procesos. En algunas entidades, como Sinaloa, la estabilidad de las candidaturas depende, en gran medida, de las buenas "alianzas" o de las complicidades, para decirlo sin eufemismos. Así me lo han reconocido varios de los protagonistas. Y lo que falta, por desgracia.
Pero no hay temor mayor, subrayo, que el del gesto presidencial atribulado por la imposibilidad de ofrecer resultados no sólo en Ciudad Juárez sino ante la nación atribulada. Se le fue el tiempo, sí, sin ganarse los controles ni asegurar las lealtades. Está más solo que nunca, sitiado en la propia residencia oficial, sin otra ilusión más que el tiempo pase volando. Pero el miedo no se irá tan fácilmente.
La Anécdota
Entre los viejos lobos de la política se apuesta por los apotegmas notables que definen y describen no sólo al sistema sino a los mexicanos mismos.
Así, un conocido ex gobernador del sureste solía repetir:
--Definitivamente, se puede gobernar de muchas maneras... menos con miedo.
Explicaba que el temor ofusca y cancela los controles, aprieta el espíritu y anula toda iniciativa personal. Los medrosos deben asumir que no están hechos para el liderazgo ni, mucho menos, para el ejercicio de las funciones públicas porque su timidez inhibe cualquier posible decisión.
Vale el mensaje para quien quiera recibirlo en el turbulento México de hoy.
loretdemola.rafael@yahoo.com.mx
MUCHOS APOSTARON A QUE LA CRISPACIÓN DEL 2006 NO VERÍA UNA SEGUNDA EDICIÓN. NOS HABLARON DE LA "REPÚBLICA AMOROSA" Y EN LA FRASE COMENZÓ EL FRAUDE CONTRA UNA SOCIEDAD INDEFENSA ANTE EL ALUD DE DECLARACIONES POCO SUSTENTABLES Y DENUNCIAS EN LAS QUE SE PRETENDE ELEVAR LAS SANCIONES ESTABLECIDAS AL GUSTO DE CADA PARTIDO. SIN SIGNOS DE DEMOCRACIA.
Fórmula de Gobierno
Rafael Loret de Mola / Desafío
En 1994, los observadores expertos tardaron en explicar el fenómeno electoral aduciendo que los mexicanos, pese a tantos escenarios de corrupción, habían votado en pro del continuismo y en contra de la barbarie... aunque ésta hubiese sido, como paradoja brutal, la condición imperante en el fin del sexenio salinista. De seguir los mismos en el poder, como demandaban los resultados, eran previsibles nuevos ajustes de cuentas entre los bandos políticos, infiltrados ya por los cárteles en ascenso -la Procuraduría General estimó siempre que esta línea impedía cerrar el manoseado expediente del crimen de Lomas Taurinas-, contrariando con ello la supuesta directriz del colectivo manifestada en las urnas. Entonces, ¿para qué habían sufragado los mexicanos?
En aquella perspectiva hubo dos lecturas relevantes:
1.- El candidato más gris, políticamente hablando, de cuantos había postulado el PRI y quien debió reducir su campaña a sólo tres meses, Ernesto Zedillo, se convirtió en el mexicano más votado de la historia, condición que le fue arrebatada por Enrique Peña con más de diecinueve millones de votos. Zedillo obtuvo poco más de 17 millones de sufragios, muy lejanos a los resultados obtenidos por Vicente Fox y los "reconocidos" a favor de Felipe Calderón.
2.- El asesinato de Luis Donaldo Colosio, a mansalva y sin que aún se determinen las autorías intelectuales para sostener oficialmente la tesis del "tirador solitario", se convirtió, por añadidura, en el más exitoso de los actos proselitistas del partido oficial aunque el señalamiento nos produzca náuseas. A partir del magnicidio los momios cambiaron y los opositores, sobre todo el panista Diego Fernández de Cevallos, mordieron el polvo e incluso optaron por replegarse para dejar pasar, una vez más, la pesada maquinaria institucional.
Fue en este punto en donde comenzamos a desenredar la madeja. Hubiese sido ingenuo considerar que la operatividad del suspirante oscuro habría sido suficiente para trocar las cosas; o que la disidencia, sencillamente, naufragara bajo la presión de las circunstancias y los anuncios de mayor violencia. Escuché decir a algún priísta empedernido, con intenciones de explicar el fenómeno:
--Cuando están ante las urnas, a los mexicanos les tiembla la mano y votan por el PRI. Saben que otra cosa podría asfixiarlos.
Entendí, por supuesto, que tal era la filosofía del miedo, cuyo secreto es extenderlo tanto como sea posible para hacerlo pesar en cada conciencia vulnerable y por ende manipulable. El temor no sólo a la destrucción del propio entorno sino también a los riesgos de otear hacia otras perspectivas para intentar vencer las grandes inercias del establishment y a cuantos, sexenio a sexenio, se cubren entre sí las espaldas para seguir medrando con el conformismo y la perseverante resignación.
Miedo a los subversivos y a lo desconocido; a los terremotos financieros y políticos; a las vendettas de las mafias organizadas y al alza, también socialmente, mientras los partidos se empequeñecen o extravían cada vez a un ritmo mayor; a las destemplanzas y a las crisis que asfixian los hogares y depauperan a cuantos dependen de sus emolumentos cotidianos; a los poderosos del norte que aprovechan cada una de nuestras debilidades ancestrales para expandirse y marginarnos. Miedo, en fin, al cambio de estafeta en ausencia de conocimientos firmes sobre quienes podrían reemplazar a los predadores de la vieja e intratable clase política.
Con el temor aflorando desde cada elector, tras la prolongación de los homicidios políticos -tras las elecciones cayó Francisco Ruiz Massieu como víctima de una intriga palaciega con tintes de cobardes venganzas personales-, Zedillo fue ungido mandatario aun cuando no se lo hubiera planteado cuando ingresó al gabinete de Salinas. Acaso pensaba que los consejos de Joseph-Marie Córdoba Montoya, quien aseguró su plan alternativo contra las corrientes triunfalistas, eran sólo buenos deseos... hasta que la sangre política corrió en una ladera de Tijuana desde donde la frontera se extiende zigzagueante como cada episodio de la crónica del México moderno.
Diecicho años después acaso han cambiado algunos rostros y otros sólo muestran el maquillaje obligado por el paso del tiempo. Pero el miedo no se ha ido. Permanece en rincones y rúas, en oficinas y hogares, en cada empresa y en los partidos políticos; también entre los mandos castrenses en donde nadie se atreve a señalar a los perniciosos; y no se diga en los escenarios gubernamentales marcados por el medio tiempo del mandatario en funciones y las posteriores cotidianas entre quienes representan la seguridad del Estado pero no se inhiben al desprenderse de los uniformes y las jerarquías para sentirse más poderosos, institucionalmente hablando, que los conflictos resistentes a los que no pueden superar. Son sólo unas horas y enseguida vuelve el miedo.
Debate
El temor arraigado crece. Debo confesar a mis amables lectores que en ninguna otra ocasión, como ahora, ha sido tan manifiesto el miedo entre cuantos integramos esta compleja y plural sociedad mexicana. Ni bajo los flagelos de los autoritarismos presidenciales -digamos, 1968-, ni en aquellos días -otra vez 1994- cuando despertamos al año nuevo con el clamor del "Ya Basta" en voces que parecían entonces irreductibles.
Ahora todo es angustia. Lo mismo la percepción de que, "en cualquier momento", nos llega una catástrofe sísmica como la de Chile o Haití, o la que indica hacia la descomposición política extrema para explicar algunas candidaturas con sesgos de parodias. Lo peor no es cuanto observamos alrededor del acorralado Calderón -su rostro, cada día, es reflejo de su propia impotencia operativa-, sino al medir intenciones, perfiles y bocetos de cuantos aspiran a ganar el futuro inmediato sin otro plan que sentarse en la novelada "silla del águila" para alcanzar la utopía de sentirse semidioses.
Insisto: incluso en el cauce de las editoriales, por donde deambula este columnista, encuentro los mismos rastros del miedo. Jamás las presiones habían sido tan sostenidas y estrictas, tan frecuentes, sobre emisoras, cotidianos y empresas diversas de comunicación. Antes podía dialogarse con los emisarios del gobierno federal -aun cuando poco pudiera hacerse ante una consigna salvo acatarla-; ahora los mismos exigen pero no cesan sus afanes persecutorios ni siquiera cuando las consignas son cumplimentadas. El agobio es insoportable entre quienes deben matizar las amenazas sin claudicar en los principios torales sobre la libertad de expresión.
Por eso, desde luego, crece el miedo. Más cuando se establece que quienes advierten son los mandos con fuerza pública. El conflicto es que, además, el mismo entorno sirve de camuflaje: si se afrenta a un periodista, por ejemplo, ¿no es bastante más sencillo culpar de ello a la delincuencia organizada sin mirar la viga gubernamental? Y desde este punto se expanden las censuras.
Hay miedo, igualmente, entre la clase política que reconoce la presencia de capos y cárteles como elementos definitorios de los procesos. En algunas entidades, como Sinaloa, la estabilidad de las candidaturas depende, en gran medida, de las buenas "alianzas" o de las complicidades, para decirlo sin eufemismos. Así me lo han reconocido varios de los protagonistas. Y lo que falta, por desgracia.
Pero no hay temor mayor, subrayo, que el del gesto presidencial atribulado por la imposibilidad de ofrecer resultados no sólo en Ciudad Juárez sino ante la nación atribulada. Se le fue el tiempo, sí, sin ganarse los controles ni asegurar las lealtades. Está más solo que nunca, sitiado en la propia residencia oficial, sin otra ilusión más que el tiempo pase volando. Pero el miedo no se irá tan fácilmente.
La Anécdota
Entre los viejos lobos de la política se apuesta por los apotegmas notables que definen y describen no sólo al sistema sino a los mexicanos mismos.
Así, un conocido ex gobernador del sureste solía repetir:
--Definitivamente, se puede gobernar de muchas maneras... menos con miedo.
Explicaba que el temor ofusca y cancela los controles, aprieta el espíritu y anula toda iniciativa personal. Los medrosos deben asumir que no están hechos para el liderazgo ni, mucho menos, para el ejercicio de las funciones públicas porque su timidez inhibe cualquier posible decisión.
Vale el mensaje para quien quiera recibirlo en el turbulento México de hoy.
loretdemola.rafael@yahoo.com.mx
MUCHOS APOSTARON A QUE LA CRISPACIÓN DEL 2006 NO VERÍA UNA SEGUNDA EDICIÓN. NOS HABLARON DE LA "REPÚBLICA AMOROSA" Y EN LA FRASE COMENZÓ EL FRAUDE CONTRA UNA SOCIEDAD INDEFENSA ANTE EL ALUD DE DECLARACIONES POCO SUSTENTABLES Y DENUNCIAS EN LAS QUE SE PRETENDE ELEVAR LAS SANCIONES ESTABLECIDAS AL GUSTO DE CADA PARTIDO. SIN SIGNOS DE DEMOCRACIA.
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