Pemex: enemigo en casa

El lastre de Suárez Coppel
La Tonatzin, privatizadora

Carlos Fernández-Vega / México SA


Desde que 30 años atrás se instaló en Los Pinos, muchísimos han sido los eufemismos utilizados por la tecnocracia neoliberal para desmantelar el aparato productivo del Estado y justificar la brutal privatización de los bienes nacionales (favorable para un reducido grupo de amigos del régimen, autóctonos y trasnacionales): desincorporación, modernización , redimensionamiento, capitalización, inversión complementaria, asociación estratégica, democratización del capital, apertura regulada, seguridad jurídica para los inversionistas privados (donde la Constitución claramente lo prohíbe), etcétera, etcétera.

Por esa ruta eufemística terminaron privatizados, y en no pocos casos extranjerizados, bancos, aerolíneas, ferrocarriles, satélites, telecomunicaciones, puertos y aeropuertos, ingenios azucareros, fertilizantes, empresas mineras, cementeras, textileras, hoteleras, refresqueras, papeleras, siderúrgicas, químicas y petroquímicas, armadoras, electricidad, gas, tendido de fibra óptica, y lo que se quede en el tintero. Sólo faltaron Los Pinos y Palacio Nacional (los inmuebles, desde luego, porque sus inquilinos también fueron privatizados). Cualquier pretexto ha sido bueno para los tecnócratas, con tal de borrar del mapa los bienes del Estado y privatizar la riqueza nacional.

Pero la ridícula inventiva privatizadora no había alcanzado el nivel recién registrado por Juan José Suárez Coppel, director general de Petróleos Mexicanos: ser una paraestatal es un lastre para Pemex, por lo que urge modificar la Constitución para otorgarle autonomía de gestión y presupuestal y para que las puertas se abran de par en par en el sector y se permita la llegada del capital privado (inversión complementaria), según dice el ínclito funcionario, quien para rematar su brillante idea recurrió a la madre Tonatzin para justificar la por él tan ansiada privatización petrolera: la Virgen de Guadalupe nos sonrió (La Jornada, Israel Rodríguez), ergo, le autorizó la privatización.

Cinco sexenios al hilo (de Miguel de la Madrid a Felipe Calderón; seis si en Los Pinos se instala el que también olímpicamente mete la pata en Twitter), y no han podido privatizar el petróleo, aunque no quitan el dedo del renglón. Lo han intentado por todos los medios, por todos los rincones, por todos los resquicios legales, mediante todo tipo de trucos legaloides, pero no lo han logrado al ciento por ciento. Han invertido todo el tiempo y el dinero para hallar la ruta privatizadora, pero no en mejorar el perfil y la productividad de Pemex, ni en combatir la brutal corrupción que impera en la paraestatal y en la empresa privada asociada –disfrazada de sindicato– propiedad de Carlos Romero Deschamps. Miles de millones de pesos en corrupción, en negocios fallidos, en proyectos equivocados, en aventuras especulativas, en altísimos salarios y prestaciones de la burocracia dorada, pero el lastre, dice Suárez Coppel, es ser una paraestatal.

Treinta años de venta de garaje privatizando la infraestructura productiva del Estado (a estas alturas muy poco es lo queda, por no decir nada), y la tecnocracia no tiene llenadera. No está satisfecha con el resultado, por mucho que su política ha dejado un lamentable tiradero en el país, y sólo ha concentrado más la riqueza y el poder de unos cuantos. Pero quiere más, y va por la joya de la corona. ¿Qué haría el gobierno federal (y, por ende, los estatales) con un Pemex entregado al capital privado? ¿De dónde sacaría, como ahora, los 35-40 centavos de cada peso presupuestal? ¿De los inversionistas privados que se queden con la gallina de los huevos de oro negro?

Como se ha comentado en este espacio, en esas tres décadas los barones autóctonos y foráneos se quedaron con prácticamente toda la infraestructura productiva del Estado, bajo la premisa –según repitieron los cinco inquilinos de Los Pinos involucrados en esa venta de garaje, cuya última pieza es Pemex– de que el capital privado generaría crecimiento económico, empleos a granel, con todas las prestaciones de ley excelentemente remunerados, con precios a la baja por la creciente competencia, mayor fortaleza del erario (porque no sólo captaría más impuestos del capital privado, sino que ahorraría multimillonarias cantidades otrora destinadas a mantener el aparato paraestatal), bienestar a los naturales y un futuro más que venturoso, de tal suerte que México, con todo y habitantes, se convertiría en el primer mundo del primer mundo y en la envidia de las comunidad de naciones, toda vez que el gobierno no sólo ahorraría miles y miles de millones de pesos, sino que se dedicaría de tiempo completo al crecimiento y al desarrollo de esta gran nación. ¿Qué sucedió?: exactamente lo contrario.

Aunque lo hace de forma encubierta (mal, desde luego, porque todos los saben), Suárez Coppel debería emplearse abiertamente con alguno de los consorcios nacionales y extranjeros que pugnan por la privatización del petróleo mexicano. Por ejemplo, podría ser secretario particular del ex embajador Jeffrey Davidow, quien a los mexicanos ha prometido que progresarían al estilo Noruega si finalmente le abren la puerta de par en par a las trasnacionales del ramo. O tal vez podría fungir como asistente del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (que concentra la crema y nata de los barones autóctonos), o de alguna trasnacional petrolera, a elegir. Pero lo que no puede permitirse es que siendo parte del gobierno federal descaradamente promueva algo que la Constitución prohíbe. Está en su derecho que no le guste lo que dicta la Carta Magna, pero como funcionario está obligado a su cumplimiento.

Y para rematar, Suárez Coppel repitió la cantaleta de que sería un grave error construir refinerías en el país, pues no es, financieramente, un buen negocio. Pues bien, retomo lo aquí escrito semanas atrás (29 de junio de 2012) para conocer de qué tamaño es el negocio y quién se lo queda: la falta de infraestructura para refinar los petrolíferos que consume el mercado nacional, particularmente gasolinas automotrices, le ha costado al país 112 mil 569.2 millones de dólares, además de una cantidad superior a 511 mil millones de pesos en subsidios durante el actual gobierno. Con base en informes oficiales, el actual gobierno federal gastó 53 por ciento de los ingresos por exportaciones petroleras en la compra de un volumen cada vez mayor de combustibles automotrices, que alcanzó su máximo nivel histórico en octubre del año pasado. En efecto, no es negocio para México (que es el que paga), pero qué tal para los refinadores en el extranjero (que son los que cobran).

Las rebanadas del pastel

Entonces, si de lastre se trata, mejor que Suárez Coppel busque chamba en el sector privado.

Comentarios