Jorge Javier Romero Vadillo
Por fin, después de mes y medio de dimes y diretes, de una fuerte impugnación de la elección por parte del candidato que quedó en segundo lugar y la coalición que lo apoya; después de que el Presidente de la República mismo hubiera dicho que las autoridades deberían actuar ante las denuncias de compra de votos –como si él no fuera el jefe de la autoridad encargada de perseguir los delitos electorales–, ayer nos enteramos de que la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales, dependencia de la Procuraduría General de la República que tiene el mandato de ley de perseguir de oficio las violaciones al Código Penal Federal en materia electoral, había solicitado al Tribunal Electoral el acceso a las tarjetas presentadas como prueba de sus dichos por los quejosos de la Coalición Movimiento Progresista.
¿Será que la FEPADE es una agencia investigadora sigilosa, que actúa con prudencia y se toma su tiempo para presentar casos sólidos a los jueces? Lo dudo, si nos atenemos a sus resultados, pues si alguna parte del entramado institucional construido en 1996 ha resultado poco eficiente ha sido precisamente ésta, a la que le toca castigar los perseguir electorales. Los sucesivos fiscales –María de los Ángeles Fromow, Arely Gómez, José Luis Vargas– han atribuido los malos resultados de sus gestiones a la debilidad normativa, pues el catálogo de delitos electorales no se ha modificado desde 1996, cuando se creó el marco legal penal de la legislación electoral. Mientras que el COFIPE ha sido sucesivamente reformado, al grado de que en 2007 de plano hicieron los legisladores uno nuevo, los delitos electorales y sus penas se han mantenido inmutables.
La compra del voto, por ejemplo, el delito más reclamado durante la última elección, no es considerado por el Código Penal como grave y sólo se castiga con una pena de seis meses a tres años de prisión; es decir, de acuerdo con la ley actual, nadie acaba realmente en la cárcel por comprar votos. Sin embargo, el hecho es que la FEPADE no ha demostrado una eficacia encomiable en un país donde las prácticas corporativas y clientelistas forman parte sustancial de la historia política y están vivitas y coleando. Se trata de una manera de hacer las cosas arraigada en la política mexicana y que no es exclusiva de un partido, a pesar de que ha ido perdiendo efectividad en la medida en que se han debilitado los instrumentos de coacción a la mano de los políticos para garantizar el cumplimiento del contrato clientelista. Si ya no se puede chantajear con el crédito de Banrural, ni con la compra de la cosecha por la CONASUPO, la posibilidad real de coacción del sufragio rural, por ejemplo, es mucho más endeble, además de que ha crecido la conciencia de que el voto es secreto.
En realidad, la compra del voto es una estrategia muy poco eficiente y es prácticamente imposible que tenga un efecto masivo en una elección nacional. ¿Por qué, sin embargo, los operadores políticos se empeñan en usarla? Pues porque es la manera en a que saben hacer las cosas –esa es la especialidad de muchos de los intermediarios de la política mexicana que militan en todos los partidos– y porque tienen dinero y no saben en que otra cosa usarlo, sobre todo ahora que ya no gastan en propaganda en medios electrónicos tradicionales.
Desde luego que la baja eficiencia de la estrategia no debe llevar a que no se le persiga; se trata de un delito tipificado, por lo tanto la autoridad tiene la obligación de investigar y de llevar ante los tribunales a los presuntos responsables de cometerlo. Y eso debería ocurrir incluso sin que medie denuncia, sólo con los indicios que la propia fiscalía posea. Y de que hay indicios los hay.
Por su parte, si la intención del Movimiento Progresista es realmente que las elecciones en México no estén plagadas de este tipo de prácticas, entonces bien hubieran hecho en presentar sus pruebas ante la fiscalía y en armar un buen caso, más allá de su impugnación por la vía electoral. Como bien saben los propios validos de López Obrador, el fallo del tribunal puede ser un buen precedente para impulsar una nueva reforma electoral, pero la posibilidad de que se revierta el resultado de la elección presidencial es cercana a cero. Eso no quita que sea legítima su demanda, aunque bien hubieran hecho en presentar mejor sustentado su caso.
En cambio, con un buen acopio de pruebas –no pollitos y chivos–, la Coalición si podría tener éxito en sus denuncias por la vía penal y lograr que la FEPADE consignara ante los jueces a los operadores políticos concretos que cometieron los delitos aducidos. Con todo y la ineficiencia de la fiscalía y la suavidad de las penas tipificadas, un buen caso se podría abrir paso hasta lograr algunas condenas ejemplares. Esa vía sí podría resultar exitosa y contribuiría a que el clientelismo electoral comenzara a desterrarse del país. Pero me temo que el objetivo de López Obrador y su coalición no es justiciero sino político y que ni siquiera va dirigido a debilitar a Peña Nieto sino a garantizar la supervivencia del caudillo menguante. Una pena.
Por fin, después de mes y medio de dimes y diretes, de una fuerte impugnación de la elección por parte del candidato que quedó en segundo lugar y la coalición que lo apoya; después de que el Presidente de la República mismo hubiera dicho que las autoridades deberían actuar ante las denuncias de compra de votos –como si él no fuera el jefe de la autoridad encargada de perseguir los delitos electorales–, ayer nos enteramos de que la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales, dependencia de la Procuraduría General de la República que tiene el mandato de ley de perseguir de oficio las violaciones al Código Penal Federal en materia electoral, había solicitado al Tribunal Electoral el acceso a las tarjetas presentadas como prueba de sus dichos por los quejosos de la Coalición Movimiento Progresista.
¿Será que la FEPADE es una agencia investigadora sigilosa, que actúa con prudencia y se toma su tiempo para presentar casos sólidos a los jueces? Lo dudo, si nos atenemos a sus resultados, pues si alguna parte del entramado institucional construido en 1996 ha resultado poco eficiente ha sido precisamente ésta, a la que le toca castigar los perseguir electorales. Los sucesivos fiscales –María de los Ángeles Fromow, Arely Gómez, José Luis Vargas– han atribuido los malos resultados de sus gestiones a la debilidad normativa, pues el catálogo de delitos electorales no se ha modificado desde 1996, cuando se creó el marco legal penal de la legislación electoral. Mientras que el COFIPE ha sido sucesivamente reformado, al grado de que en 2007 de plano hicieron los legisladores uno nuevo, los delitos electorales y sus penas se han mantenido inmutables.
La compra del voto, por ejemplo, el delito más reclamado durante la última elección, no es considerado por el Código Penal como grave y sólo se castiga con una pena de seis meses a tres años de prisión; es decir, de acuerdo con la ley actual, nadie acaba realmente en la cárcel por comprar votos. Sin embargo, el hecho es que la FEPADE no ha demostrado una eficacia encomiable en un país donde las prácticas corporativas y clientelistas forman parte sustancial de la historia política y están vivitas y coleando. Se trata de una manera de hacer las cosas arraigada en la política mexicana y que no es exclusiva de un partido, a pesar de que ha ido perdiendo efectividad en la medida en que se han debilitado los instrumentos de coacción a la mano de los políticos para garantizar el cumplimiento del contrato clientelista. Si ya no se puede chantajear con el crédito de Banrural, ni con la compra de la cosecha por la CONASUPO, la posibilidad real de coacción del sufragio rural, por ejemplo, es mucho más endeble, además de que ha crecido la conciencia de que el voto es secreto.
En realidad, la compra del voto es una estrategia muy poco eficiente y es prácticamente imposible que tenga un efecto masivo en una elección nacional. ¿Por qué, sin embargo, los operadores políticos se empeñan en usarla? Pues porque es la manera en a que saben hacer las cosas –esa es la especialidad de muchos de los intermediarios de la política mexicana que militan en todos los partidos– y porque tienen dinero y no saben en que otra cosa usarlo, sobre todo ahora que ya no gastan en propaganda en medios electrónicos tradicionales.
Desde luego que la baja eficiencia de la estrategia no debe llevar a que no se le persiga; se trata de un delito tipificado, por lo tanto la autoridad tiene la obligación de investigar y de llevar ante los tribunales a los presuntos responsables de cometerlo. Y eso debería ocurrir incluso sin que medie denuncia, sólo con los indicios que la propia fiscalía posea. Y de que hay indicios los hay.
Por su parte, si la intención del Movimiento Progresista es realmente que las elecciones en México no estén plagadas de este tipo de prácticas, entonces bien hubieran hecho en presentar sus pruebas ante la fiscalía y en armar un buen caso, más allá de su impugnación por la vía electoral. Como bien saben los propios validos de López Obrador, el fallo del tribunal puede ser un buen precedente para impulsar una nueva reforma electoral, pero la posibilidad de que se revierta el resultado de la elección presidencial es cercana a cero. Eso no quita que sea legítima su demanda, aunque bien hubieran hecho en presentar mejor sustentado su caso.
En cambio, con un buen acopio de pruebas –no pollitos y chivos–, la Coalición si podría tener éxito en sus denuncias por la vía penal y lograr que la FEPADE consignara ante los jueces a los operadores políticos concretos que cometieron los delitos aducidos. Con todo y la ineficiencia de la fiscalía y la suavidad de las penas tipificadas, un buen caso se podría abrir paso hasta lograr algunas condenas ejemplares. Esa vía sí podría resultar exitosa y contribuiría a que el clientelismo electoral comenzara a desterrarse del país. Pero me temo que el objetivo de López Obrador y su coalición no es justiciero sino político y que ni siquiera va dirigido a debilitar a Peña Nieto sino a garantizar la supervivencia del caudillo menguante. Una pena.
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