Escenografía delatora
Izquierda: dos rumbos
Protestas en curso
Julio Hernández López / Astillero
Tal como era ampliamente sabido y esperado, el tribunal electoral federal cumplió ayer con la parte final del proceso de imposición de Enrique Peña Nieto como nuevo ocupante de la casa comercial denominada Los Pinos. Los magistrados responsables de validar los tratos mercantiles desatendieron peligrosamente todos los indicios y pruebas aportadas por el candidato quejoso y se atrincheraron en la legalidad manipulada, desde la cual trazaron el camino libre para el retorno al poder del peor priísmo, abriendo puertas a la inconformidad ciudadana proveniente de dos campos: el de la oposición netamente electoral a los resultados fraudulentos y el del hartazgo largamente acumulado a causa de la corrupción, la ineficacia y la frivolidad de dos administraciones sexenales panistas y de las fundadas expectativas de continuidad agravada que ofrece el peñanietismo por venir.
La cerrazón de los magistrados enriquistas no afecta solamente a quienes pelearon lealmente dentro del marco democrático estatuido sino, en general, a los mexicanos todos, incluso a los que desde las filas del PRI creen haber ganado aun cuando ni siquiera les ha sido posible expresar legítimamente alguna forma de contento público (pues las múltiples evidencias de la compra electoral no permiten alborozos) y cuando, finalmente, sufrirán las mismas consecuencias que el resto de la sociedad en cuanto empiece el cobro de cuentas económicas y políticas por parte de los jefes de los cárteles de tres colores que concurrieron a las operaciones de inversión financiera con la seguridad de que durante el sexenio de Hidalgo podrán recuperarse y obtener ganancias, obviamente, con dañino cargo al erario.
El tribunal electoral –marcadamente comprometido con los intereses de las élites, conformado a partir de cuotas grupales y arreglos mafiosos– dice la última palabra desde una escenografía delatora: todo rigurosamente protegido por granaderos, vallas, policías y militares de civil (e incluso la sugerente presencia de civiles no reconocidos por ninguna corporación oficial, una especie de paramilitares como los que pretende impulsar el asesor colombiano Naranjo), más la cómplice cobertura afanosa de los medios de comunicación afines al resultado tan largamente sabido. Formalmente se cumple el último episodio de la telenovela electoral. Socialmente inicia un proceso de lucha cuyas consecuencias y desenlace son imprevisibles.
Desde una óptica tradicional están cubiertos los flancos peligrosos para el sistema político: llegado el plazo convenido, la izquierda electoral se vuelve a separar. De un lado, los ganadores formales (gobernadores, diputados, senadores, con Marcelo Ebrard, Manuel Camacho, los Chuchos y Amalia García como dirigentes; con la fracción bejaranista navegando con la manejable bandera de un lopezobradorismo canjeable, y con el cardenismo familiar buscando acomodo, si fuera en Pemex, mejor). Del otro, el candidato presidencial dos veces desplazado, quien está en condiciones personales de mayor desventaja para la resistencia frente al segundo fraude electoral en su contra: sin el PRD al que acabó fortaleciendo (y en especial a Los Chuchos); con el ansioso relevo colocado ya en la pista de arranque (Marcelo Ebrard que sueña con unificar a una izquierda moderna) y con un desgaste que no puede ser negado ni en los segmentos más duros de su base.
Y sin embargo, más allá de las características específicas del candidato, los partidos y las estrategias de ese polo izquierdista nuevamente golpeado en lo electoral, hay una extendida inconformidad por la manera como se dilucidó esta lucha pacífica por el poder público. No es que se defienda necesariamente a Andrés Manuel López Obrador. Es, más en concreto, que se reivindica el derecho de la sociedad a elegir sin que el peso del sistema aplaste las posibilidades de una alternancia desde la izquierda. Y, todavía con más precisión, que los antecedentes del peñanietismo apuntan con gran certeza a que un sexenio dominado por los factores de poder que compraron la versión 2012-2018 de la Presidencia de la República serán terriblemente dañinos para la nación y que los arreglos políticos entre ese priísmo regresivo y el calderonismo cínico auguran peores tiempos para los mexicanos.
Las primeras expresiones públicas de inconformidad se produjeron ayer mismo y continuarán hoy, ante la expectativa de que la sesión del tribunal electoral para convalidar a Peña Nieto se extienda hasta este viernes. En delante, el punto de litigio ya no será electoral, sino social y político. El propio AMLO habría cumplido su compromiso de respetar el pacto de civilidad al que lo condicionaron empresarios y televisoras. Ya no habrá más zanahoria electoral, sino una protesta popular a la que concienzudamente han tratado de desacreditar los voceros de la normalidad democrática, los periodistas, comentaristas e intelectuales que convocan a la unidad y el trabajo para dar paso a la imposición en curso.
Por su parte, Peña Nieto y sus duros aliados están dispuestos a demostrar su vocación represiva tan ostentada en San Salvador Atenco y tan orgullosamente reivindicada en la Ibero ante estudiantes. Calderón está plenamente dispuesto a ofrendar al sucesor cuanta ocurrencia represiva le sea planteada, así como ha decidido facilitar las cosas a los encopetados en materia de banda ancha y telecomunicaciones. Y, aun cuando le faltan largos y difíciles meses para rendir protesta, el ex gobernador del estado de México ha hecho saber que no le temblará la mano a la hora de aplicar la ley.
Y, mientras Josefina Vázquez Mota regresa a México, luego de mes y medio de vacaciones, cargada y recargada, ya con presidente electo, habiendo abandonado a su equipo personal de campaña, que fue desplazado por el calderonista sobre todo en el Senado, lista para restaurar su sonrisa vacía y sostener palabrería hueca, ¡feliz fin de semana, con Calderón anunciando una variante de última hora a la ley de víctimas que prometió a Javier Sicilia y luego incumplió!
Izquierda: dos rumbos
Protestas en curso
Julio Hernández López / Astillero
Tal como era ampliamente sabido y esperado, el tribunal electoral federal cumplió ayer con la parte final del proceso de imposición de Enrique Peña Nieto como nuevo ocupante de la casa comercial denominada Los Pinos. Los magistrados responsables de validar los tratos mercantiles desatendieron peligrosamente todos los indicios y pruebas aportadas por el candidato quejoso y se atrincheraron en la legalidad manipulada, desde la cual trazaron el camino libre para el retorno al poder del peor priísmo, abriendo puertas a la inconformidad ciudadana proveniente de dos campos: el de la oposición netamente electoral a los resultados fraudulentos y el del hartazgo largamente acumulado a causa de la corrupción, la ineficacia y la frivolidad de dos administraciones sexenales panistas y de las fundadas expectativas de continuidad agravada que ofrece el peñanietismo por venir.
La cerrazón de los magistrados enriquistas no afecta solamente a quienes pelearon lealmente dentro del marco democrático estatuido sino, en general, a los mexicanos todos, incluso a los que desde las filas del PRI creen haber ganado aun cuando ni siquiera les ha sido posible expresar legítimamente alguna forma de contento público (pues las múltiples evidencias de la compra electoral no permiten alborozos) y cuando, finalmente, sufrirán las mismas consecuencias que el resto de la sociedad en cuanto empiece el cobro de cuentas económicas y políticas por parte de los jefes de los cárteles de tres colores que concurrieron a las operaciones de inversión financiera con la seguridad de que durante el sexenio de Hidalgo podrán recuperarse y obtener ganancias, obviamente, con dañino cargo al erario.
El tribunal electoral –marcadamente comprometido con los intereses de las élites, conformado a partir de cuotas grupales y arreglos mafiosos– dice la última palabra desde una escenografía delatora: todo rigurosamente protegido por granaderos, vallas, policías y militares de civil (e incluso la sugerente presencia de civiles no reconocidos por ninguna corporación oficial, una especie de paramilitares como los que pretende impulsar el asesor colombiano Naranjo), más la cómplice cobertura afanosa de los medios de comunicación afines al resultado tan largamente sabido. Formalmente se cumple el último episodio de la telenovela electoral. Socialmente inicia un proceso de lucha cuyas consecuencias y desenlace son imprevisibles.
Desde una óptica tradicional están cubiertos los flancos peligrosos para el sistema político: llegado el plazo convenido, la izquierda electoral se vuelve a separar. De un lado, los ganadores formales (gobernadores, diputados, senadores, con Marcelo Ebrard, Manuel Camacho, los Chuchos y Amalia García como dirigentes; con la fracción bejaranista navegando con la manejable bandera de un lopezobradorismo canjeable, y con el cardenismo familiar buscando acomodo, si fuera en Pemex, mejor). Del otro, el candidato presidencial dos veces desplazado, quien está en condiciones personales de mayor desventaja para la resistencia frente al segundo fraude electoral en su contra: sin el PRD al que acabó fortaleciendo (y en especial a Los Chuchos); con el ansioso relevo colocado ya en la pista de arranque (Marcelo Ebrard que sueña con unificar a una izquierda moderna) y con un desgaste que no puede ser negado ni en los segmentos más duros de su base.
Y sin embargo, más allá de las características específicas del candidato, los partidos y las estrategias de ese polo izquierdista nuevamente golpeado en lo electoral, hay una extendida inconformidad por la manera como se dilucidó esta lucha pacífica por el poder público. No es que se defienda necesariamente a Andrés Manuel López Obrador. Es, más en concreto, que se reivindica el derecho de la sociedad a elegir sin que el peso del sistema aplaste las posibilidades de una alternancia desde la izquierda. Y, todavía con más precisión, que los antecedentes del peñanietismo apuntan con gran certeza a que un sexenio dominado por los factores de poder que compraron la versión 2012-2018 de la Presidencia de la República serán terriblemente dañinos para la nación y que los arreglos políticos entre ese priísmo regresivo y el calderonismo cínico auguran peores tiempos para los mexicanos.
Las primeras expresiones públicas de inconformidad se produjeron ayer mismo y continuarán hoy, ante la expectativa de que la sesión del tribunal electoral para convalidar a Peña Nieto se extienda hasta este viernes. En delante, el punto de litigio ya no será electoral, sino social y político. El propio AMLO habría cumplido su compromiso de respetar el pacto de civilidad al que lo condicionaron empresarios y televisoras. Ya no habrá más zanahoria electoral, sino una protesta popular a la que concienzudamente han tratado de desacreditar los voceros de la normalidad democrática, los periodistas, comentaristas e intelectuales que convocan a la unidad y el trabajo para dar paso a la imposición en curso.
Por su parte, Peña Nieto y sus duros aliados están dispuestos a demostrar su vocación represiva tan ostentada en San Salvador Atenco y tan orgullosamente reivindicada en la Ibero ante estudiantes. Calderón está plenamente dispuesto a ofrendar al sucesor cuanta ocurrencia represiva le sea planteada, así como ha decidido facilitar las cosas a los encopetados en materia de banda ancha y telecomunicaciones. Y, aun cuando le faltan largos y difíciles meses para rendir protesta, el ex gobernador del estado de México ha hecho saber que no le temblará la mano a la hora de aplicar la ley.
Y, mientras Josefina Vázquez Mota regresa a México, luego de mes y medio de vacaciones, cargada y recargada, ya con presidente electo, habiendo abandonado a su equipo personal de campaña, que fue desplazado por el calderonista sobre todo en el Senado, lista para restaurar su sonrisa vacía y sostener palabrería hueca, ¡feliz fin de semana, con Calderón anunciando una variante de última hora a la ley de víctimas que prometió a Javier Sicilia y luego incumplió!
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