Salvador García Soto
Aunque en las declaraciones Enrique Peña Nieto ha dicho que modificará la estrategia antinarco de Felipe Calderón, en los hechos, todo indica que los compromisos que ha adquirido el virtual ganador de la elección presidencial, tanto internos como externos, no le dejarán mucho margen para hacer grandes cambios a la política de seguridad y contra el crimen en el país. Dos naciones condicionan desde ahora la fidelidad de Peña Nieto a la idea de mantener la guerra contra el narcotráfico: Estados Unidos y Colombia.
Hay evidencias documentadas de que Peña enfrenta ya presiones para que se comprometa con claridad a mantener la misma línea de combate de fuerza que ha sostenido Calderón durante su mandato, con altos costos sociales y económicos. Y esas presiones llegan desde el otro lado de la frontera con mensajes que no dejan lugar a dudas. El 11 de junio pasado, en un editorial del diario The New York Times se cuestionaba duramente la indefinición de Peña Nieto para decir si seguiría la misma política calderonista de combate al narco.
Se aseguraba en ese texto, de la corresponsal en México, entre otras críticas a Peña que “fuentes de alto nivel en la Casa Blanca no están seguras del compromiso de Enrique Peña Nieto en la lucha contra el narcotráfico”. Casualidad o coincidencia, pero cuatro días después de esa publicación, el candidato del PRI presentaba en conferencia a Óscar Naranjo, ex director de la Policía Nacional de Colombia, como su nuevo asesor en materia de narcotráfico y combate al crimen organizado.
Y unas semanas después, justo un día después de la elección presidencial, el 2 de julio, el mismo NYT publicaba un artículo firmado por Peña Nieto en el que aseguraba que durante su mandato no habría “ni tregua ni pacto con el narcotráfico”, pero advertía que cambiaría la actual estrategia antinarcóticos de Calderón, aunque decía respetar el compromiso del actual Presidente. “Continuaré la lucha pero la estrategia debe cambiar, con más de 60 mil muertos en los últimos años”, decía Peña.
A pesar de marcar su diferencia con Calderón, la señal que el priista mandaba a Washington y los círculos de poder estadunidense era clara: al contratar al colombiano Óscar Naranjo, Peña le decía a la Casa Blanca que, tal como hizo en su momento Felipe Calderón, él seguiría los lineamientos y la experiencia de un país como Colombia que no sólo acató las políticas dictadas desde la capital estadunidense, sino que además terminó por ceder suelo y soberanía para la instalación de bases militares del país imperial.
En ese sentido Peña, que de palabra busca diferenciarse, se igualaba a su antecesor. Calderón también buscó, antes de asumir el poder -y curiosamente también antes de ser declarado presidente electo en el conflicto postelectoral del 2006- asesoría en Colombia, en la persona del ex presidente Álvaro Uribe, que se convirtió para el Presidente mexicano en algo más que un asesor y terminó siendo casi un gurú o un guía espiritual para él.
Fuentes cercanas confirman que Uribe desarrolló tal nivel de influencia personal y política en Felipe Calderón que lo convenció de dejar el catolicismo, religión que profesaba el actual Presidente, por una religión llamada “La Casa sobre la Roca”, una doctrina cristiana neopentecostal que, basada en las enseñanzas bíblicas, está adquiriendo fuerza en varios países de Latinoamérica y representa una nueva forma de derecha política. En México la sede de esa doctrina, que ahora profesan los Calderón, está en la ciudad de Cuernavaca.
Eso explica, dicen algunos analistas, el sentido de “misión” y de “cruzada” que Felipe Calderón ha dado a su estrategia contra el narcotráfico, donde a pesar de los evidentes costos sociales -más de 60 mil muertos- él está convencido de haber hecho un bien al país.
Ojalá la influencia colombiana en Enrique Peña Nieto no llegue a tanto ni tampoco confunda el sentido de colaboración, necesaria e inevitable con Estados Unidos, con una inexistente o servil política exterior hacia el poderoso vecino como la que ha privado en los seis años de calderonismo.
Aunque en las declaraciones Enrique Peña Nieto ha dicho que modificará la estrategia antinarco de Felipe Calderón, en los hechos, todo indica que los compromisos que ha adquirido el virtual ganador de la elección presidencial, tanto internos como externos, no le dejarán mucho margen para hacer grandes cambios a la política de seguridad y contra el crimen en el país. Dos naciones condicionan desde ahora la fidelidad de Peña Nieto a la idea de mantener la guerra contra el narcotráfico: Estados Unidos y Colombia.
Hay evidencias documentadas de que Peña enfrenta ya presiones para que se comprometa con claridad a mantener la misma línea de combate de fuerza que ha sostenido Calderón durante su mandato, con altos costos sociales y económicos. Y esas presiones llegan desde el otro lado de la frontera con mensajes que no dejan lugar a dudas. El 11 de junio pasado, en un editorial del diario The New York Times se cuestionaba duramente la indefinición de Peña Nieto para decir si seguiría la misma política calderonista de combate al narco.
Se aseguraba en ese texto, de la corresponsal en México, entre otras críticas a Peña que “fuentes de alto nivel en la Casa Blanca no están seguras del compromiso de Enrique Peña Nieto en la lucha contra el narcotráfico”. Casualidad o coincidencia, pero cuatro días después de esa publicación, el candidato del PRI presentaba en conferencia a Óscar Naranjo, ex director de la Policía Nacional de Colombia, como su nuevo asesor en materia de narcotráfico y combate al crimen organizado.
Y unas semanas después, justo un día después de la elección presidencial, el 2 de julio, el mismo NYT publicaba un artículo firmado por Peña Nieto en el que aseguraba que durante su mandato no habría “ni tregua ni pacto con el narcotráfico”, pero advertía que cambiaría la actual estrategia antinarcóticos de Calderón, aunque decía respetar el compromiso del actual Presidente. “Continuaré la lucha pero la estrategia debe cambiar, con más de 60 mil muertos en los últimos años”, decía Peña.
A pesar de marcar su diferencia con Calderón, la señal que el priista mandaba a Washington y los círculos de poder estadunidense era clara: al contratar al colombiano Óscar Naranjo, Peña le decía a la Casa Blanca que, tal como hizo en su momento Felipe Calderón, él seguiría los lineamientos y la experiencia de un país como Colombia que no sólo acató las políticas dictadas desde la capital estadunidense, sino que además terminó por ceder suelo y soberanía para la instalación de bases militares del país imperial.
En ese sentido Peña, que de palabra busca diferenciarse, se igualaba a su antecesor. Calderón también buscó, antes de asumir el poder -y curiosamente también antes de ser declarado presidente electo en el conflicto postelectoral del 2006- asesoría en Colombia, en la persona del ex presidente Álvaro Uribe, que se convirtió para el Presidente mexicano en algo más que un asesor y terminó siendo casi un gurú o un guía espiritual para él.
Fuentes cercanas confirman que Uribe desarrolló tal nivel de influencia personal y política en Felipe Calderón que lo convenció de dejar el catolicismo, religión que profesaba el actual Presidente, por una religión llamada “La Casa sobre la Roca”, una doctrina cristiana neopentecostal que, basada en las enseñanzas bíblicas, está adquiriendo fuerza en varios países de Latinoamérica y representa una nueva forma de derecha política. En México la sede de esa doctrina, que ahora profesan los Calderón, está en la ciudad de Cuernavaca.
Eso explica, dicen algunos analistas, el sentido de “misión” y de “cruzada” que Felipe Calderón ha dado a su estrategia contra el narcotráfico, donde a pesar de los evidentes costos sociales -más de 60 mil muertos- él está convencido de haber hecho un bien al país.
Ojalá la influencia colombiana en Enrique Peña Nieto no llegue a tanto ni tampoco confunda el sentido de colaboración, necesaria e inevitable con Estados Unidos, con una inexistente o servil política exterior hacia el poderoso vecino como la que ha privado en los seis años de calderonismo.
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