¿Por qué hemos de aceptar la imposición?

Epigmenio Ibarra

Muy caro pagó el país haber aceptado que, luego de unas elecciones viciadas de origen, llegara al poder Felipe Calderón Hinojosa.

Rasgaron entonces sus vestiduras los medios, las buenas conciencias, los poderes fácticos. Quienes resistimos fuimos tachados, como hoy, de necios, de resentidos, de revoltosos.

Al final, “haiga sido como haiga sido”, se instaló en el poder un hombre que no fue elegido por la mayoría de los ciudadanos. Al final, la democracia mexicana sufrió un golpe casi mortal.

Solo la tenacidad de Andrés Manuel López Obrador la mantuvo con vida al conducir la resistencia dentro de los límites de la legalidad institucional.

Como Cuauhtémoc Cárdenas, en el 88, López Obrador no cayó en la tentación de promover la insurrección. Puso al país y a la paz por encima de sus intereses personales y partidarios.

Fue, paradójicamente, el que lo tachaba de ser “un peligro para México”; Felipe Calderón el que ensangrentó a México.

Para legitimarse lanzó al país a una guerra insensata contra un enemigo que, hoy, está más fuerte que nunca.

¿Vamos a permitir que suceda otra vez?

¿Cuál será el costo que deberemos pagar los mexicanos si llega al poder, pese a todas las irregularidades en el proceso electoral, Enrique Peña Nieto?

¿Por qué —me pregunto— debemos aceptar la imposición?

Aunque Peña Nieto lo niegue y los medios nacionales, salvo honrosas excepciones, lo callen, lo cierto —y sobran las evidencias— es que el PRI realizó una gigantesca operación de compra de votos.

Luego de excederse en los límites legales de gasto de campaña el PRI y Peña Nieto consideraron que al bombardeo propagandístico había que reforzarlo comprando los votos de centenares de miles, quizá de millones de mexicanos.

Fue tan grande la operación que no pudieron borrar sus huellas.

Huellas que la autoridad se niega a seguir, pese a que, quizá, se configuren ahí otra serie de delitos (lavado de dinero, asociación delictuosa) pero que los ciudadanos no perdemos de vista.

Nunca antes tantos millones habían observado, como lo hicieron hoy, articulando sus esfuerzos a través de las redes sociales, una elección.

Nunca antes se habían acumulado tal cantidad de videos, testimonios, fotografías que documentan la compra del voto.

Nunca habían circulado tan profusamente dichas evidencias y jamás habían sido conocidas por tantos millones de personas.

De las redes esta información ha saltado a las páginas de la prensa internacional. Hoy mandatarios extranjeros que se apresuraron a reconocer a Peña Nieto se ven exhibidos por esos medios.

Cayeron estos mandatarios víctimas de la operación montada por Josefina Vázquez, Gabriel Quadri, Leonardo Valdés, presidente del IFE, y Felipe Calderón.

Haciendo caso omiso de las denuncias y con un margen ínfimo de votos contados, estos personajes, con el apoyo de la tv, dieron por buenas las elecciones y por ganador a Peña Nieto.

De inmediato comenzaron a circular las acusaciones y amenazas; las burlas y descalificaciones contra López Obrador y contra los que lo apoyamos.

“No sabe aceptar la derrota”. “Otra vez se plantará en Reforma”, comenzó a escucharse en radio y tv, mientras el tono histérico de los “analistas” iba en ascenso.

Olvidan quienes se burlan o condenan la resistencia a la imposición que impugnar las elecciones es un derecho y que, habida cuenta de las irregularidades registradas, es un deber ciudadano.

La derrota no la ha sufrido López Obrador. Los derrotados hemos sido todos nosotros, hayamos votado por él o no. La derrotada es, otra vez, la democracia mexicana.

Se han burlado de nuevo de nosotros esos que durante décadas hicieron del fraude y la corrupción el sello distintivo de la “democracia” en nuestro país.

Al pasado nos encaminamos desde la misma campaña electoral y en el pasado nos instalamos cuando miles de ciudadanos fueron coaccionados, chantajeados, comprados.

En el pasado comenzamos a vivir cuando periódicos y canales de tv hicieron de las encuestas un instrumento para torcer la voluntad ciudadana, creando la percepción de que la elección estaba decidida.

Con una disculpa quieren hoy medios y encuestadoras cerrar el caso. Como si no hubieran metido las manos en el proceso electoral; como si no tuvieran que dar cuenta de sus actos.

Se le ha robado, a esos que se vendieron, su dignidad. Aprovechándose de la miseria, por unos pesos, doblegaron su voluntad; los humillaron.

También nosotros fuimos humillados. También nuestra dignidad ha sido pisoteada.

Callar, en estas condiciones, es conceder y conceder es traicionar.

Nunca llamé, nunca llamaré “presidente” a Felipe Calderón. Tampoco puedo hacerlo con aquel que, como Peña Nieto, pasando encima de la ley, atropellándonos, quiera sentarse en la silla.

No debe ser la tv, no debe ser el dinero el que decida quién habrá de gobernarnos. Solo con los votos mayoritarios; libremente emitidos, escrupulosamente contados, puede alguien acceder al poder.

No podemos, so pena de perdernos, de hacernos cómplices de un crimen de lesa democracia, permitir la imposición sin pelear, dentro del marco legal y de forma pacífica, con denuedo y determinación.

Nos lo debemos. Se lo debemos a nuestros hijos. A este país ensangrentado y roto que debemos rescatar y cuya democracia debemos construir.

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