Jorge Zepeda Patterson
¿Qué significa el regreso del PRI a partir del 1 de diciembre? Algunos consideran que representa una regresión, una suerte de restauración del antiguo régimen y una amenaza del retorno al autoritarismo, a la dictadura blanda de antaño actualizada a los nuevos tiempos. Otros, por el contrario, afirman que simplemente es una estación de paso más en la transición; más aún, señalan que el cambio de partido político en el poder por segunda ocasión en 12 años confirma la instauración definitiva de una democracia electoral. Estos últimos consideran que el regreso del PRI obedece a la necesidad de un centro político con capacidad de realinear los factores de poder, que marchan por la libre, un fortalecimiento de la Presidencia capaz de destrabar la parálisis de la sociedad política e introducir las reformas que requiere la modernización del país.
En realidad las dos vías están abiertas, como universos paralelos. Hay motores en la sociedad mexicana y en el contexto internacional que impulsan ambas tendencias. Aquella que exige un poder presidencial más proactivo para negociar las reformas económicas, la paz social y una agenda democrática modernizante (el paradigma de Uribe, en Colombia, con todas las salvedades guardadas). Pero también están las tendencias autoritarias que exigen una figura presidencial capaz de imponerse a los poderes factuales, que pueda restaurar el orden económico y político, aun cuando ponga en riesgo los avances democráticos (el modelo de Putin, en Rusia, aún con mayores salvedades guardadas).
Que el régimen de Peña Nieto sea una cosa más que la otra, dependerá tanto del talante personal del equipo gobernante como de la evolución de esos impulsos contradictorios que jalonean en favor de uno u otro paradigma. En los próximos meses y años, la sociedad mexicana se debatirá entre la democracia y el autoritarismo; el resultado está muy lejos de estar garantizado. Pero antes de que se expresen los factores en favor y en contra de la democratización, o, dicho de otro modo, a favor y en contra del autoritarismo, es importante una aclaración de inicio: la democracia no está garantizada.
Durante mucho tiempo creímos que la modernización de la sociedad, la instauración de un Estado de derecho y la profundización de las libertades públicas serían la estación final de una vía larga, más o menos accidentada, pero inexorable. Hablábamos de la transición como si fuese un puente entre el pasado y el futuro. Ahora, en 2012, sabemos que no necesariamente es así.
El fantasma que recorre el mundo es el de una regresión de la democracia a escala internacional. Los indicadores estadísticos y la bibliografía de los últimos tres años revelan un retroceso en las libertades públicas, mayor desigualdad y un creciente intervencionismo estatal. El éxito de China y de Singapur, caracterizados por la apertura económica con un centro político férreo, se ha convertido en el nuevo modelo en Asia y África. En Europa y EU el miedo al terrorismo y las crisis provocadas por los excesos de los mercados financieros han causado un acotamiento de las libertades públicas, un ensanchamiento de la desigualdad social y un más intervencionismo estatal. En los países árabes la irrupción del fundamentalismo religioso se ha impuesto a la democracia como ideal político; las emergencias populares de Túnez y Egipto, capaces de derrocar a la dictadura han dado pie a la llegada del islamismo al poder.
La globalización misma debilita a los gobiernos en más de un sentido, pero premia a las sociedades con la capacidad de tomar decisiones y asumir proyectos de manera rápida y efectiva. Las formas democráticas, lentas en sus procesos de decisión y víctimas de la visión cortoplacista de los partidos y actores políticos en competencia entre sí, han resultado menos eficaces en la globalización que los regímenes con rasgos autoritarios, capaces de transformarse ante los requerimientos de los mercados. Otra vez, el caso de China y Singapur. Por una razón u otra, lo cierto es que en los dos últimos años sólo tres de los 18 países de América Latina mejoraron sus indicadores democráticos, según la Cepal. Los 15 restantes, incluido México, sufrieron retrocesos democráticos. La ola regresiva no ha parado.
Según el reporte de Latinobarómetro 2011, México es uno de los países cuya opinión pública se muestra más decepcionada de la democracia, más dispuesta a aceptar un gobierno autoritario pero capaz de funcionar. Sólo estamos por encima de Guatemala y El Salvador en estos temas. En otras palabras, el país podría ser pasto propicio para un tirano. Dependerá de cada uno de nosotros que no lo sea.
¿Qué significa el regreso del PRI a partir del 1 de diciembre? Algunos consideran que representa una regresión, una suerte de restauración del antiguo régimen y una amenaza del retorno al autoritarismo, a la dictadura blanda de antaño actualizada a los nuevos tiempos. Otros, por el contrario, afirman que simplemente es una estación de paso más en la transición; más aún, señalan que el cambio de partido político en el poder por segunda ocasión en 12 años confirma la instauración definitiva de una democracia electoral. Estos últimos consideran que el regreso del PRI obedece a la necesidad de un centro político con capacidad de realinear los factores de poder, que marchan por la libre, un fortalecimiento de la Presidencia capaz de destrabar la parálisis de la sociedad política e introducir las reformas que requiere la modernización del país.
En realidad las dos vías están abiertas, como universos paralelos. Hay motores en la sociedad mexicana y en el contexto internacional que impulsan ambas tendencias. Aquella que exige un poder presidencial más proactivo para negociar las reformas económicas, la paz social y una agenda democrática modernizante (el paradigma de Uribe, en Colombia, con todas las salvedades guardadas). Pero también están las tendencias autoritarias que exigen una figura presidencial capaz de imponerse a los poderes factuales, que pueda restaurar el orden económico y político, aun cuando ponga en riesgo los avances democráticos (el modelo de Putin, en Rusia, aún con mayores salvedades guardadas).
Que el régimen de Peña Nieto sea una cosa más que la otra, dependerá tanto del talante personal del equipo gobernante como de la evolución de esos impulsos contradictorios que jalonean en favor de uno u otro paradigma. En los próximos meses y años, la sociedad mexicana se debatirá entre la democracia y el autoritarismo; el resultado está muy lejos de estar garantizado. Pero antes de que se expresen los factores en favor y en contra de la democratización, o, dicho de otro modo, a favor y en contra del autoritarismo, es importante una aclaración de inicio: la democracia no está garantizada.
Durante mucho tiempo creímos que la modernización de la sociedad, la instauración de un Estado de derecho y la profundización de las libertades públicas serían la estación final de una vía larga, más o menos accidentada, pero inexorable. Hablábamos de la transición como si fuese un puente entre el pasado y el futuro. Ahora, en 2012, sabemos que no necesariamente es así.
El fantasma que recorre el mundo es el de una regresión de la democracia a escala internacional. Los indicadores estadísticos y la bibliografía de los últimos tres años revelan un retroceso en las libertades públicas, mayor desigualdad y un creciente intervencionismo estatal. El éxito de China y de Singapur, caracterizados por la apertura económica con un centro político férreo, se ha convertido en el nuevo modelo en Asia y África. En Europa y EU el miedo al terrorismo y las crisis provocadas por los excesos de los mercados financieros han causado un acotamiento de las libertades públicas, un ensanchamiento de la desigualdad social y un más intervencionismo estatal. En los países árabes la irrupción del fundamentalismo religioso se ha impuesto a la democracia como ideal político; las emergencias populares de Túnez y Egipto, capaces de derrocar a la dictadura han dado pie a la llegada del islamismo al poder.
La globalización misma debilita a los gobiernos en más de un sentido, pero premia a las sociedades con la capacidad de tomar decisiones y asumir proyectos de manera rápida y efectiva. Las formas democráticas, lentas en sus procesos de decisión y víctimas de la visión cortoplacista de los partidos y actores políticos en competencia entre sí, han resultado menos eficaces en la globalización que los regímenes con rasgos autoritarios, capaces de transformarse ante los requerimientos de los mercados. Otra vez, el caso de China y Singapur. Por una razón u otra, lo cierto es que en los dos últimos años sólo tres de los 18 países de América Latina mejoraron sus indicadores democráticos, según la Cepal. Los 15 restantes, incluido México, sufrieron retrocesos democráticos. La ola regresiva no ha parado.
Según el reporte de Latinobarómetro 2011, México es uno de los países cuya opinión pública se muestra más decepcionada de la democracia, más dispuesta a aceptar un gobierno autoritario pero capaz de funcionar. Sólo estamos por encima de Guatemala y El Salvador en estos temas. En otras palabras, el país podría ser pasto propicio para un tirano. Dependerá de cada uno de nosotros que no lo sea.
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