José Merino*
De una cosa estoy convencido: no hubo fraude. Quien ganó en votos emitidos, ganó en votos contados. Hubo problemas en el llenado de actas en las casillas, sin duda. Ocurre siempre, y se corrigen en los recuentos distritales. En esta elección se abrieron 78,000 paquetes (54.5% del total) de la elección presidencial.
En cada uno de los 300 distritos del país, y en presencia de representantes de partidos, consejeros ciudadanos y quien quisiera ir a observar, se contaron todos las boletas de cada uno de esos 78,000 paquetes. Los resultados de estos recuentos son ya públicos y pueden perfectamente contrastarse, casilla por casilla, con aquellos reportados en un primer momento vía el PREP (justamente eso haré en mi siguiente texto en este espacio)
Lo mismo ocurrió con 87,806 paquetes de la elección de senadores y 86,328 de la de diputados. No es poca cosa en una democracia nueva como la nuestra, y antecedida por una autocracia que hizo de la sofisticación del fraude una aportación al mundo.
Desde el momento que se instalan las casillas, presididas por ciudadanos de cada una de las secciones y con presencia de representantes de partidos, y hasta el momento del recuento final, no hay espacio para una manipulación de los votos que afecte el resultado.
Hay quienes por estrategia política o por total falta de rigor intentan mezclar esta parte del proceso con las irregularidades que le anteceden. Es, a mi juicio, un camino errado y falto de ética. Errado porque diluye el efecto de las violaciones a la ley que sí ocurrieron previamente, y es falto de ética porque sin pruebas, intenta manchar la certeza del proceso justo en donde su limpieza es inapelable. Ambas generan una desutilidad pública.
De otra cosa también estoy convencido: el triunfo en las urnas de Peña Nieto no fue recto. A diferencia del 2006, este proceso estuvo inundado de reportes y evidencias de acarreo, transferencias de bienes privados (i.e. clientelismo), y coberturas burdamente sesgadas y nulamente informativas en algunos medios electrónicos e impresos.
Podremos pensar, con razón, que la democracia descansa en garantizar que quien obtenga más votos ocupe el puesto por el que compitió. Pero la democracia descansa también en la competitividad de todos los contendientes; es decir, que ninguno de ellos obtenga ventajas no legales que reduzcan la probabilidad de triunfo de los otros. Por supuesto, estas ventajas no legales incluyen la transferencia de bienes privados (i.e. dinero) en búsqueda de apoyo electoral; y tienen como agravante cuando el origen de esos recursos se encuentra en donaciones privadas no reportadas; o peor aún, en distracción de dinero público desde gobiernos locales.
No deja de llamar la atención que gran parte de la comentocracia nacional se haya dedicado a debatir si existe tal cosa como “compra de votos”. En primer lugar, hay un acervo enorme de literatura sobre el tema que se puede consultar, que concluye que sí, tiene un efecto en preferencias electorales; distinguiendo entre bienes privados y bienes públicos locales; y diversas reglas electorales (La politóloga del CIDE y doctorante por la Universidad de Chicago, @milosimpatica, tuvo la generosidad de poner gran parte de la literatura en este vínculo). En segundo lugar, confunden su incapacidad para probar que no hay un efecto con que el efecto no exista. Finalmente, es una posición extraña argumentar sobre la violación de la ley electoral a partir de la magnitud del efecto de la violación en preferencias electorales… efecto que, ellos mismos arguyen, ¡no se puede medir!.
La violación de la ley vía prácticas de coacción y clientelismo es castigable no sólo a partir de si determina o no el resultado (la famosa “determinancia” del TEPJF); lo es en principio porque viola la ley (no tendría uno ni que decirlo); y porque atenta contra supuestos esenciales de la democracia: libertad en la formulación de preferencias electorales, y, sobre todo, el traslado sincero de esas preferencias al voto.
El TEPJF ha optado sistemáticamente por no anular procesos electorales con base en este tipo de violaciones a la ley, por no poder medir el efecto en preferencias electorales o por asumir que dicho efecto no definió el resultado. Andrés Lajous publicó dos casos en su cuenta de twitter que pueden ser revisados aquí y aquí.
Sobra decir que este argumento de “determinancia” termina por incentivar que partidos y candidatos continúen replicando exactamente las mismas prácticas. Si fuese cierto que no podemos determinar los efectos electorales de las violaciones a la ley, entonces ese tendría que ser un argumento para invalidar las elecciones, no para legitimarlas.
Peor aún, el TEPJF debe declarar la validez de la elección presidencial en septiembre, cuando la documentación completa sobre los ingresos y gastos de las campañas estará lista hasta octubre. Tendríamos que agregar el análisis que a su vez hará la Unidad de Fiscalización del IFE de dicha documentación, y en caso de encontrarse irregularidades, la investigación correspondiente, para terminar, con suerte, en enero del 2013. En suma, en el propio calendario de nuestro sistema electoral, estamos obligados a dar validez a una elección de la que no tenemos información completa. Así de clara la ponderación jurídica que damos a la violaciones asociadas a ingresos y gastos en las campañas.
El problema es más grave. Las labores de fiscalización del IFE están sujetas a la propia documentación que las campañas entregan; y es sólo cuando hay denuncias o cuando se encuentran irregularidades en las documentaciones entregadas por las propias campañas que se inicia un proceso de investigación. No existe un proceso extenso de monitoreo de donaciones y gasto. Las juntas distritales pueden realizar monitoreos de propaganda en las calles, pero éstas se centran en violaciones sobre su colocación en equipamiento urbano, que a cuantificar gasto. Y aún si se cuantificase, el gasto en pendones está lejos de ser el más importante en una campaña presidencial.
Curiosamente, el propio Reglamento de Fiscalización usa la palabra “monitoreo” sólo para referirse a medios impresos y anuncios colocados en la vía pública (artículo 227). En suma, episodios como Monex y Soriana, pudieron perfectamente no ser detectados por el IFE de no mediar denuncia expresa de partidos, o si al momento de auditar la documentación entregada por el PRI no se detectaran irregularidades que llevaran hasta ahí.
Las limitadas facultades de monitoreo y fiscalización del IFE (que además no puede siquiera meter iniciativas de ley para ampliarlas); el calendario electoral que obliga a validar elecciones sin contar con el total de la información reportada por las campañas; la decisión de validar elecciones por no poder determinar el efecto de las violaciones a la ley; la nula transparencia en el manejo de los dineros públicos en los gobiernos locales; y la nulidad operativa de la Fepade; nos llevan a tener procesos electorales en los que todos tienen incentivos para violar la ley (gastando por encima de los topes de campaña, aceptando donaciones privadas por arriba de lo permitido, o recurriendo a compra y coacción del voto), en los que gana el que mejor rompe las reglas.
Estamos en el peor de los mundos: gastamos muchísimo dinero público (18,451 millones de pesos para esta elección) para garantizar equidad en la contienda, y dejamos sin monitoreo el ingreso de dinero privado a las campañas y el gasto efectivo de las mismas. Pagamos dinero de nuestros bolsillos para que los partidos y candidatos nos ignoren, pero les dejamos carta blanca para que respondan a donaciones por debajo de la mesa.
¿Qué hacer? Pienso en tres cosas (no son las únicas, pero sí creo que son las más importantes):
1. Retirar las labores de fiscalización y monitoreo del IFE y trasladarlas a una autoridad jurisdiccional autónoma con muchas mayores facultades. Una entidad que se haga además de las funciones de la Fepade (o una Fepade que agregue todas las funciones dentro de una PGR autónoma, cosa que no ocurrirá en el mediano plazo).
2. Replantearnos, o al menos debatir, nuestro sistema de financiamiento a partidos y campañas. Personalmente creo que priorizar financiamiento privado sobre el público tiene tres ventajas: genera otro vínculo de dependencia respecto a ciudadanos; elimina la necesidad de fiscalizar rebase a topes de gasto (no los habría); y permitiría centrar los recursos de fiscalización sobre en qué gastan las campaña, incluidas prácticas clientelares. Pienso, por supuesto, en un sistema con límites sobre donaciones, centrado en pequeños donadores, y en el que los ciudadanos donen su dinero a la campaña que elijan vía la autoridad electoral. Ello daría información completa sobre quiénes y cuánto donan, así como la totalidad de recursos en las campañas que se podrían contrastar con las erogaciones monitoreadas y fiscalizadas.
3. Eliminar el criterio de “determinancia” para validar elecciones en las que existan violaciones generalizadas a la ley.
También de esto estoy convencido: esta elección debe ser invalidada en el proceso y anulada en el resultado.
Y no, no creo que de hacerlo cambiaría el nombre de quien resulte ganador; pero creo que sentaría un precedente que reduciría dramáticamente la tentación de repetir un proceso como el que acabamos de tener. Y ahí, ganamos todos.
* José Merino es licenciado en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por el Centro de Investigación y Docencia Económicas, catedrático en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y tiene estudios de doctorado en Ciencia Política por la New York University.
De una cosa estoy convencido: no hubo fraude. Quien ganó en votos emitidos, ganó en votos contados. Hubo problemas en el llenado de actas en las casillas, sin duda. Ocurre siempre, y se corrigen en los recuentos distritales. En esta elección se abrieron 78,000 paquetes (54.5% del total) de la elección presidencial.
En cada uno de los 300 distritos del país, y en presencia de representantes de partidos, consejeros ciudadanos y quien quisiera ir a observar, se contaron todos las boletas de cada uno de esos 78,000 paquetes. Los resultados de estos recuentos son ya públicos y pueden perfectamente contrastarse, casilla por casilla, con aquellos reportados en un primer momento vía el PREP (justamente eso haré en mi siguiente texto en este espacio)
Lo mismo ocurrió con 87,806 paquetes de la elección de senadores y 86,328 de la de diputados. No es poca cosa en una democracia nueva como la nuestra, y antecedida por una autocracia que hizo de la sofisticación del fraude una aportación al mundo.
Desde el momento que se instalan las casillas, presididas por ciudadanos de cada una de las secciones y con presencia de representantes de partidos, y hasta el momento del recuento final, no hay espacio para una manipulación de los votos que afecte el resultado.
Hay quienes por estrategia política o por total falta de rigor intentan mezclar esta parte del proceso con las irregularidades que le anteceden. Es, a mi juicio, un camino errado y falto de ética. Errado porque diluye el efecto de las violaciones a la ley que sí ocurrieron previamente, y es falto de ética porque sin pruebas, intenta manchar la certeza del proceso justo en donde su limpieza es inapelable. Ambas generan una desutilidad pública.
De otra cosa también estoy convencido: el triunfo en las urnas de Peña Nieto no fue recto. A diferencia del 2006, este proceso estuvo inundado de reportes y evidencias de acarreo, transferencias de bienes privados (i.e. clientelismo), y coberturas burdamente sesgadas y nulamente informativas en algunos medios electrónicos e impresos.
Podremos pensar, con razón, que la democracia descansa en garantizar que quien obtenga más votos ocupe el puesto por el que compitió. Pero la democracia descansa también en la competitividad de todos los contendientes; es decir, que ninguno de ellos obtenga ventajas no legales que reduzcan la probabilidad de triunfo de los otros. Por supuesto, estas ventajas no legales incluyen la transferencia de bienes privados (i.e. dinero) en búsqueda de apoyo electoral; y tienen como agravante cuando el origen de esos recursos se encuentra en donaciones privadas no reportadas; o peor aún, en distracción de dinero público desde gobiernos locales.
No deja de llamar la atención que gran parte de la comentocracia nacional se haya dedicado a debatir si existe tal cosa como “compra de votos”. En primer lugar, hay un acervo enorme de literatura sobre el tema que se puede consultar, que concluye que sí, tiene un efecto en preferencias electorales; distinguiendo entre bienes privados y bienes públicos locales; y diversas reglas electorales (La politóloga del CIDE y doctorante por la Universidad de Chicago, @milosimpatica, tuvo la generosidad de poner gran parte de la literatura en este vínculo). En segundo lugar, confunden su incapacidad para probar que no hay un efecto con que el efecto no exista. Finalmente, es una posición extraña argumentar sobre la violación de la ley electoral a partir de la magnitud del efecto de la violación en preferencias electorales… efecto que, ellos mismos arguyen, ¡no se puede medir!.
La violación de la ley vía prácticas de coacción y clientelismo es castigable no sólo a partir de si determina o no el resultado (la famosa “determinancia” del TEPJF); lo es en principio porque viola la ley (no tendría uno ni que decirlo); y porque atenta contra supuestos esenciales de la democracia: libertad en la formulación de preferencias electorales, y, sobre todo, el traslado sincero de esas preferencias al voto.
El TEPJF ha optado sistemáticamente por no anular procesos electorales con base en este tipo de violaciones a la ley, por no poder medir el efecto en preferencias electorales o por asumir que dicho efecto no definió el resultado. Andrés Lajous publicó dos casos en su cuenta de twitter que pueden ser revisados aquí y aquí.
Sobra decir que este argumento de “determinancia” termina por incentivar que partidos y candidatos continúen replicando exactamente las mismas prácticas. Si fuese cierto que no podemos determinar los efectos electorales de las violaciones a la ley, entonces ese tendría que ser un argumento para invalidar las elecciones, no para legitimarlas.
Peor aún, el TEPJF debe declarar la validez de la elección presidencial en septiembre, cuando la documentación completa sobre los ingresos y gastos de las campañas estará lista hasta octubre. Tendríamos que agregar el análisis que a su vez hará la Unidad de Fiscalización del IFE de dicha documentación, y en caso de encontrarse irregularidades, la investigación correspondiente, para terminar, con suerte, en enero del 2013. En suma, en el propio calendario de nuestro sistema electoral, estamos obligados a dar validez a una elección de la que no tenemos información completa. Así de clara la ponderación jurídica que damos a la violaciones asociadas a ingresos y gastos en las campañas.
El problema es más grave. Las labores de fiscalización del IFE están sujetas a la propia documentación que las campañas entregan; y es sólo cuando hay denuncias o cuando se encuentran irregularidades en las documentaciones entregadas por las propias campañas que se inicia un proceso de investigación. No existe un proceso extenso de monitoreo de donaciones y gasto. Las juntas distritales pueden realizar monitoreos de propaganda en las calles, pero éstas se centran en violaciones sobre su colocación en equipamiento urbano, que a cuantificar gasto. Y aún si se cuantificase, el gasto en pendones está lejos de ser el más importante en una campaña presidencial.
Curiosamente, el propio Reglamento de Fiscalización usa la palabra “monitoreo” sólo para referirse a medios impresos y anuncios colocados en la vía pública (artículo 227). En suma, episodios como Monex y Soriana, pudieron perfectamente no ser detectados por el IFE de no mediar denuncia expresa de partidos, o si al momento de auditar la documentación entregada por el PRI no se detectaran irregularidades que llevaran hasta ahí.
Las limitadas facultades de monitoreo y fiscalización del IFE (que además no puede siquiera meter iniciativas de ley para ampliarlas); el calendario electoral que obliga a validar elecciones sin contar con el total de la información reportada por las campañas; la decisión de validar elecciones por no poder determinar el efecto de las violaciones a la ley; la nula transparencia en el manejo de los dineros públicos en los gobiernos locales; y la nulidad operativa de la Fepade; nos llevan a tener procesos electorales en los que todos tienen incentivos para violar la ley (gastando por encima de los topes de campaña, aceptando donaciones privadas por arriba de lo permitido, o recurriendo a compra y coacción del voto), en los que gana el que mejor rompe las reglas.
Estamos en el peor de los mundos: gastamos muchísimo dinero público (18,451 millones de pesos para esta elección) para garantizar equidad en la contienda, y dejamos sin monitoreo el ingreso de dinero privado a las campañas y el gasto efectivo de las mismas. Pagamos dinero de nuestros bolsillos para que los partidos y candidatos nos ignoren, pero les dejamos carta blanca para que respondan a donaciones por debajo de la mesa.
¿Qué hacer? Pienso en tres cosas (no son las únicas, pero sí creo que son las más importantes):
1. Retirar las labores de fiscalización y monitoreo del IFE y trasladarlas a una autoridad jurisdiccional autónoma con muchas mayores facultades. Una entidad que se haga además de las funciones de la Fepade (o una Fepade que agregue todas las funciones dentro de una PGR autónoma, cosa que no ocurrirá en el mediano plazo).
2. Replantearnos, o al menos debatir, nuestro sistema de financiamiento a partidos y campañas. Personalmente creo que priorizar financiamiento privado sobre el público tiene tres ventajas: genera otro vínculo de dependencia respecto a ciudadanos; elimina la necesidad de fiscalizar rebase a topes de gasto (no los habría); y permitiría centrar los recursos de fiscalización sobre en qué gastan las campaña, incluidas prácticas clientelares. Pienso, por supuesto, en un sistema con límites sobre donaciones, centrado en pequeños donadores, y en el que los ciudadanos donen su dinero a la campaña que elijan vía la autoridad electoral. Ello daría información completa sobre quiénes y cuánto donan, así como la totalidad de recursos en las campañas que se podrían contrastar con las erogaciones monitoreadas y fiscalizadas.
3. Eliminar el criterio de “determinancia” para validar elecciones en las que existan violaciones generalizadas a la ley.
También de esto estoy convencido: esta elección debe ser invalidada en el proceso y anulada en el resultado.
Y no, no creo que de hacerlo cambiaría el nombre de quien resulte ganador; pero creo que sentaría un precedente que reduciría dramáticamente la tentación de repetir un proceso como el que acabamos de tener. Y ahí, ganamos todos.
* José Merino es licenciado en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por el Centro de Investigación y Docencia Económicas, catedrático en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y tiene estudios de doctorado en Ciencia Política por la New York University.
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