Sanjuana Martínez
Es jueves 5 de julio y son las 8 de la mañana. Mis hijos, de nueve y 11 años, saltan a mi cama y piden desayunar entre besos y apapachos. Están de vacaciones. Les he prometido que iremos a un restaurante. Nos preparamos para salir y nos encaminamos a la puerta.
De pronto, Vicky, mi asistente, aparece con el rostro pálido y me dice al oído: Hay muchos policías afuera, los acabo de ver por la ventana. Están entrando a la casa. Me asomo por la ventana del jardín y efectivamente hay tres policías encapuchados con armas largas. Voy al pasillo y veo a otros tantos y más gente en la puerta de la cochera. Están subiéndose y han entrado también a la terraza.
Empiezan a golpear con fuerza la puerta principal. ¿Quién es?, les digo. ¿Qué quieren? Me contesta una mujer: Abra la puerta. Somos del juzgado 15 oral familiar. Traemos un instructivo. Es el juzgado donde casualmente cayeron mis dos asuntos familiares por convivencia y alimentos en mi largo proceso de divorcio.
Le pido a Vicky que se lleve a los niños. Están aterrorizados. Lloran. Me meto al vestidor y le llamo a mi abogada Queeney Rose Osorio Fernández y me dice que no abra. Hablo con Consuelo Morales, directora de Ciudadanos de Derechos Humanos (Cadhac): Los policías han rodeado mi casa. ¿Qué hiciste?, me pregunta. Ayer denuncié por corrupción a la juez Luz María Guerrero Delgado de Leija ante el Consejo de la Judicatura de Nuevo León. Y me contesta: Claro. Te van a detener. ¿Pero por qué?... Yo no he hecho nada”. Ella contesta: Esta es una reacción a tu acción. No te preocupes. Mando a la abogada.
En ese momento escucho ruidos en la terraza. Han reventado los candados y están intentando romper las cerraduras de las puertas de acero. No las pueden tirar. Le llamo a mi colega, el periodista César Valdez, uno de los compañeros que un día antes me acompañaron ante el Consejo de la Judicatura para presentar la denuncia contra la juez.
En ese momento escucho que entran a la casa. Quieren romper la puerta de mi habitación a patadas: No rompan la puerta, les grito. Abro y veo a la juez Luz María Guerrero Delgado de Leija, titular del juzgado 15 oral en materia familiar. Está acompañada de policías encapuchados con armas largas con uniforme de Fuerza Civil, la policía estatal de Nuevo León. Su secretaria, Ana Cristina Sepúlveda Martínez, que en su momento me solicitó dinero para agilizar mi expediente, la acompaña. También están otros dos secretarios de su juzgado, uno de ellos lleva una cámara de video y está grabando la acción. Les grito: ¿Cómo se atreven a entrar a mi casa? ¿Con qué derecho? ¿Dónde está la orden de cateo, de detención? Usted, es una juez corrupta. Ayer la denuncié ante el Consejo de la Judicatura. Es una protectora de agresores. Reincidente. Usted ya fue denunciada ante la ONU. Ustedes dos son unas corruptas”.
La juez dice con tono de enfado: Señora, está detenida por una falta administrativa. ¿Dónde están sus hijos? Nos los vamos a llevar. Antes de que me detengan, alcanzo a decirle: Está bien, lléveme, pero a mis hijos nadie se los lleva. No los toquen.
Me sacan de mi casa policías con armas largas. De pronto veo a lo lejos a mi ex marido Carlos Castresana Fernández, fiscal del Tribunal Supremo de España y ex director de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala de la ONU, conferencista y especialista en violencia de género. Tiene una sonrisa de satisfacción. ¿Qué está haciendo aquí?, pienso. ¿Cómo es posible? Lo denuncié por violencia familiar ante la agencia de Justicia Familiar de la procuraduría y el Copavide (Centro de Orientación, Protección y Apoyo a las Víctimas del Delito). De hecho, el Ministerio Público autorizó una orden de restricción. Se supone que no debe acercarse a nosotros, es un hombre violento. Está acompañado por sus abogados del despacho de Manuel Alí Jezzini Martínez, ex director de averiguaciones previas de la Procuraduría de Justicia de Nuevo León y ahora defensor de narcos del cártel de Sinaloa, entre otros ilustres clientes.
La mujer policía que me conduce a la calle me hace daño en el brazo. Al salir, veo que va llegando María del Mar Álvarez, amiga y abogada de derechos humanos de Cadhac. Ella fue secuestrada por la misma juez cuando era directora de Alternativas Pacíficas.
Veo que hay ocho o 10 vehículos, incluidas patrullas de San Pedro Garza García. Me suben a una camioneta de Fuerza Civil. Hay dos policías encapuchados custodiándome en la caja de la pick up. Y dos más dentro. Me dicen que me van a llevar a la cárcel de San Pedro Garza García porque allí me corresponde. Le hablo a Alicia Leal, presidente de Alternativas Pacíficas: Alicia, me llevan arrestada. Es la misma juez. Ella me tranquiliza: Es una venganza. Ahorita me muevo con los abogados. Le llamo a mi querida Carmen Lira, directora de La Jornada: “¿Qué pasó, mi hijita? Escucho su voz amorosa como siempre. Me quiebro. Lloro por primera vez. Le digo: “Carmen, me han detenido. Me tienen en una patrulla de Fuerza Civil. Hay un fuerte operativo en mi casa. Ayer denuncié a la juez… mis hijos, Carmen, mis hijos...” Me alcanza a decir que no me preocupe, cuando me quitan el teléfono: Está usted incomunicada.
De pronto, un policía dice: Vámonos. Hay que llevar el paquete. Dice una clave con un número que no entiendo. Hablan en lenguaje cifrado. Me sacan del municipio de San Pedro Garza García. No me llevan a donde dijeron. Me alarmo. Pregunto y no me contestan. Volteo para atrás y veo que César Valdez nos sigue. Detienen la camioneta y otro vehículo del operativo se detiene. Otro hombre al que le dicen comandante pregunta: ¿De quién chingados es esa camioneta blanca que nos sigue?... Es mi amigo, le digo. “Pues a chingar a su madre. Que se vaya o lo detenemos por halconeo.” Aceleran. Nos perdemos. Me pasean. Así duramos un rato. Estoy en San Nicolás de los Garza. Conozco todas las prisiones de Nuevo León. Las he visitado para hacer reportajes, entrevistas… No identifico el camino. Finalmente veo que es la cárcel de El Alamey.
El hombre de la recepción no me quiere recibir: No la puedo ingresar porque el oficio no dice que tenga que estar detenida. El comandante de Fuerza Civil llama a la juez aparentemente a un celular. Han estado todo el tiempo en comunicación. Le dicta lo que debe decir y se van por el documento corregido. Me ingresan a la cárcel una hora después. Las celdas están medio llenas. Pregunto qué tipo de detenidos tienen: “robo, violencia, violación…” La custodio me revisa, el médico me examina. Un funcionario de la prisión me dice: Su detención está hecha con maña. Cualquier falta administrativa tiene fianza de 2 mil pesos. La juez quiere que esté arrestada 36 horas. Veo a mi amiga Ximena Peredo y a María del Mar. Me dicen que los niños están bien: Se los iban a llevar al DIF capullos, pero le argumenté cuestiones legales y no lo permitimos. Respiro profundo. Lloro. Las abrazo. Me cuentan que mi caso está en los medios, que hay mucha confusión.
Cuatro visitadores de la Comisión Estatal de Derechos Humanos aparecen por la puerta. Preocupada por mi situación la presidenta Minerva Martínez los envió. Me preguntan si quiero interponer una denuncia. Les digo que sí. El médico toma fotos de un moretón. El siquiatra me aplica el test del Protocolo de Estambul y determina: Tiene usted un severo estrés postraumático. Le contesto: Eso ya lo sé. Dígame cómo me lo curo. Nos reímos.
El director de la prisión, Pedro Ibarra, se porta muy amable. Me deja en una diminuta celda donde hay un viejo lavabo descompuesto y un inodoro pestilente, con una cama de piedra. En el piso hay un hoyo por donde entran y salen cucarachas. Las horas que pasé en esa celda las dejo para otro relato.
Por la cárcel aparecieron muchos amigos y familiares. Aquello era una romería y me decían que había muchos colegas y amigos fuera que no les permitían entrar, que mis queridos compañeros de La Jornada estaban apoyándome, que mi querida amiga Lydia Cacho estaba removiendo Roma con Santiago para ayudarme, que Carmen Aristegui había llamado, al igual que mis compañeros de SinEmbargo.mx. Mis amigos Pedro Cámara, Joaquín Hurtado y su esposa, Rosa, Abel Quiroga, Denisse Alamillo e Indira Kempis y tantos otros no se separaban, junto a mis hermanos Sonia, Gloria y Alejandro… Todos estaban muy preocupados.
Un amigo que trabaja en el gobierno de Nuevo León llegó y me dijo sin ambages: Estás aquí por orden de la juez, que está apoyada por Graciela Buchanan, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Nuevo León, lo cual quiere decir, que hay línea del gobernador Rodrigo Medina para que te arrestaran de esa forma y te dejen aquí las 36 horas. Te quieren dar un escarmiento.
Al final del día, llegaron la presidenta de la CEDH, Minerva Martínez, y su segundo visitador, el abogado de derechos humanos y amigo Sergio Méndez Silva. Me tranquilizaron y me comentaron que habían abierto un expediente de queja por mi detención, que incluye entre violaciones a los derechos humanos, el ataque a la libertad de expresión con motivo de mi trabajo periodístico, uso excesivo de la fuerza pública, detención ilegal y arbitraria y ejercicio indebido de la función pública, entre otros delitos.
Viví una noche espantosa, rica en términos narrativos, pero dura desde el punto de vista humano. A las 4:30 de la mañana es el pase de lista. Me llevan al comedor. Hay 12 celdas con 70 o 100 detenidos. Luego me permitieron contestar una llamada. Era mi amiga Cristina Sada. Me solté llorando: “Te vamos a sacar, hermana. No debiste haber pasado la noche allí. Esto tiene línea del gobierno del PRI y es por tu trabajo periodístico. He contratado al mejor despacho de abogados (Betancourt y Asociados). Me han prometido que te sacarán inmediatamente. Te quiero, te amamos… Eres una luchadora. Aguanta”. Seis horas después Julio César Franco Ávalos, juez tercero de distrito en materias civil y de trabajo en el Estado, me concedió la suspensión inmediata al arresto.
Salgo a la calle, veo a mi familia, amigos, colegas, abogados… Los abrazo aliviada y agradecida. Y pienso en los miles de mexicanos que, como yo, sufren todos los días la vulneración de sus derechos, víctimas de nuestro sistema judicial corrupto.
Es jueves 5 de julio y son las 8 de la mañana. Mis hijos, de nueve y 11 años, saltan a mi cama y piden desayunar entre besos y apapachos. Están de vacaciones. Les he prometido que iremos a un restaurante. Nos preparamos para salir y nos encaminamos a la puerta.
De pronto, Vicky, mi asistente, aparece con el rostro pálido y me dice al oído: Hay muchos policías afuera, los acabo de ver por la ventana. Están entrando a la casa. Me asomo por la ventana del jardín y efectivamente hay tres policías encapuchados con armas largas. Voy al pasillo y veo a otros tantos y más gente en la puerta de la cochera. Están subiéndose y han entrado también a la terraza.
Empiezan a golpear con fuerza la puerta principal. ¿Quién es?, les digo. ¿Qué quieren? Me contesta una mujer: Abra la puerta. Somos del juzgado 15 oral familiar. Traemos un instructivo. Es el juzgado donde casualmente cayeron mis dos asuntos familiares por convivencia y alimentos en mi largo proceso de divorcio.
Le pido a Vicky que se lleve a los niños. Están aterrorizados. Lloran. Me meto al vestidor y le llamo a mi abogada Queeney Rose Osorio Fernández y me dice que no abra. Hablo con Consuelo Morales, directora de Ciudadanos de Derechos Humanos (Cadhac): Los policías han rodeado mi casa. ¿Qué hiciste?, me pregunta. Ayer denuncié por corrupción a la juez Luz María Guerrero Delgado de Leija ante el Consejo de la Judicatura de Nuevo León. Y me contesta: Claro. Te van a detener. ¿Pero por qué?... Yo no he hecho nada”. Ella contesta: Esta es una reacción a tu acción. No te preocupes. Mando a la abogada.
En ese momento escucho ruidos en la terraza. Han reventado los candados y están intentando romper las cerraduras de las puertas de acero. No las pueden tirar. Le llamo a mi colega, el periodista César Valdez, uno de los compañeros que un día antes me acompañaron ante el Consejo de la Judicatura para presentar la denuncia contra la juez.
En ese momento escucho que entran a la casa. Quieren romper la puerta de mi habitación a patadas: No rompan la puerta, les grito. Abro y veo a la juez Luz María Guerrero Delgado de Leija, titular del juzgado 15 oral en materia familiar. Está acompañada de policías encapuchados con armas largas con uniforme de Fuerza Civil, la policía estatal de Nuevo León. Su secretaria, Ana Cristina Sepúlveda Martínez, que en su momento me solicitó dinero para agilizar mi expediente, la acompaña. También están otros dos secretarios de su juzgado, uno de ellos lleva una cámara de video y está grabando la acción. Les grito: ¿Cómo se atreven a entrar a mi casa? ¿Con qué derecho? ¿Dónde está la orden de cateo, de detención? Usted, es una juez corrupta. Ayer la denuncié ante el Consejo de la Judicatura. Es una protectora de agresores. Reincidente. Usted ya fue denunciada ante la ONU. Ustedes dos son unas corruptas”.
La juez dice con tono de enfado: Señora, está detenida por una falta administrativa. ¿Dónde están sus hijos? Nos los vamos a llevar. Antes de que me detengan, alcanzo a decirle: Está bien, lléveme, pero a mis hijos nadie se los lleva. No los toquen.
Me sacan de mi casa policías con armas largas. De pronto veo a lo lejos a mi ex marido Carlos Castresana Fernández, fiscal del Tribunal Supremo de España y ex director de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala de la ONU, conferencista y especialista en violencia de género. Tiene una sonrisa de satisfacción. ¿Qué está haciendo aquí?, pienso. ¿Cómo es posible? Lo denuncié por violencia familiar ante la agencia de Justicia Familiar de la procuraduría y el Copavide (Centro de Orientación, Protección y Apoyo a las Víctimas del Delito). De hecho, el Ministerio Público autorizó una orden de restricción. Se supone que no debe acercarse a nosotros, es un hombre violento. Está acompañado por sus abogados del despacho de Manuel Alí Jezzini Martínez, ex director de averiguaciones previas de la Procuraduría de Justicia de Nuevo León y ahora defensor de narcos del cártel de Sinaloa, entre otros ilustres clientes.
La mujer policía que me conduce a la calle me hace daño en el brazo. Al salir, veo que va llegando María del Mar Álvarez, amiga y abogada de derechos humanos de Cadhac. Ella fue secuestrada por la misma juez cuando era directora de Alternativas Pacíficas.
Veo que hay ocho o 10 vehículos, incluidas patrullas de San Pedro Garza García. Me suben a una camioneta de Fuerza Civil. Hay dos policías encapuchados custodiándome en la caja de la pick up. Y dos más dentro. Me dicen que me van a llevar a la cárcel de San Pedro Garza García porque allí me corresponde. Le hablo a Alicia Leal, presidente de Alternativas Pacíficas: Alicia, me llevan arrestada. Es la misma juez. Ella me tranquiliza: Es una venganza. Ahorita me muevo con los abogados. Le llamo a mi querida Carmen Lira, directora de La Jornada: “¿Qué pasó, mi hijita? Escucho su voz amorosa como siempre. Me quiebro. Lloro por primera vez. Le digo: “Carmen, me han detenido. Me tienen en una patrulla de Fuerza Civil. Hay un fuerte operativo en mi casa. Ayer denuncié a la juez… mis hijos, Carmen, mis hijos...” Me alcanza a decir que no me preocupe, cuando me quitan el teléfono: Está usted incomunicada.
De pronto, un policía dice: Vámonos. Hay que llevar el paquete. Dice una clave con un número que no entiendo. Hablan en lenguaje cifrado. Me sacan del municipio de San Pedro Garza García. No me llevan a donde dijeron. Me alarmo. Pregunto y no me contestan. Volteo para atrás y veo que César Valdez nos sigue. Detienen la camioneta y otro vehículo del operativo se detiene. Otro hombre al que le dicen comandante pregunta: ¿De quién chingados es esa camioneta blanca que nos sigue?... Es mi amigo, le digo. “Pues a chingar a su madre. Que se vaya o lo detenemos por halconeo.” Aceleran. Nos perdemos. Me pasean. Así duramos un rato. Estoy en San Nicolás de los Garza. Conozco todas las prisiones de Nuevo León. Las he visitado para hacer reportajes, entrevistas… No identifico el camino. Finalmente veo que es la cárcel de El Alamey.
El hombre de la recepción no me quiere recibir: No la puedo ingresar porque el oficio no dice que tenga que estar detenida. El comandante de Fuerza Civil llama a la juez aparentemente a un celular. Han estado todo el tiempo en comunicación. Le dicta lo que debe decir y se van por el documento corregido. Me ingresan a la cárcel una hora después. Las celdas están medio llenas. Pregunto qué tipo de detenidos tienen: “robo, violencia, violación…” La custodio me revisa, el médico me examina. Un funcionario de la prisión me dice: Su detención está hecha con maña. Cualquier falta administrativa tiene fianza de 2 mil pesos. La juez quiere que esté arrestada 36 horas. Veo a mi amiga Ximena Peredo y a María del Mar. Me dicen que los niños están bien: Se los iban a llevar al DIF capullos, pero le argumenté cuestiones legales y no lo permitimos. Respiro profundo. Lloro. Las abrazo. Me cuentan que mi caso está en los medios, que hay mucha confusión.
Cuatro visitadores de la Comisión Estatal de Derechos Humanos aparecen por la puerta. Preocupada por mi situación la presidenta Minerva Martínez los envió. Me preguntan si quiero interponer una denuncia. Les digo que sí. El médico toma fotos de un moretón. El siquiatra me aplica el test del Protocolo de Estambul y determina: Tiene usted un severo estrés postraumático. Le contesto: Eso ya lo sé. Dígame cómo me lo curo. Nos reímos.
El director de la prisión, Pedro Ibarra, se porta muy amable. Me deja en una diminuta celda donde hay un viejo lavabo descompuesto y un inodoro pestilente, con una cama de piedra. En el piso hay un hoyo por donde entran y salen cucarachas. Las horas que pasé en esa celda las dejo para otro relato.
Por la cárcel aparecieron muchos amigos y familiares. Aquello era una romería y me decían que había muchos colegas y amigos fuera que no les permitían entrar, que mis queridos compañeros de La Jornada estaban apoyándome, que mi querida amiga Lydia Cacho estaba removiendo Roma con Santiago para ayudarme, que Carmen Aristegui había llamado, al igual que mis compañeros de SinEmbargo.mx. Mis amigos Pedro Cámara, Joaquín Hurtado y su esposa, Rosa, Abel Quiroga, Denisse Alamillo e Indira Kempis y tantos otros no se separaban, junto a mis hermanos Sonia, Gloria y Alejandro… Todos estaban muy preocupados.
Un amigo que trabaja en el gobierno de Nuevo León llegó y me dijo sin ambages: Estás aquí por orden de la juez, que está apoyada por Graciela Buchanan, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Nuevo León, lo cual quiere decir, que hay línea del gobernador Rodrigo Medina para que te arrestaran de esa forma y te dejen aquí las 36 horas. Te quieren dar un escarmiento.
Al final del día, llegaron la presidenta de la CEDH, Minerva Martínez, y su segundo visitador, el abogado de derechos humanos y amigo Sergio Méndez Silva. Me tranquilizaron y me comentaron que habían abierto un expediente de queja por mi detención, que incluye entre violaciones a los derechos humanos, el ataque a la libertad de expresión con motivo de mi trabajo periodístico, uso excesivo de la fuerza pública, detención ilegal y arbitraria y ejercicio indebido de la función pública, entre otros delitos.
Viví una noche espantosa, rica en términos narrativos, pero dura desde el punto de vista humano. A las 4:30 de la mañana es el pase de lista. Me llevan al comedor. Hay 12 celdas con 70 o 100 detenidos. Luego me permitieron contestar una llamada. Era mi amiga Cristina Sada. Me solté llorando: “Te vamos a sacar, hermana. No debiste haber pasado la noche allí. Esto tiene línea del gobierno del PRI y es por tu trabajo periodístico. He contratado al mejor despacho de abogados (Betancourt y Asociados). Me han prometido que te sacarán inmediatamente. Te quiero, te amamos… Eres una luchadora. Aguanta”. Seis horas después Julio César Franco Ávalos, juez tercero de distrito en materias civil y de trabajo en el Estado, me concedió la suspensión inmediata al arresto.
Salgo a la calle, veo a mi familia, amigos, colegas, abogados… Los abrazo aliviada y agradecida. Y pienso en los miles de mexicanos que, como yo, sufren todos los días la vulneración de sus derechos, víctimas de nuestro sistema judicial corrupto.
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