Adolfo Sánchez Rebolledo
El debate organizado por el movimiento #YoSoy132 deja una lección inmediata: la democracia exige naturalidad en las formas. Hablar, discutir, responder a las inquietudes públicas debería ser la actividad principal de los candidatos en tiempos de campaña. Pero no es así: hay una clara desconexión entre los temas de la agenda promovida por los partidos o los equipos de campaña y las cuestiones que de un modo u otro conmueven a la ciudadanía. Los candidatos sólo hablan de los asuntos que tienen masticados, pero vuelan por encima de los detalles, dejando esa sensación de superficialidad que parece insuperable. Peroran, no dialogan. Han perdido la capacidad de emocionar al auditorio: no comunican ideas y apenas tocan sentimientos poderosos. Salvo el miedo, recurso final del soliloquio antidemocrático que deambula como un fantasma ubicuo e inasible, predomina el valemadrismo sustentado en la desconfianza. La política sigue al dinero filtrado a través de redes clientelares o campañas mediáticas bien orquestadas para crear la imagen del elegido o deformar la del adversario. Así, el discurso electoral se ha burocratizado en homenaje último a la mercadotecnia, al espot, esto es, a la repetición machacona de ciertas frases que no invitan a reflexionar. La encuesta deviene propaganda, argumento sustituto del verdadero debate. Todos los protagonistas, comenzando por los partidos y las instituciones, han renunciado a la pedagogía democrática siguiendo la avidez mediática. La competencia, con mayúsculas, se ubica como razón y verdad de la democracia… y de la vida. En su nombre todo se vale, todo se justifica, aunque se erosionen los fundamentos de la convivencia y nadie trabaje para el día después, cuando extenuada, la sociedad deba volver a la normalidad.
Por eso, lo nuevo no está en las palabras de los candidatos, las cuales casi podríamos repetir de memoria, sino en la actitud de los convocantes al debate realizado en la sede de la Comisión de Derechos Humanos del DF, los estudiantes del #YoSoy132. Fuera del desastre técnico que fue la transmisión, el hecho es que lograron crear un ambiente muy diferente al que prevaleció en los dos encuentros oficiales. Lejos de la rigidez acostumbrada, a los candidatos se les presentó una batería de preguntas elaboradas por ciudadanos comunes y corrientes, tamizadas, claro, por un grupo académico ad hoc. Y ellos mismos las presentaron en tono respetuoso, sin falsos formalismos. Tutearon a los candidatos en gesto de llaneza igualitaria, pero no se abstuvieron de sujetarlos a las condiciones pactadas cuando se requirió. Hubo más libertad, aunque los aspirantes no se salieron del guión un milímetro. Fue notoria la intención de eludir el debate-espectáculo por el que apostaron afamados comentaristas mediáticos, no sin intencionalidad de favorecer por esa vía a alguno de los contendientes. Y eso hay que agradecérselo a los organizadores. Resultó muy saludable que uno de los moderadores dijera que ellos aspiraban a un debate de ideas en lugar de los ataques ad hominem de los que gustan ciertos estrategas. Incluso les advirtió que estaba autorizado a interrumpir a quien incurriera en esas prácticas vergonzosas.
Esa manera de entender lo que está en juego es la que le da al #YoSoy132 un lugar especial en esta campaña. A pesar de la ofensiva para desnaturalizar su actuación, hechos como el debate prueban que bajo la frescura reconocible de los jóvenes hay una postura firme, sustentada en contenidos democráticos, articulados por un discurso coherente cuya importancia nadie debería desechar. Ni siquiera Peña Nieto, que anteayer dejó la silla vacía.
En cuanto al debate como tal, se puso de manifiesto la diferencia que marca estas elecciones y, en general, la vida pública mexicana. López Obrador sostuvo que el uno por ciento que quiere imponer al próximo presidente es el mismo que aplica las prácticas monopólicas, no sólo en medios, sino en bancos e incluso hasta en los alimentos, siempre protegidos por el gobierno federal. No plantea una revolución; ni siquiera una reforma integral de la distribución del ingreso. Quiere limpiar a las instituciones de la corrupción, evitar el despilfarro de los recursos, poner a la gente a producir bienes para el consumo nacional, en fin, utilizar los instrumentos que la Constitución contiene para que el Estado sea promotor del desarrollo y la equidad. Los otros candidatos, en cambio, defienden la privatización de la economía siguiendo la línea adoptada hasta hoy. No hay grandes contradicciones entre ellos, por más que Peña Nieto sueñe con una presidencia intocable. El PRI y el PAN están obsesionados por romper los monopolios del Estado, o sea, Pemex, para dar juego a la iniciativa privada en el gran negocio de los energéticos. López Obrador se opone con toda su fuerza y declara: El petróleo no es del gobierno, es de la nación. Esa es la verdadera manzana de la discordia, el punto de partida de las alternativas que se presentan a la elección ciudadana. La presencia de una nueva generación en la vida pública aportará, sin duda, nuevos elementos de juicio, pero sobre todo traerá algo muy importante: seriedad, que no se confunde con la solemnidad. Los estudiantes reivindicaron la generosidad y el desprendimiento para entender que lo que está en juego es más importante que el éxito personal de los políticos. La movilización iniciada en la Ibero puede ser el mejor legado de estas lecciones. Es una apuesta por el futuro.
El debate organizado por el movimiento #YoSoy132 deja una lección inmediata: la democracia exige naturalidad en las formas. Hablar, discutir, responder a las inquietudes públicas debería ser la actividad principal de los candidatos en tiempos de campaña. Pero no es así: hay una clara desconexión entre los temas de la agenda promovida por los partidos o los equipos de campaña y las cuestiones que de un modo u otro conmueven a la ciudadanía. Los candidatos sólo hablan de los asuntos que tienen masticados, pero vuelan por encima de los detalles, dejando esa sensación de superficialidad que parece insuperable. Peroran, no dialogan. Han perdido la capacidad de emocionar al auditorio: no comunican ideas y apenas tocan sentimientos poderosos. Salvo el miedo, recurso final del soliloquio antidemocrático que deambula como un fantasma ubicuo e inasible, predomina el valemadrismo sustentado en la desconfianza. La política sigue al dinero filtrado a través de redes clientelares o campañas mediáticas bien orquestadas para crear la imagen del elegido o deformar la del adversario. Así, el discurso electoral se ha burocratizado en homenaje último a la mercadotecnia, al espot, esto es, a la repetición machacona de ciertas frases que no invitan a reflexionar. La encuesta deviene propaganda, argumento sustituto del verdadero debate. Todos los protagonistas, comenzando por los partidos y las instituciones, han renunciado a la pedagogía democrática siguiendo la avidez mediática. La competencia, con mayúsculas, se ubica como razón y verdad de la democracia… y de la vida. En su nombre todo se vale, todo se justifica, aunque se erosionen los fundamentos de la convivencia y nadie trabaje para el día después, cuando extenuada, la sociedad deba volver a la normalidad.
Por eso, lo nuevo no está en las palabras de los candidatos, las cuales casi podríamos repetir de memoria, sino en la actitud de los convocantes al debate realizado en la sede de la Comisión de Derechos Humanos del DF, los estudiantes del #YoSoy132. Fuera del desastre técnico que fue la transmisión, el hecho es que lograron crear un ambiente muy diferente al que prevaleció en los dos encuentros oficiales. Lejos de la rigidez acostumbrada, a los candidatos se les presentó una batería de preguntas elaboradas por ciudadanos comunes y corrientes, tamizadas, claro, por un grupo académico ad hoc. Y ellos mismos las presentaron en tono respetuoso, sin falsos formalismos. Tutearon a los candidatos en gesto de llaneza igualitaria, pero no se abstuvieron de sujetarlos a las condiciones pactadas cuando se requirió. Hubo más libertad, aunque los aspirantes no se salieron del guión un milímetro. Fue notoria la intención de eludir el debate-espectáculo por el que apostaron afamados comentaristas mediáticos, no sin intencionalidad de favorecer por esa vía a alguno de los contendientes. Y eso hay que agradecérselo a los organizadores. Resultó muy saludable que uno de los moderadores dijera que ellos aspiraban a un debate de ideas en lugar de los ataques ad hominem de los que gustan ciertos estrategas. Incluso les advirtió que estaba autorizado a interrumpir a quien incurriera en esas prácticas vergonzosas.
Esa manera de entender lo que está en juego es la que le da al #YoSoy132 un lugar especial en esta campaña. A pesar de la ofensiva para desnaturalizar su actuación, hechos como el debate prueban que bajo la frescura reconocible de los jóvenes hay una postura firme, sustentada en contenidos democráticos, articulados por un discurso coherente cuya importancia nadie debería desechar. Ni siquiera Peña Nieto, que anteayer dejó la silla vacía.
En cuanto al debate como tal, se puso de manifiesto la diferencia que marca estas elecciones y, en general, la vida pública mexicana. López Obrador sostuvo que el uno por ciento que quiere imponer al próximo presidente es el mismo que aplica las prácticas monopólicas, no sólo en medios, sino en bancos e incluso hasta en los alimentos, siempre protegidos por el gobierno federal. No plantea una revolución; ni siquiera una reforma integral de la distribución del ingreso. Quiere limpiar a las instituciones de la corrupción, evitar el despilfarro de los recursos, poner a la gente a producir bienes para el consumo nacional, en fin, utilizar los instrumentos que la Constitución contiene para que el Estado sea promotor del desarrollo y la equidad. Los otros candidatos, en cambio, defienden la privatización de la economía siguiendo la línea adoptada hasta hoy. No hay grandes contradicciones entre ellos, por más que Peña Nieto sueñe con una presidencia intocable. El PRI y el PAN están obsesionados por romper los monopolios del Estado, o sea, Pemex, para dar juego a la iniciativa privada en el gran negocio de los energéticos. López Obrador se opone con toda su fuerza y declara: El petróleo no es del gobierno, es de la nación. Esa es la verdadera manzana de la discordia, el punto de partida de las alternativas que se presentan a la elección ciudadana. La presencia de una nueva generación en la vida pública aportará, sin duda, nuevos elementos de juicio, pero sobre todo traerá algo muy importante: seriedad, que no se confunde con la solemnidad. Los estudiantes reivindicaron la generosidad y el desprendimiento para entender que lo que está en juego es más importante que el éxito personal de los políticos. La movilización iniciada en la Ibero puede ser el mejor legado de estas lecciones. Es una apuesta por el futuro.
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