Orlando Delgado Selley
La cumbre del G-20 parecía obligada a resolver un desafío fundamental: el del pueblo griego, que decidía iniciar un recorrido complicado para seguir en el euro, pero administrando la crisis de una manera diferente. La decisión electoral del pasado domingo abría la posibilidad de enfrentar un dilema básico: atender las necesidades de la población o las de los bancos. Los gobernantes de los países del grupo tendrían que resolver, como lo habían hecho en aquella primera reunión del G-20 de Washington de noviembre de 2008, urgidos por una situación extraordinaria. En aquella reunión fue la quiebra de Lehman Brothers, ahora hubiera sido la decisión soberana de un pueblo cansado de pagar por lo que otros hicieron.
La decisión electoral griega, sin embargo, aceptó continuar por la misma ruta que les ha llevado a una profunda recesión y un deterioro sensible del nivel de vida de la población. Como bien dice Krugman las elecciones griegas acabaron por no solucionar nada, ya que –de nuevo– la solución no la tienen los griegos, sino los alemanes y el Banco Central Europeo. El mundo no verá que los gobernantes del G-20 resuelvan juntos una crisis que dura ya cinco años y que ha destruido decenas de millones de empleos. Por el contrario, como vimos estos días, habrá declaraciones grandilocuentes, pero vacuas, del tipo de todos los miembros del grupo adoptarán las acciones necesarias para restaurar el crecimiento global y fortalecer el empleo.
Por eso los mercados no tuvieron una reacción favorable. España –el eslabón débil de la zona euro en este momento– sigue pendiendo de la presentación de los resultados de la auditoría independiente realizada a sus bancos y no de resultados electorales. La prima de riesgo ha alcanzado alturas inéditas, colocándose 3 mil millones de deuda española antier al 7.003 por ciento anual, lo que constituye un récord en los tiempos del euro. Consecuentemente la crisis continúa, pero a diferencia de hace cuatro años cuando hubo un acuerdo claro sobre lo que era necesario hacer, ahora existe una divergencia absoluta sobre lo que debe hacerse.
Ese acuerdo fundamental permitió que en la reunión de Washington los jefes de gobierno decidieran inyectar a sus economías dos billones de dólares, deteniendo la recesión en pocos meses. La reunión siguiente en Londres, en marzo de 2009, mantuvo la necesidad de acciones fiscales enérgicas para detener la recesión y salvar millones de puestos de trabajo, aumentando los recursos hasta cinco billones de dólares. Ese año la recesión cedió y parecía que la crisis había sido resuelta con los instrumentos que la ciencia económica diseñó para enfrentar la crisis de 1929.
La reunión del G-20 en Pittsburgh cambió, ya que el momento crítico había pasado y la transición hacia la recuperación puso en el centro la estabilidad fiscal. Afloraron discrepancias que se mantienen entre dos bloques de países que sostenían políticas económicas antitéticas: quienes sostenían que había que mantener los estímulos fiscales e incluso incrementarlos y quienes pensaban que era el momento para reducir el endeudamiento público y limitar el déficit fiscal a niveles sostenibles en el largo plazo.
Todo 2010, 2011 y lo que va de este 2012, esta diferencia domina la discusión mundial. Sin embargo, en términos prácticos se ha impuesto la visión restrictiva.
Europa entera enfrentada a la crisis de deuda soberana ha decidido controlar el gasto público, reduciendo los beneficios sociales que protegen a sus poblaciones.
Ello ha provocado que la zona euro esté nuevamente en recesión y que las dificultades se extiendan a todo el mundo. Las perspectivas generalizadas aunque inciertas, en realidad apuntan a que la recesión está presente y las amenazas a los trabajadores aumentan. Así las cosas, esta reunión del G-20 ha fracasado. Señalar como éxito que se hayan aumentado los recursos del FMI para enfrentar dificultades en los países miembros es ignorar el desafío central del crecimiento y la generación urgente de empleos. No se restaurará la confianza global con anuncios retóricos, sino con acciones contundentes que claramente no aparecieron.
La cumbre del G-20 parecía obligada a resolver un desafío fundamental: el del pueblo griego, que decidía iniciar un recorrido complicado para seguir en el euro, pero administrando la crisis de una manera diferente. La decisión electoral del pasado domingo abría la posibilidad de enfrentar un dilema básico: atender las necesidades de la población o las de los bancos. Los gobernantes de los países del grupo tendrían que resolver, como lo habían hecho en aquella primera reunión del G-20 de Washington de noviembre de 2008, urgidos por una situación extraordinaria. En aquella reunión fue la quiebra de Lehman Brothers, ahora hubiera sido la decisión soberana de un pueblo cansado de pagar por lo que otros hicieron.
La decisión electoral griega, sin embargo, aceptó continuar por la misma ruta que les ha llevado a una profunda recesión y un deterioro sensible del nivel de vida de la población. Como bien dice Krugman las elecciones griegas acabaron por no solucionar nada, ya que –de nuevo– la solución no la tienen los griegos, sino los alemanes y el Banco Central Europeo. El mundo no verá que los gobernantes del G-20 resuelvan juntos una crisis que dura ya cinco años y que ha destruido decenas de millones de empleos. Por el contrario, como vimos estos días, habrá declaraciones grandilocuentes, pero vacuas, del tipo de todos los miembros del grupo adoptarán las acciones necesarias para restaurar el crecimiento global y fortalecer el empleo.
Por eso los mercados no tuvieron una reacción favorable. España –el eslabón débil de la zona euro en este momento– sigue pendiendo de la presentación de los resultados de la auditoría independiente realizada a sus bancos y no de resultados electorales. La prima de riesgo ha alcanzado alturas inéditas, colocándose 3 mil millones de deuda española antier al 7.003 por ciento anual, lo que constituye un récord en los tiempos del euro. Consecuentemente la crisis continúa, pero a diferencia de hace cuatro años cuando hubo un acuerdo claro sobre lo que era necesario hacer, ahora existe una divergencia absoluta sobre lo que debe hacerse.
Ese acuerdo fundamental permitió que en la reunión de Washington los jefes de gobierno decidieran inyectar a sus economías dos billones de dólares, deteniendo la recesión en pocos meses. La reunión siguiente en Londres, en marzo de 2009, mantuvo la necesidad de acciones fiscales enérgicas para detener la recesión y salvar millones de puestos de trabajo, aumentando los recursos hasta cinco billones de dólares. Ese año la recesión cedió y parecía que la crisis había sido resuelta con los instrumentos que la ciencia económica diseñó para enfrentar la crisis de 1929.
La reunión del G-20 en Pittsburgh cambió, ya que el momento crítico había pasado y la transición hacia la recuperación puso en el centro la estabilidad fiscal. Afloraron discrepancias que se mantienen entre dos bloques de países que sostenían políticas económicas antitéticas: quienes sostenían que había que mantener los estímulos fiscales e incluso incrementarlos y quienes pensaban que era el momento para reducir el endeudamiento público y limitar el déficit fiscal a niveles sostenibles en el largo plazo.
Todo 2010, 2011 y lo que va de este 2012, esta diferencia domina la discusión mundial. Sin embargo, en términos prácticos se ha impuesto la visión restrictiva.
Europa entera enfrentada a la crisis de deuda soberana ha decidido controlar el gasto público, reduciendo los beneficios sociales que protegen a sus poblaciones.
Ello ha provocado que la zona euro esté nuevamente en recesión y que las dificultades se extiendan a todo el mundo. Las perspectivas generalizadas aunque inciertas, en realidad apuntan a que la recesión está presente y las amenazas a los trabajadores aumentan. Así las cosas, esta reunión del G-20 ha fracasado. Señalar como éxito que se hayan aumentado los recursos del FMI para enfrentar dificultades en los países miembros es ignorar el desafío central del crecimiento y la generación urgente de empleos. No se restaurará la confianza global con anuncios retóricos, sino con acciones contundentes que claramente no aparecieron.
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