Salvador García Soto
A nueve días de que los mexicanos acudan a las urnas para elegir a un nuevo presidente, hay signos evidentes de que el sistema político y electoral se preparan, no para ejercicio de las votaciones en el que, salvo imponderables o problemas de último momento, todo está prácticamente dispuesto; se preparan más bien para enfrentar un conflicto postelectoral que, todo indica, será desatado para impugnar el resultado y descalificar al proceso.
Tribunales, consejeros, actores políticos, candidatos y sectores sociales, junto con alguno que otro vocero oficioso, mandan mensajes con una preocupación cada vez más clara: que el 2 de julio el país amanezca con una elección definida en las urnas, pero con un candidato que desconoce las cifras y cuestiona la legalidad del proceso. Y el candidato que les preocupa tiene nombre y apellido: Andrés Manuel López Obrador.
La actitud del tabasqueño en las últimas semanas, en las que augura su triunfo y habla de encuestas propias que le favorecen -en contraste con lo que indican la mayoría de los sondeos que dan ventaja a Enrique Peña Nieto, entre los siete y los 12 puntos- hace que surjan las dudas en torno a qué pasará con López Obrador si el resultado final no es el que el espera y cómo expresara su protesta.
No es gratuito que la palabra “fraude” comience a aparecer por todos lados en los discursos -”no hay margen para el fraude en estas elecciones: magistrados”; “no hay posibilidades de un fraude: IFE”; “sin riesgos de fraude: empresarios”- como si se quisiera exorcizar la nefasta palabreja y evitar que alguien pueda gritarla o utilizarla con miras a descalificar las próximas votaciones.
Pero mas allá del escenario de un López Obrador inconforme, que ya muchos dan por descontado, las preguntas que flotan en el ambiente en víspera del 1 de julio son dos: qué tanto se radicalizará esta vez el tabasqueño y hasta dónde llevaría su protesta, y la segunda, quizás la más preocupante, ¿resistirá el sistema político y económico otro embate de un movimiento político cuya fuerza o aceptación social son todavía una incógnita?
Porque en un escenario de conflicto podrían intervenir factores nuevos que no estaban presentes en el movimiento de la “resistencia pacífica” lopezobradorista de 2006; como los jóvenes, cuyas movilizaciones claramente a favor de Andrés Manuel durante la campaña, podrían replicarse pero ahora en una movilización postelectoral que resultaría, por lo inédito de esa combinación de factores, de pronóstico incierto.
Todo eso en el supuesto de que un movimiento como el que podría encabezar López Obrador encontrara eco en la sociedad. Porque también es un hecho que el mismo sistema que será cuestionado responderá con sus instrumentos, sus medios y sus voceros a una eventual protesta lopezobradorista y lo que se vería en ese caso sería un duelo político y mediático que terminaría igualmente en tensión y riesgos de enfrentamiento. Y la pregunta vuelve a ser la misma del principio: ¿Resistirá?
A nueve días de que los mexicanos acudan a las urnas para elegir a un nuevo presidente, hay signos evidentes de que el sistema político y electoral se preparan, no para ejercicio de las votaciones en el que, salvo imponderables o problemas de último momento, todo está prácticamente dispuesto; se preparan más bien para enfrentar un conflicto postelectoral que, todo indica, será desatado para impugnar el resultado y descalificar al proceso.
Tribunales, consejeros, actores políticos, candidatos y sectores sociales, junto con alguno que otro vocero oficioso, mandan mensajes con una preocupación cada vez más clara: que el 2 de julio el país amanezca con una elección definida en las urnas, pero con un candidato que desconoce las cifras y cuestiona la legalidad del proceso. Y el candidato que les preocupa tiene nombre y apellido: Andrés Manuel López Obrador.
La actitud del tabasqueño en las últimas semanas, en las que augura su triunfo y habla de encuestas propias que le favorecen -en contraste con lo que indican la mayoría de los sondeos que dan ventaja a Enrique Peña Nieto, entre los siete y los 12 puntos- hace que surjan las dudas en torno a qué pasará con López Obrador si el resultado final no es el que el espera y cómo expresara su protesta.
No es gratuito que la palabra “fraude” comience a aparecer por todos lados en los discursos -”no hay margen para el fraude en estas elecciones: magistrados”; “no hay posibilidades de un fraude: IFE”; “sin riesgos de fraude: empresarios”- como si se quisiera exorcizar la nefasta palabreja y evitar que alguien pueda gritarla o utilizarla con miras a descalificar las próximas votaciones.
Pero mas allá del escenario de un López Obrador inconforme, que ya muchos dan por descontado, las preguntas que flotan en el ambiente en víspera del 1 de julio son dos: qué tanto se radicalizará esta vez el tabasqueño y hasta dónde llevaría su protesta, y la segunda, quizás la más preocupante, ¿resistirá el sistema político y económico otro embate de un movimiento político cuya fuerza o aceptación social son todavía una incógnita?
Porque en un escenario de conflicto podrían intervenir factores nuevos que no estaban presentes en el movimiento de la “resistencia pacífica” lopezobradorista de 2006; como los jóvenes, cuyas movilizaciones claramente a favor de Andrés Manuel durante la campaña, podrían replicarse pero ahora en una movilización postelectoral que resultaría, por lo inédito de esa combinación de factores, de pronóstico incierto.
Todo eso en el supuesto de que un movimiento como el que podría encabezar López Obrador encontrara eco en la sociedad. Porque también es un hecho que el mismo sistema que será cuestionado responderá con sus instrumentos, sus medios y sus voceros a una eventual protesta lopezobradorista y lo que se vería en ese caso sería un duelo político y mediático que terminaría igualmente en tensión y riesgos de enfrentamiento. Y la pregunta vuelve a ser la misma del principio: ¿Resistirá?
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