No sumarse para no sumirse

Lydia Cacho

Hay una fuerte corriente de analistas políticos que desde la Academia nos machacan con el discurso de que el proceso electoral es eje central de la democracia, que no debemos criticar al IFE porque es un producto vital de esa democracia, y que hay que votar por un candidato porque el voto nulo le hará un gran daño al país y llevará al triunfo a EPN.

El problema es que muchas personas sabemos claramente por quién no votaremos, pero millones se preguntan no solamente por quién hacerlo, sino si en verdad es útil su voto. Me parece que en México urge reivindicar esa pregunta, ¿es útil el voto para la democracia que añoramos? O sólo para la que tenemos, que sin duda nos hace sentir a las mayorías esclavizadas a un sistema que inevitablemente nos lleva a un colapso paulatino de la educación, la justicia, los derechos humanos, y en general debilita las libertades civiles que, según nos dicen los líderes de la democracia, debemos sacrificar en aras de seguridad y casi nada de justicia.

Los movimientos democratizadores pro igualdad y justicia siempre han surgido de la sociedad civil y no del propio sistema. El cuestionamiento que hacen las y los jóvenes de #132 es profundamente sociocrítico, cuestiona y confronta a las élites económicas y mediáticas, es decir, a quienes controlan el modelo económico y político. Y los procesos electorales les inquietan, hartan e incomodan, justamente porque han sido prohijados por ese sistema que es opresor, corrupto y desigual. Nadie en su sano juicio puede asegurar que los candidatos han sido elegidos por la sociedad. Los partidos todos adolecen de las peores prácticas de influyentismo rapaz y manipulación de masas que no elige a las mejores personas, sino a las más aviesas y/o paternalistas con mayor influencia en ciertas élites, políticas, intelectuales, mediáticas y económicas. Eso deja a la sociedad civil con una tremenda sensación de que siempre irá por lo menos peor y no por la o el mejor.

Por eso una parte del movimiento 132 mexicano cree fervientemente en sus consignas, pero no necesariamente en esta democracia electoral. Y tienen razón, las elecciones son todo menos democráticas; han demostrado dedicarse a gastar cifras colosales de dinero, a privilegiar a los más privilegiados y a afianzar un patriarcado paternalista que excluye o subsidia en lugar de impulsar. Ningún partido y sus candidatos y candidatas en conjunto llevan consigo una agenda de justicia social real, congruente y factible. Ningún partido lo tiene, ni lo busca (aunque pretenda hacerlo), porque esa no es su meta, y las reglas del juego inventado por ellos mismos no exigen congruencia ética o seguimiento. Por eso la izquierda tiene un candidato conservador que de progresista no tiene nada; el PAN, una con el corazón en lo social y los intereses en la ultraderecha, y el PRI, un hijo del salinismo rapaz que nos trajo aquí.

Los movimientos sociales corren el riesgo de ser asimilados por las reglas del juego, de perder su carácter sociocrítico e insertarse en un modelo de “incidencia democrática” que resulta inútil.

Sin embargo, la paradoja a la que nos enfrentamos consiste en que los movimientos sociales que ponen presión en tiempos electorales les recuerdan a las y los candidatos que la sociedad existe, que su opinión y demandas tienen peso específico.

Yo, como mucha gente, dudo de esta democracia eminentemente electoral y creo que el paso siguiente debe ser, sin duda, aprender las lecciones y utilizar ese impulso para unirse a (o crear nuevas) organizaciones civiles que trabajen todos los días por las causas que les indignan. Para focalizar esa indignación en transformación lo fundamental es no sumarse, para no sumirse, en el propio sistema caduco.

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