lunes, junio 18, 2012

El memorando de Cicerón

Raymundo Riva Palacio

El ideal de las campañas políticas en México, a decir por las voces que se escuchan desde todos los frentes, es que deberían cancelar toda la propaganda negra, las campañas de contraste y las guerras sucias, y que fueran en su lugar totalmente propositivas, con candidatos pulcros y sin más compromiso que con el ciudadano que vota. Bajo ese ideal, no hay nadie a la altura del ciudadano. Hay quienes son producto de los resultados de interés (Televisa), y quien tiene apoyos vergonzosos (los maestros y los petroleros, los electricistas y los mineros prófugos de la justicia); hay quienes amenazan (con porros), o son herederos de la continuidad (el despilfarro de años de ajustes económicos y de una guerra de sangre).

Como para la mayoría de los electores nadie de los candidatos presidenciales se ajusta a los parámetros en los que sueña el buen ciudadano, las opciones que tienen para el 1 de julio son desconsoladoras, y la elección en la urna se hará sobre aquel o aquella que le resulte menos mediocre. Al final, paradójicamente, la mayoría de los electores votará en la lógica que lo hacen millones en el mundo, sobre quién les inspira, con quién creen que les irá mejor, y con quién piensan que les iría peor. Ni la pureza de los políticos, ni los ideales de sus gobernantes existe.

En el año 64 Antes de Cristo, el aclamado guerrero Quintus Tullius Cicerón escribió una carta a su hermano mayor, que pasó a la historia como filósofo y estadista. Ese texto acaba de ser recogido por Philip Freeman en el libro How to Win an Election: An Ancient Guide for Modern Politicians (Cómo Ganar una Elección: Una Guía Antigua para los Políticos Modernos). Una versión resumida acaba de ser publicada por Foreign Affairs, la publicación de la élite en Estados Unidos, donde recuerdan que en aquel tiempo en Roma todos los ciudadanos hombres y adultos podían votar, aunque el sistema era complejo: los más ricos tenían un poder desproporcionado, el clientelismo político y social era crucial, y las campañas estaban salpicadas por corrupción y ocasionalmente violencia. Fuera de eso, eran ordenadas y razonablemente justas.

El memorando de Cicerón tenía una premisa: un candidato debe ser camaleónico, adaptándose a los intereses de cada persona que conoce, cambiando su expresión y discurso tantas veces como sea necesario. “Necesitas desesperadamente aprender el arte de la adulación, una cosa poco agraciada en la vida normal, pero esencial cuando buscas una candidatura”, recomendó. “Si usas la adulación para corromper a un hombre, no hay excusa para ello, pero si la aplicas como una forma de congraciarte y hacer amigos políticos, es aceptable”.

Cícero urgía tres requerimientos para ganar una elección: favores, esperanza y atracción personal. Quien no pudiera darlos, no tenía forma de ganar. Eran incentivos para la gente, para convencer a los indecisos a votar por uno. La esperanza no se aplicaba a todos, sino a una parte del electorado, aquel al que apelaba el carisma y el discurso. Otros eran los líderes de las pequeñas comunidades a los que sólo podía sumarlos si tenían algo qué ganar de ello. Unos más eran los empresarios y los moderadamente ricos, quienes pese a ser el grupo minoritario, ayudaban “tremendamente” a una campaña para estimular el “entusiasmo y la energía” de los jóvenes, para diseminar las noticias y “para hacerte ver bien”.

Mucho del memorando se refería al liderazgo, pero como anotó Cícero, también había que prestar atención a los enemigos. “Hay tres tipos de personas que se enfrentarán a ti: aquellos a los que has lastimado, aquellos a quienes no les gustas sin razón alguna, y aquellos que son amigos cercanos de tus oponentes”, escribió. “La política está llena de engaños, de decepciones y traiciones. Tu buena naturaleza te ha llevado a no ver que algunas amistades realmente estaban celosas de ti, así que recuerda las sabias palabras de Epicarmo (un dramaturgo): ‘No le creas demasiado fácil a la gente’”.

Las lecciones que deja el texto de Cicerón no son para los candidatos, sino para los electores, algunos en la contradicción de por quién votarán a partir de la paradoja del elector ideal. Si se entiende que esa aparente ingenuidad es el dilema natural de la política, con sus dinámicas y lógicas, entenderá que no hay nada diferente en la historia de las elecciones de lo que ya había comúnmente, hace dos mil años.

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