Raymundo Riva Palacio
Tras el último debate presidencial, en las ciclónicas tres semanas de campaña para cambiar las preferencias electorales, el temor creciente, como hace seis años, es si existirá un conflicto post-electoral. Nadie duda que si perdieran Josefina Vázquez Mota o Enrique Peña Nieto reconocerían la derrota; las preocupaciones se centran en Andrés Manuel López Obrador. No es un prejuicio. El candidato de la izquierda ha sido consistente: si no gana, trata de arrebatar. Así lo hizo cuando perdió la gubernatura de Tabasco en 1994 ante Roberto Madrazo, y en 2006 cuando perdió la Presidencia ante Felipe Calderón.
López Obrador dice que sí respetará el resultado electoral, pero condiciona su comportamiento a que no haya fraude. Esta línea de discurso la arrancó hace unos días, en lo que es una estrategia preventiva que cree condiciones de movilización post-electoral. Hace 12 años Jorge Castañeda, que asesoraba al candidato Vicente Fox, empujó en el imaginario colectivo la idea que el PRI preparaba un fraude para mantenerse en el poder y darle verosimilitud a la protesta, pero Francisco Labastida reconoció la derrota el mismo día de la elección. Hace seis años López Obrador cerró Paseo de la Reforma, en protesta contra el resultado. El miedo que lo vuelva a hacer tiene antecedentes.
El candidato de la izquierda no tiene elementos objetivos para vaticinar el fraude, como no los tenía durante la elección de 2006. El mismo lo admite sibilinamente, cuando reconoce hoy que en aquella elección no pudieron tener representantes en todas las casillas electorales para haber tenido en sus manos todas las boletas electorales. Sin tener esa información, López Obrador aseguró que había ganado la elección y como las cosas no fueron como las deseaba, se fue a la protesta callejera. Esta verdad escondida debilita su argumento, si se analizan objetivamente sus palabras. Pero no es lo único.
Cuando presionó por el recuento de voto por voto –no previsto en la ley- en 2006, su adversario Calderón le tomó la palabra. Mandó a Florencio Salazar, hoy embajador en Colombia, a negociar con Manuel Camacho, que era asesor del candidato de izquierda, a quien le planteó la aceptación de Calderón con sólo una condición: el perdedor del recuento, aceptaría el resultado. Como no hubo respuesta, Salazar le planteó lo mismo a Ricardo Monreal, hoy coordinador de la campaña de López Obrador. De nuevo silencio.
La acusación de fraude se ahogó en tribunales, pero el tema le permitió mantenerse vigente en la opinión pública durante seis años. No pudo probar nada precisamente porque no tenía todas las boletas electorales. En esta elección afirma que sí tendrán representantes en las más de 113 mil casillas electorales, que les permitirá saber la misma noche de la elección el resultado. La apuesta de los representantes está cimentada en Morena, el movimiento social que fundó al margen del PRD y los partidos de la coalición de izquierda. Sin embargo, López Obrador sabe que tiene un problema.
Hace tres meses su equipo de campaña encontró anomalías en el padrón de Morena. Se ordenó una auditoría interna para revisar el padrón, que en varias entidades como el estratégico estado de México y Tamaulipas, estaba notablemente inflado. No se conocen aún los resultados de esas auditorías, ni tampoco sobre los correctivos para evitar que Morena vuelva a ser un desastre electoral como sucedió en las elecciones mexiquenses el año pasado. La realidad es que si Morena no está en toda su capacidad, difícilmente la coalición de izquierda podrá cuidar casillas por falta de gente. El ánimo tampoco es el mejor, particularmente en el PRD, al cual López Obrador lastimó durante todo el sexenio. Sin la información de todas las boletas, López Obrador estará en las sombras electorales la noche del 1 de julio. Gritar fraude ahora no resuelve el problema de Morena ni con su operación electoral. Lo oculta, y parecería que su estrategia al realizar ese vaticinio y la denuncia de guerra sucia, busca crear incertidumbre y las mismas condiciones de inestabilidad y confusión de hace seis años, cuando su fuga política fue hacia adelante.
Tras el último debate presidencial, en las ciclónicas tres semanas de campaña para cambiar las preferencias electorales, el temor creciente, como hace seis años, es si existirá un conflicto post-electoral. Nadie duda que si perdieran Josefina Vázquez Mota o Enrique Peña Nieto reconocerían la derrota; las preocupaciones se centran en Andrés Manuel López Obrador. No es un prejuicio. El candidato de la izquierda ha sido consistente: si no gana, trata de arrebatar. Así lo hizo cuando perdió la gubernatura de Tabasco en 1994 ante Roberto Madrazo, y en 2006 cuando perdió la Presidencia ante Felipe Calderón.
López Obrador dice que sí respetará el resultado electoral, pero condiciona su comportamiento a que no haya fraude. Esta línea de discurso la arrancó hace unos días, en lo que es una estrategia preventiva que cree condiciones de movilización post-electoral. Hace 12 años Jorge Castañeda, que asesoraba al candidato Vicente Fox, empujó en el imaginario colectivo la idea que el PRI preparaba un fraude para mantenerse en el poder y darle verosimilitud a la protesta, pero Francisco Labastida reconoció la derrota el mismo día de la elección. Hace seis años López Obrador cerró Paseo de la Reforma, en protesta contra el resultado. El miedo que lo vuelva a hacer tiene antecedentes.
El candidato de la izquierda no tiene elementos objetivos para vaticinar el fraude, como no los tenía durante la elección de 2006. El mismo lo admite sibilinamente, cuando reconoce hoy que en aquella elección no pudieron tener representantes en todas las casillas electorales para haber tenido en sus manos todas las boletas electorales. Sin tener esa información, López Obrador aseguró que había ganado la elección y como las cosas no fueron como las deseaba, se fue a la protesta callejera. Esta verdad escondida debilita su argumento, si se analizan objetivamente sus palabras. Pero no es lo único.
Cuando presionó por el recuento de voto por voto –no previsto en la ley- en 2006, su adversario Calderón le tomó la palabra. Mandó a Florencio Salazar, hoy embajador en Colombia, a negociar con Manuel Camacho, que era asesor del candidato de izquierda, a quien le planteó la aceptación de Calderón con sólo una condición: el perdedor del recuento, aceptaría el resultado. Como no hubo respuesta, Salazar le planteó lo mismo a Ricardo Monreal, hoy coordinador de la campaña de López Obrador. De nuevo silencio.
La acusación de fraude se ahogó en tribunales, pero el tema le permitió mantenerse vigente en la opinión pública durante seis años. No pudo probar nada precisamente porque no tenía todas las boletas electorales. En esta elección afirma que sí tendrán representantes en las más de 113 mil casillas electorales, que les permitirá saber la misma noche de la elección el resultado. La apuesta de los representantes está cimentada en Morena, el movimiento social que fundó al margen del PRD y los partidos de la coalición de izquierda. Sin embargo, López Obrador sabe que tiene un problema.
Hace tres meses su equipo de campaña encontró anomalías en el padrón de Morena. Se ordenó una auditoría interna para revisar el padrón, que en varias entidades como el estratégico estado de México y Tamaulipas, estaba notablemente inflado. No se conocen aún los resultados de esas auditorías, ni tampoco sobre los correctivos para evitar que Morena vuelva a ser un desastre electoral como sucedió en las elecciones mexiquenses el año pasado. La realidad es que si Morena no está en toda su capacidad, difícilmente la coalición de izquierda podrá cuidar casillas por falta de gente. El ánimo tampoco es el mejor, particularmente en el PRD, al cual López Obrador lastimó durante todo el sexenio. Sin la información de todas las boletas, López Obrador estará en las sombras electorales la noche del 1 de julio. Gritar fraude ahora no resuelve el problema de Morena ni con su operación electoral. Lo oculta, y parecería que su estrategia al realizar ese vaticinio y la denuncia de guerra sucia, busca crear incertidumbre y las mismas condiciones de inestabilidad y confusión de hace seis años, cuando su fuga política fue hacia adelante.
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