José Gil Olmos
Cuando todo parecía que la obra entraba a su final ya previsto, de pronto el telón se cayó, el escenario quedó al desnudo y los actores mostraron sus rostros sin la máscara del carnaval con la que festinaban la historia de un pueblo adormilado.
El público, la mayoría jóvenes, protestó ante la mascarada que ya se tenía prevista, lanzaron gritos y acusaron de engañarlos y disimular su papel más allá del guión escrito.
Cuando el telón se vino abajo, el personaje principal de la obra pasó de la sorpresa a la incredulidad. Desencajada, en su cara reflejaba el no saber qué hacer cuando se sale del libreto. Los gritos del público al verlo fuera de su papel como el seguro heredero de la silla presidencial, lo desubicaron y no sabía qué hacer, si reír, saludar, contestarles o decir algo. ¿Pero qué?, se preguntaba.
Había creído en las loas de los críticos de teatro que todos los días, sin mayor pretexto, lo habían ensalzado por encima de los mortales destacando sus cualidades extraordinarias en sus artículos, columnas, en sus programas de radio, televisión y en los periódicos. Creía que el escenario, hecho a su medida por el mejor sastre mediático, era tan bueno que podía resistir cualquier vendaval imprevisto y engañar al público haciéndolo pasar como la realidad.
No era cualquier cosa haber pagado a la compañía multimedia más de miles de millones de pesos, bajo la promesa de que todos saldrían ganando y que su imagen jamás seria dañada porque tendría una capa de protección a prueba de desastres.
Para eso les había pagado muchísimo dinero los últimos seis años, para que los profesionales de los escenarios, de las imágenes, de las historias de finales rosas, hicieran su trabajo y lo convirtieran en el personaje de una historia con final feliz, con una esposa de telenovela.
Todo iba bien para el principal protagonista. Apoyado por la mejor empresa de imágenes y la mejor tecnología, ofrecía al público una historia prometedora, con grandes expectativas para el futuro y sus diálogos eran fluidos. Cuando se atoraba en algo, si se le olvidaba una parte del guión, le ayudaban con un audífono minúsculo o una moderna pantalla invisible para el auditorio en el cual le decían que hacer.
Un día, sin embargo, ocurrió algo imprevisto. En una de las funciones dedicadas a jóvenes universitarios quiso improvisar y se salió del script, sintiéndose muy seguro de sí mismo. Las protestas vinieron de inmediato y, aunque llevaba a sus invitados, el auditorio se desbordó hasta que provocó la caída del telón.
Nadie pudo ayudarle. Trató de calmar los ánimos y le fue peor. Salió por detrás del escenario y lo siguieron los jóvenes que lo habían descubierto. La mascarada se había terminado. No era un actor, sino el responsable de represiones, corrupción y mentiras.
Corrió por pasillos, oficinas y hasta se escondió en los baños. Sus guardias lo protegieron de los jóvenes que le gritaban de todo. Desencajado, su rostro era grabado por muchos de los estudiantes que fueron acusados de agitadores profesionales por aquellos corifeos que salieron a defenderlo en radio, televisión y periódicos.
Pero ya era tarde. Caído el telón, el personaje principal de la representación ya no era creíble, su papel había terminado.
Dolido, días después trato de retomar su papel, subió de nuevo al escenario, pero ya se le veía diferente, balbuceaba cuando hablaba y su cara ya no mostraba la misma sonrisa que tanto tiempo le había constado construir.
Para las siguientes representaciones llevó a sus guardias cebados por el rencor. Cada vez que un joven se atrevía a protestar por la mala actuación en algunas de sus presentaciones, lo callaban a golpes y amenazas.
La puesta en escena había cambiado a la mitad de la temporada. El público ya no le creyó su historia y la sonrisa del actor principal cambió por una mueca.
Cuando todo parecía que la obra entraba a su final ya previsto, de pronto el telón se cayó, el escenario quedó al desnudo y los actores mostraron sus rostros sin la máscara del carnaval con la que festinaban la historia de un pueblo adormilado.
El público, la mayoría jóvenes, protestó ante la mascarada que ya se tenía prevista, lanzaron gritos y acusaron de engañarlos y disimular su papel más allá del guión escrito.
Cuando el telón se vino abajo, el personaje principal de la obra pasó de la sorpresa a la incredulidad. Desencajada, en su cara reflejaba el no saber qué hacer cuando se sale del libreto. Los gritos del público al verlo fuera de su papel como el seguro heredero de la silla presidencial, lo desubicaron y no sabía qué hacer, si reír, saludar, contestarles o decir algo. ¿Pero qué?, se preguntaba.
Había creído en las loas de los críticos de teatro que todos los días, sin mayor pretexto, lo habían ensalzado por encima de los mortales destacando sus cualidades extraordinarias en sus artículos, columnas, en sus programas de radio, televisión y en los periódicos. Creía que el escenario, hecho a su medida por el mejor sastre mediático, era tan bueno que podía resistir cualquier vendaval imprevisto y engañar al público haciéndolo pasar como la realidad.
No era cualquier cosa haber pagado a la compañía multimedia más de miles de millones de pesos, bajo la promesa de que todos saldrían ganando y que su imagen jamás seria dañada porque tendría una capa de protección a prueba de desastres.
Para eso les había pagado muchísimo dinero los últimos seis años, para que los profesionales de los escenarios, de las imágenes, de las historias de finales rosas, hicieran su trabajo y lo convirtieran en el personaje de una historia con final feliz, con una esposa de telenovela.
Todo iba bien para el principal protagonista. Apoyado por la mejor empresa de imágenes y la mejor tecnología, ofrecía al público una historia prometedora, con grandes expectativas para el futuro y sus diálogos eran fluidos. Cuando se atoraba en algo, si se le olvidaba una parte del guión, le ayudaban con un audífono minúsculo o una moderna pantalla invisible para el auditorio en el cual le decían que hacer.
Un día, sin embargo, ocurrió algo imprevisto. En una de las funciones dedicadas a jóvenes universitarios quiso improvisar y se salió del script, sintiéndose muy seguro de sí mismo. Las protestas vinieron de inmediato y, aunque llevaba a sus invitados, el auditorio se desbordó hasta que provocó la caída del telón.
Nadie pudo ayudarle. Trató de calmar los ánimos y le fue peor. Salió por detrás del escenario y lo siguieron los jóvenes que lo habían descubierto. La mascarada se había terminado. No era un actor, sino el responsable de represiones, corrupción y mentiras.
Corrió por pasillos, oficinas y hasta se escondió en los baños. Sus guardias lo protegieron de los jóvenes que le gritaban de todo. Desencajado, su rostro era grabado por muchos de los estudiantes que fueron acusados de agitadores profesionales por aquellos corifeos que salieron a defenderlo en radio, televisión y periódicos.
Pero ya era tarde. Caído el telón, el personaje principal de la representación ya no era creíble, su papel había terminado.
Dolido, días después trato de retomar su papel, subió de nuevo al escenario, pero ya se le veía diferente, balbuceaba cuando hablaba y su cara ya no mostraba la misma sonrisa que tanto tiempo le había constado construir.
Para las siguientes representaciones llevó a sus guardias cebados por el rencor. Cada vez que un joven se atrevía a protestar por la mala actuación en algunas de sus presentaciones, lo callaban a golpes y amenazas.
La puesta en escena había cambiado a la mitad de la temporada. El público ya no le creyó su historia y la sonrisa del actor principal cambió por una mueca.
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