Rebelión en mayo

Pedro Miguel / Navegaciones

Al margen de los partidos políticos, los ciudadanos, predominantemente jóvenes, toman las calles, y no única, ni preponderantemente, las capitalinas. En una de las marchas van en reclamo de sus derechos de expresión e información; en la que sigue, van en contra de un candidato y de los medios que lo inventaron; en la tercera van a favor de otro. En todos los casos expresan su repudio al sistema político. Despejan, con fluidez y contundencia, los temores a la manipulación y a la provocación –formulados por el que escribe–, rechazan el control de la vida republicana por los intereses fácticos y por la clase política y ponen el dedo en una vieja llaga: la función de la mayor parte de los medios como barrera a la democratización. Difunden y generalizan un reclamo que parecía constreñido a círculos opositores y a entornos académicos: no puede haber equidad en las urnas si no hay equidad en las pantallas de televisión y en las emisiones de radio, y no hay margen para comicios limpios y creíbles cuando las encuestadoras orgánicas, en vez de reflejar tendencias, se dedican a fabricarlas.

Por añadidura, esta insurgencia cívica es un repudio, por contraste, a los contenidos y las formas, del manejo partidista de la política. Con exasperante frecuencia, los partidos son correas de distribución de prebendas, favores o limosnas entre oficinas públicas de cualquier nivel y los votantes. El ejercicio del sufragio tiende a convertirse en un trámite para la obtención de un puesto, de una beca, de una ayuda para construcción. Y en un entorno en el que los magnates y sus cortes viven en plena recuperación económica, mientras que el resto se debate en la recesión persistente, la compra del voto –a veces es tan descarada que toma la forma de un billete de 500 pesos– es un negocio con los insumos asegurados.

Más acá de la flagrante ilegalidad de la coacción y compra del voto, los aparatos de los partidos –de todos– incurren en prácticas de manejo de masas no muy lejanas de la ganadería, tan obsoletas como ofensivas, en la que el debate político se reduce a cero ante la urgencia pragmática de colmar la plaza, de exhibir un músculo corporativo basado en una impecable logística de transporte, en el reparto puntual de gorras, banderines, tortas y refrescos, en escenografías móviles y puestos de reparto de trípticos, en coros de consignas previamente ensayados y en la anulación de las convicciones y su conversión en coreografías patéticas con uniformes de plástico.

Ante los deprimentes espectáculos de campaña referidos, las marchas ciudadanas –que no pueden ser llamadas apartidistas por la simple razón de que las convoca el repudio a un candidato y su partido, o el respaldo a otro aspirante, postulado también por organizaciones partidistas– son una bocanada de aire fresco con voluntad de limpiar toda la atmósfera.

Pese a todo, ni en el movimiento #Yosoy132 ni en la #MarchaAntiEPN hubo llamados a no votar o a anular el sufragio. Por el contrario, la reivindicación generalizada ha sido yo decido quién gobierna y no a la imposición.

Presenciamos, en el vértigo de dos semanas, el surgimiento de un movimiento que es antisistémico en la medida en que se manifiesta contra las miserias de un sistema político inveterado, repelente a reformas legales y alternancias, en el cual se encuentra intacta la capacidad de los poderes fácticos de construir candidatos presidenciales (falta ver si en esta ocasión logran, además, imponerlos, como lo hicieron en 1988 y en 2006). Esta corriente es, adicionalmente, profundamente democrática, por cuanto demanda que las decisiones electorales tengan lugar en las urnas y no fuera de ellas.

Esta inesperada rebelión de mayo, fresca, juvenil y lúcida, puede ser el factor decisivo de quiebre en el acontecer de la sofocante institucionalidad política: la ruptura –nadie la desea violenta ni insurreccional– que el país ha estado esperando desde hace muchos años. Ojalá.

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