Santiago Alba Rico
Hace algunos días me impresionó mucho la muerte de una mujer a la que apenas conocía; con discreción, sin dolor, sin lucha, a los 90 años volvió a la naturaleza sin haberse apartado nunca mucho de ella. Me impresionó asimismo la belleza rotunda con que su hijo anunció la noticia: “se fue dejando una huella ecológica minúscula y llevándose con ella todo el neolítico”. Así imagina su muerte también la abuela Margarita, otra mujer de pueblo, enraizada contra el mundo, que vivirá hasta los 100 años después de haber conocido todos los dolores, salvo el del remordimiento, y que se acostará por última vez sin ganas de un suplemento celestial: “como la siesta de un árbol seco; pa la tierra y pa'l sol”.
Si de algo no muere ya nadie, o casi nadie, es de “muerte natural”. O, más exactamente, de muerte “biológica”. El hecho de que la muerte se siga llevando un soporte físico -apenas cambiado desde hace un millón de años- y deje un residuo material, induce la ilusión de un proceso espontáneo y fatal, regido sólo por sus propias leyes orgánicas. Esto es cada vez menos cierto en un mundo en el que es la tecnología la que cura cánceres que en algún sentido la propia tecnología ha producido, de manera que tanto la causa de la muerte como su aplazamiento tienen un origen humano. Basta pensar, por ejemplo, en los 10 millones de personas que mueren todos los años, según la ONU, como consecuencia directa del cambio climático. Sobre las guerras y bombardeos nadie tiene la menor duda, pero, ¿son naturales los tumores? ¿Las inundaciones? ¿Los terremotos? ¿Los infartos?
En realidad la muerte nunca ha sido “natural”. El llamado “reloj biológico” de los humanos se ha visto siempre retrasado o acelerado por el medio social y cultural vigente; digamos que ha estado “siempre en hora” con las condiciones materiales y espirituales asociadas a la reproducción del conjunto. Sólo como excepción -legendarios casos de longevidad asocial o irracional, como el del bíblico Matusalem- los seres humanos han vivido más de lo normal; es decir, más allá de la norma ecosistémica correspondiente al desarrollo de las fuerzas productivas y a las jerarquías culturales, a veces infames, que las reflejaban o deformaban. Mientras soñaban con la inmortalidad y generaban mitos y cuentos sobre edades de oro sin enfermedad ni dolor, todos los pueblos del mundo, durante 15000 años, han sucumbido naturalmente a sus límites sociales y algunas comunidades, conscientes de ellos, han tratado de controlarlos de forma artificial y a veces cruel. El amor a los niños no impedía el infanticidio, por ejemplo, para regular los equilibrios demográficos. Y el respeto casi sagrado a los ancianos no impedía la eutanasia social. Los tasmanios, los esquimales o los fueguinos no dudaban en abandonar o sacrificar al anciano que ya no servía para el trabajo; y entre los chukchis y los bororos, era el propio anciano el que se retiraba y se dejaba morir para no representar un obstáculo. En condiciones muy duras, allí donde la media de vida era muy baja, la longevidad se convertía en una amenaza: pasar de una cierta edad convertía en sospechoso de brujería al agraciado, que era por eso mismo ejecutado.
En fin, teníamos un reloj y eran las condiciones sociales las que lo ponían en hora. Es casi una banalidad afirmar que no era uno mismo, pero tampoco Dios, el que decidía la fecha y hora de nuestra muerte; aunque había alguna sensatez en creer que, si no éramos nosotros los que la decidíamos, era Dios el que lo hacía. El capitalismo, que ha liberado fuerzas productivas sin precedentes y cuyas tecnologías médicas prolongan vidas insostenibles en sociedades anteriores, parece haber roto esta maldición milenaria. Somos hasta tal punto dueños de nuestra existencia que no sólo podemos decidir el sexo de nuestros hijos sino también el día de nuestra muerte. La industria farmacológica y las corporaciones médicas invierten todos los años millones de euros en producir cremas, pastillas y prótesis que garantizan una longevidad cada vez mayor; aún más, una reciente investigación sobre las mitocondrias promete alterar las enzimas que producen el envejecimiento de las células y prolongar la vida media hasta los 120 años edad. Potencialmente, cada generación humana podría abarcar el arco cronológico de un siglo entero.
Potencialmente. Porque los mismos periódicos que anuncian en grandes titulares la superación de nuevas barreras, un poco más abajo y de manera mucho más discreta declaran la permanencia de los viejos límites: “Los ricos viven treinta años más que los pobres”. Para que nos hagamos una idea, mientras que entre 1975 y 2005 la edad media de vida de los ingleses aumentó en ocho años (hasta casi los 79), la esperanza de vida en el Africa subsahariana apenas se incrementó en cuatro meses (para llegar a los 46,1 años). Estos datos de la revista The Lancet revelan asimismo que el corte no es nacional sino económico-social, de manera que los ciudadanos más pobres de Glasgow, por ejemplo, tienen una esperanza de vida de 54 años, inferior a la media de la India. ¿Quién decide sobre la vida y la muerte de los seres humanos? No la ciencia, que podría fabricar más antibióticos y mejores hasta cubrir el conjunto del mundo; ni la producción agrícola, que podría alimentar a tres planetas Tierra; ni la razón y la bondad humanas, que podrían regular y acariciar las relaciones humanas en todas partes por igual. Es el mercado -de mano de obra y de mercancías- el que, mientras produce las condiciones materiales del máximo bienestar y la máxima longevidad, impide su aplicación y generalización. Dios, sin duda, era una ilusión más sensata y menos dañina.
Digamos que durante las últimas décadas podíamos creer que la “naturaleza” inglesa era más resistente que la frágil “naturaleza” africana. Pero ahora ya no es posible ocultar que se trata de una cuestión de clase. La guerra que llamamos “crisis” ha retirado algunas pudorosas cortinas ideológicas. Los tiempos demandan el regreso a la eutanasia social también en Europa. La sociedad pretendidamente más avanzada y libre de la historia tiene que comportarse como los fueguinos, los bororos, los chukchis y los esquimales; no hay ninguna diferencia entre las decisiones del FMI y las costumbres de los tasmanios. En su último informe, la institución internacional declara: “Los riesgos asociados a un aumento de la expectativa de vida son muy altos: si hasta el año 2050 la vida media creciese en tres años por encima de la media actual, aumentarían en un 50% los ya elevados costes del Estado del Bienestar”. ¿La solución? Obviamente vivir menos. ¿Y cómo reducir la vida media de los europeos? Obviamente multiplicando las causas de mortalidad; es decir, la pobreza. Los llamados “ajustes” de Rajoy en España, por ejemplo, con sus amputaciones en el presupuesto de educación y sanidad, no están destinados sólo a alimentar a los bancos sino -ahora lo sabemos- a reducir la esperanza de vida. La eutanasia social ha sido siempre la solución de los pueblos bárbaros y primitivos a los problemas estructurales.
Lo que también cuenta el informe de The Lancet (no el del FMI) es que el aumento de la longevidad está ligado, no tanto a las tecnologías médicas como al “estatus”, en el sentido muy amplio de autogobierno, empoderamiento social, recursos intelectuales y autoestima. Quizás por eso, con todo lo que aún puede mejorar, la pequeña Cuba sigue siendo un milagro. Porque no es la eutanasia social del mercado sino la trabajosa y trabajada naturaleza humana la que preside sus intercambios económicos y sociales.
Hace algunos días me impresionó mucho la muerte de una mujer a la que apenas conocía; con discreción, sin dolor, sin lucha, a los 90 años volvió a la naturaleza sin haberse apartado nunca mucho de ella. Me impresionó asimismo la belleza rotunda con que su hijo anunció la noticia: “se fue dejando una huella ecológica minúscula y llevándose con ella todo el neolítico”. Así imagina su muerte también la abuela Margarita, otra mujer de pueblo, enraizada contra el mundo, que vivirá hasta los 100 años después de haber conocido todos los dolores, salvo el del remordimiento, y que se acostará por última vez sin ganas de un suplemento celestial: “como la siesta de un árbol seco; pa la tierra y pa'l sol”.
Si de algo no muere ya nadie, o casi nadie, es de “muerte natural”. O, más exactamente, de muerte “biológica”. El hecho de que la muerte se siga llevando un soporte físico -apenas cambiado desde hace un millón de años- y deje un residuo material, induce la ilusión de un proceso espontáneo y fatal, regido sólo por sus propias leyes orgánicas. Esto es cada vez menos cierto en un mundo en el que es la tecnología la que cura cánceres que en algún sentido la propia tecnología ha producido, de manera que tanto la causa de la muerte como su aplazamiento tienen un origen humano. Basta pensar, por ejemplo, en los 10 millones de personas que mueren todos los años, según la ONU, como consecuencia directa del cambio climático. Sobre las guerras y bombardeos nadie tiene la menor duda, pero, ¿son naturales los tumores? ¿Las inundaciones? ¿Los terremotos? ¿Los infartos?
En realidad la muerte nunca ha sido “natural”. El llamado “reloj biológico” de los humanos se ha visto siempre retrasado o acelerado por el medio social y cultural vigente; digamos que ha estado “siempre en hora” con las condiciones materiales y espirituales asociadas a la reproducción del conjunto. Sólo como excepción -legendarios casos de longevidad asocial o irracional, como el del bíblico Matusalem- los seres humanos han vivido más de lo normal; es decir, más allá de la norma ecosistémica correspondiente al desarrollo de las fuerzas productivas y a las jerarquías culturales, a veces infames, que las reflejaban o deformaban. Mientras soñaban con la inmortalidad y generaban mitos y cuentos sobre edades de oro sin enfermedad ni dolor, todos los pueblos del mundo, durante 15000 años, han sucumbido naturalmente a sus límites sociales y algunas comunidades, conscientes de ellos, han tratado de controlarlos de forma artificial y a veces cruel. El amor a los niños no impedía el infanticidio, por ejemplo, para regular los equilibrios demográficos. Y el respeto casi sagrado a los ancianos no impedía la eutanasia social. Los tasmanios, los esquimales o los fueguinos no dudaban en abandonar o sacrificar al anciano que ya no servía para el trabajo; y entre los chukchis y los bororos, era el propio anciano el que se retiraba y se dejaba morir para no representar un obstáculo. En condiciones muy duras, allí donde la media de vida era muy baja, la longevidad se convertía en una amenaza: pasar de una cierta edad convertía en sospechoso de brujería al agraciado, que era por eso mismo ejecutado.
En fin, teníamos un reloj y eran las condiciones sociales las que lo ponían en hora. Es casi una banalidad afirmar que no era uno mismo, pero tampoco Dios, el que decidía la fecha y hora de nuestra muerte; aunque había alguna sensatez en creer que, si no éramos nosotros los que la decidíamos, era Dios el que lo hacía. El capitalismo, que ha liberado fuerzas productivas sin precedentes y cuyas tecnologías médicas prolongan vidas insostenibles en sociedades anteriores, parece haber roto esta maldición milenaria. Somos hasta tal punto dueños de nuestra existencia que no sólo podemos decidir el sexo de nuestros hijos sino también el día de nuestra muerte. La industria farmacológica y las corporaciones médicas invierten todos los años millones de euros en producir cremas, pastillas y prótesis que garantizan una longevidad cada vez mayor; aún más, una reciente investigación sobre las mitocondrias promete alterar las enzimas que producen el envejecimiento de las células y prolongar la vida media hasta los 120 años edad. Potencialmente, cada generación humana podría abarcar el arco cronológico de un siglo entero.
Potencialmente. Porque los mismos periódicos que anuncian en grandes titulares la superación de nuevas barreras, un poco más abajo y de manera mucho más discreta declaran la permanencia de los viejos límites: “Los ricos viven treinta años más que los pobres”. Para que nos hagamos una idea, mientras que entre 1975 y 2005 la edad media de vida de los ingleses aumentó en ocho años (hasta casi los 79), la esperanza de vida en el Africa subsahariana apenas se incrementó en cuatro meses (para llegar a los 46,1 años). Estos datos de la revista The Lancet revelan asimismo que el corte no es nacional sino económico-social, de manera que los ciudadanos más pobres de Glasgow, por ejemplo, tienen una esperanza de vida de 54 años, inferior a la media de la India. ¿Quién decide sobre la vida y la muerte de los seres humanos? No la ciencia, que podría fabricar más antibióticos y mejores hasta cubrir el conjunto del mundo; ni la producción agrícola, que podría alimentar a tres planetas Tierra; ni la razón y la bondad humanas, que podrían regular y acariciar las relaciones humanas en todas partes por igual. Es el mercado -de mano de obra y de mercancías- el que, mientras produce las condiciones materiales del máximo bienestar y la máxima longevidad, impide su aplicación y generalización. Dios, sin duda, era una ilusión más sensata y menos dañina.
Digamos que durante las últimas décadas podíamos creer que la “naturaleza” inglesa era más resistente que la frágil “naturaleza” africana. Pero ahora ya no es posible ocultar que se trata de una cuestión de clase. La guerra que llamamos “crisis” ha retirado algunas pudorosas cortinas ideológicas. Los tiempos demandan el regreso a la eutanasia social también en Europa. La sociedad pretendidamente más avanzada y libre de la historia tiene que comportarse como los fueguinos, los bororos, los chukchis y los esquimales; no hay ninguna diferencia entre las decisiones del FMI y las costumbres de los tasmanios. En su último informe, la institución internacional declara: “Los riesgos asociados a un aumento de la expectativa de vida son muy altos: si hasta el año 2050 la vida media creciese en tres años por encima de la media actual, aumentarían en un 50% los ya elevados costes del Estado del Bienestar”. ¿La solución? Obviamente vivir menos. ¿Y cómo reducir la vida media de los europeos? Obviamente multiplicando las causas de mortalidad; es decir, la pobreza. Los llamados “ajustes” de Rajoy en España, por ejemplo, con sus amputaciones en el presupuesto de educación y sanidad, no están destinados sólo a alimentar a los bancos sino -ahora lo sabemos- a reducir la esperanza de vida. La eutanasia social ha sido siempre la solución de los pueblos bárbaros y primitivos a los problemas estructurales.
Lo que también cuenta el informe de The Lancet (no el del FMI) es que el aumento de la longevidad está ligado, no tanto a las tecnologías médicas como al “estatus”, en el sentido muy amplio de autogobierno, empoderamiento social, recursos intelectuales y autoestima. Quizás por eso, con todo lo que aún puede mejorar, la pequeña Cuba sigue siendo un milagro. Porque no es la eutanasia social del mercado sino la trabajosa y trabajada naturaleza humana la que preside sus intercambios económicos y sociales.
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